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9.4.12

DERIVAS Y FICCIONES - "SCREAM" - LA DOBLE REINVENCIÓN DEL SLASH

COORDINADORES: MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET

SCREAM
LA DOBLE REINVENCIÓN DEL SLASH



 POR MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET

I.                               La autoconciencia de género como juego de ingenio

El género del terror parió un hijo a cuchilladas: el slash. En una película slasher, el acero se hunde con la impiedad de la obsesión y la mano que lo empuña corta con la pericia de un carnicero. El elemento cortante (navaja, motosierra, machete o hacha) es de rigor; su corte, limpísimo y quirúrgico. Si la sangre saltara como ketchup, estaríamos en el terreno del splatter, cuyo grifo abriera tan espléndidamente el giallo de Dario Argento o Mario Bava, y si el carnicero se demorara deliberadamente en su faena, deleitándose en la mutilación con instrumental múltiple o la lasciva amputación de partes turgentes, resbalaríamos en el torture-porn popularizado por las entregas de Hostel o El juego del miedo, que aspiran a revitalizar la senda de un slash exangüe.

Hay tantos terrores como aterrorizados. Eso lo supo el régimen imaginado por George Orwell en su novela 1984, que dedicó a cada ciudadano en infracción un eficaz martirio a su medida. La policía del pensamiento al servicio de Gran Hermano no solo conocía tu identidad, tu oficio y tu transgresión; sabía también el nombre de lo que te helaba el corazón de espanto. El castigo era altamente personalizado y tan económico e intolerable, por ejemplo, como la mera visión en primer plano de una rata enjaulada.

Como todo sub-género, el slash encontró un público y construyó una gramática. Su público (el estudiantado adolescente) fue simultáneamente su protagonista y sus reglas de funcionamiento llegaron para quedarse y repetirse sin decepcionar. Si la felicidad reside en la anticipación de un hecho conocido y reiterado (es decir, en esperar aquello que sabemos que sucederá), el slash cumplió puntualmente sus promesas. No deja de sorprendernos que ocurra lo que esperamos y nos regocijamos a la espera de lo que vendrá. El slash diseña y confirma nuestras expectativas y excluye, por definición, el desvío que atentaría contra su conservadurismo. Creemos controlar una película slasher, que no es sino un bocado de carne arrojado a la foca que aplaude, agradecida y obediente.

El asesino de una slasher es un serial killer, que suma cadáveres a ritmo acelerado batiendo los récords del recuento como si compitiera para el Guinness (el tópico del “body count”). Excepto su presa codiciada, dotada de un cierto espesor psicológico, el resto de los tajeados en cadena nos resultan demasiado bobos para sobrevivir. Los vemos yacer o colgar en súbitos tableau vivants de linaje kitsch, como descoyuntados muñecos de kermesse, diciéndonos que el mundo no se ha privado de grandes talentos. Así de expeditivos y planos nos pone el slash.

Usualmente las víctimas han cometido módicos pecados (un poquito de sexo, un viajecito vía Drugs Airlines sin moverse de su sitio, una escapada nocturna en violación de la ley doméstica) que funcionan como pasaporte a ese-lugar-que-ignoramos-cómo-es-pero-no-es-éste (ignorancia que suele infundir pavor y arrojarnos cual corderos en pánico al plácido consuelo de la fe). Viven su momento de alta tensión en el sótano quintaesencial, donde el asesino de turno se afana en ver sin ser visto jugando al gato y al ratón, y no los salva ni siquiera su pertenencia estridente a una minoría: negros y gays engrosan un body count no ya políticamente incorrecto, sino desquiciado. A diferencia de las películas de zombies en las que descollara George Romero, aquí la lucha es individual y cuerpo a cuerpo. No hay hordas de muertos vivientes contra hordas de más muertos que vivos, atrincherados con los ojos como platos para resistir el embate del más allá. Los adultos están alejados de la acción, excepto para demostrar que no tienen ni idea de lo que pasa o no sabrían qué hacer con eso que pasa y los desborda. Unos incompetentes colosales.

Pisamos los dominios de Freddy Krueger (Pesadilla), Leatherface (La matanza de Texas), Jason Vorhees (Viernes 13) o Michael Myers (Halloween), que cotizaron alto en la edad dorada de los ‘80. Asesinos que se evaporan como por arte de magia y cargan con una humillación o un abandono que amasó, durante años, su vendetta: todos vuelven para vengar su propia tragedia personal, hundida en los cimientos disfuncionales de una familia hecha pedazos. Suelen cargarse decenas de chicas en sus expediciones de caza, lo que ha valido al slash la imputación de misoginia inexcusable y femicidio con alevosía.

Parafraseando un viejo hit de Lenny Kravitz, la cosa no se acaba hasta que se acabó; el asesino de la slasher no está muerto hasta que se muere de veras. Tiene resto metabólico para una fugaz resurrección encarnizada (mejor no cruzárselo cuando se despide), al estilo de la inmortalizada por Glenn Close vestida de hadita buena en el fondo de la bañera de Atracción Fatal. Es posible que su presa, dotada de cierto entendimiento privilegiado de la situación, sobreviva, lo que garantiza el advenimiento de una nueva entrega de la saga. El slash es pródigo en remakes, secuelas, precuelas y reboots, dispuestos a tirar tanto de la cuerda para hacer caja que la cuerda terminó por romperse. Hasta que, en 1996, dirigida por Wes Craven y con guión de Kevin Williamson, llegó Scream.

El terror puede gestarse dentro o depositarse afuera. Ser la gota en la piedra de Edgar Allan Poe o los electrodomésticos animados y enloquecidos de Stephen King. Scream, como todo el slash, continúa plantando el origen del terror fuera de nuestro sistema nervioso. Pero, a diferencia del slash íntegro, hace slash autoconsciente y así lo reinventa por primera vez, mediante la ironía explícita acerca de sus propias reglas que, en un doble movimiento perpetuo, reconoce en su ejecución y transgrede en su burla.



La Scream inaugural ofrece todas las delicatessen del menú posmoderno, gatilladas por la pregunta telefónica erigida en leitmotiv de su asesino serial en la formidablemente compacta secuencia de apertura que oficia de prólogo (ay, aquella inocente Drew Barrymore con peluca a la que se le quema a estallidos el popcorn): “¿Cuál es tu película de terror favorita?”. De ahí en más, Scream hará metacine con su sub-género, subvertirá el cliché al discutirlo en escena y deconstruirá los códigos a los que pertenece para reconstruirlos en su trama. Porque no obstante cuán autorreflexiva pueda ser Scream, invitándonos a participar en la trivia y debate del slash, nos escamoteará hasta el final la identidad del asesino, cumpliendo al pie de la letra el juego del whodunit?. Es terror en tiempos del auge de la posmodernidad; por ende, terror en clave de comedia, al que le brotará su ramificación estrictamente humorística en la saga Scary Movie.




Los personajes de Scream saben que están involucrados en una historia slasher. Randy Meeks, el empleado de videoclub, es el experto teórico encargado de recordar las reglas de supervivencia en ese hábitat, constelado de citas discursivas y visuales a películas del género y clásicos del terror: la “scream queen” Jamie Lee Curtis, hija de la Janet Leigh de Psycho, es, como protagonista de la Halloween de John Carpenter, la presencia televisiva reinante en la fiesta adolescente que acabará en un tendal de muertos; cameos y guiños cinéfilos (la Linda Blair de El exorcista en la piel de una periodista de brevísima aparición; el propio Wes Craven como un circunstancial barrendero llamado Fred, vestido con ropa a rayas alusivas a Freddy Kruger, o la evocación de Carrie como fuente inspiradora de la fabricación de sangre artificial por parte del asesino Billy Loomis); un asesino (“Ghostface”) munido de un disfraz de tienda de barrio apto para un merchandising (léase: copias o réplicas) económico e inmediato, cuya máscara guiñolesca es un remedo de “El grito” de Edward Munch, ese paradigma de la “alta cultura”; profusión de citas a la cultura pop; y una exhibición constante de “saberes” que exponen los mecanismos del slash, en los que simultáneamente estamos atrapados porque la película nos lo informa todo, menos quién es el asesino.

Como buena pieza autoconsciente, Scream se juega al aire libre y a plena luz. La diáfana luz de California sobre el apacible pueblito de Woodsboro. Hasta los interiores están iluminados y el umbral exterior/interior se diluye por obra de una arquitectura signada por la presencia de grandes ventanas acristaladas y profusión de puertas con inocuos pestillos. No hay forcejeos en escalinatas interminables (secuencia previsible convertida en objeto de burla: “ah, sí, en lugar de salir por la puerta principal, la chica no tiene mejor idea que lanzarse escaleras arriba”), largos pasillos ni baños o habitaciones convertidos en trincheras; ni hablar de una “panic-room” como la que acogiera a Jodie Foster en el filme homónimo. Es una estética de apertura y no de encierro: se parte el reloj y se muestran las piezas de relojería.



No hay, tampoco, innovaciones formales. Este terror prescinde inclusive del arsenal formalmente ortodoxo disponible. No hay plano cenital, plano detalle, alarma sonora, lentes anamórficas, pantalla partida, interpelación a cámara, montaje disruptivo, cámara lenta, cámara en mano o found footage. A nadie se le ocurre una escena como la escena de la ducha en Psycho, pero sí decir “Como dijera, en Psycho, Norman Bates…”. Eso es ser lúdicamente posmoderno al filo del S. XXI.

Scream 1 y Scream 2 continúan y ahondan, exaspérandolo, el planteo autorreferencial. Ahora tienen a Scream como insumo: tienen su propio clásico. La saga se torna, entonces, antropófaga. Y continúa donde el terror tradicional termina, con el asesino muerto y la heroína a salvo, por el sencillo hecho de que el asesino usa un disfraz. El dolor no se le ha inscripto en el cuerpo. No tiene cicatrices ni estigmas. Cualquiera que desee vengarse de Sidney Prescott, esa “final girl” virginal y sensata que termina liquidando a su perseguidor cara a cara, puede tomar la posta de Ghostface (lo que torna imposible, por definición, una precuela), en una continuidad que no es secuela ni remake, sino una variación del original donde los mismos recipientes (es decir, las reglas del slash conforme la estructura que Scream les ha dispuesto) se llenan con distinto contenido.

Scream 2 (1997) se abre con la fachada de un cine en cuya cartelera se alza, como un mascarón de proa, un inmenso cuchillo de utilería activado por una mano mecánica. Se proyecta una preview de “Stab”, una película inspirada en los asesinatos de Woodsboro (i.e., inspirada en Scream), que ya han generado su propio libro, escrito por la periodista Gale Weathers, una mediocre asumida que sueña con un premio Pulitzer. Una legión de fans viste el disfraz de Ghostface. Toda esa sala de cine es un tributo a Scream, desde la forma de la boletería hasta la tiendas de artículos de regalo, tanto como la saga es un tributo a los amantes del género, un previsible y por lo tanto encantador objeto devocional que despliega sus muestras de ingenio.

Una Mischa Barton con peluca evoca, en pantalla, a la Drew Barrymore de una secuencia inicial ahora icónica. Mientras Casey Becker es asesinada en pantalla, cae, de espaldas a la pantalla y frente a los espectadores, la espectadora Maureen Evans (la actriz negra Jada Pinkett), que había ingresado a la sala cuestionando las reglas del género (“aquí los negros nunca son protagonistas”). Se agudiza la puesta en abismo.

Randy Meeks teoriza sobre la calidad de las secuelas en la escuela de cine y Cici Cooper muere a manos del nuevo Ghostface mientra la televisión proyecta Nosferatu. La slasher movie respeta sus reglas, tensándolas al máximo: los hombres (incluidos los padres, novios, detectives y guardaespaldas) son víctimas fáciles que no oponen resistencia y se revelan impotentes para custodiar a las chicas, las chicas le hacen parir a Ghostface el body count y los adultos en escena son cada vez menos y más idiotas.

Sidney Prescott es convocada por el teatro de la universidad a representar el papel de Casandra, la mítica vidente griega. Ensaya en un teatro griego de cartón pintado, con columnas de telgopor, al compás de una “Cassandra Aria” escrita por Danny Elfman y una danza de máscaras que incluye la de Ghostface. Es, nuevamente, la “alta cultura” parodiada. Es en ese escenario (en esa degradada réplica) donde Scream 2 alcanzará su clímax.

En Scream 3 (2000), el cine reproduce en estudios el pueblito de Woodsboro, donde se filma “Stab 3” (basada en los hechos de Scream 2), por iniciativa de una compañía llamada Total Entertainment. Por si quedaban dudas, este posmodernismo apunta al entretenimiento total. La inoxidable Sidney Prescott vuelve desde un exilio de supuesta alta seguridad a confrontarse con su pesadilla. Ha regresado Ghostface y, también, el juego de espejos. Cada personaje tiene su doble de ficción, bautizado en la vida “real” con el nombre de un actor famoso. Cada personaje (de ficción) se mueve entre un ejército de copias. Vemos una película en la que se filma una película inspirada en una película que ya hemos visto. Es el canibalismo de Scream, cuya “historia” ha progresado y continúa alimentándose de sí misma.



La autoconciencia es feroz. Gale Weathers, que persiste en alcanzar el estrellato periodístico, se indigna: “no quiero que me maten en ‘Stab 3’, una película de segunda clase que irá directo a video”. Scream se burla de su estirpe bastarda. El nuevo asesino, bajo la misma máscara, deja pistas a la policía, bajo la forma de fotos juveniles de Maureen Prescott, la madre de Sydney, cuya enigmática vida y posterior asesinato han desatado la debacle. “Muy Hannibal, muy Seven”, apunta el detective asignado al caso.

Sydney descubre que su madre fue una aspirante a actriz de segunda clase, amparada en un seudónimo. Recorre su antiguo cuarto adolescente, que es en verdad un cuarto de utilería. Una puerta del decorado, cuyo umbral da al vacío, le salva la vida cuando el asesino intenta atacarla. Es el cine quien salva, en sentido literal, a Sydney Prescott.


Randy Meeks deja un video póstumo, donde advierte a los personajes que pueden estar protagonizando, esta vez, el cierre de una trilogía (“como El Padrino, como Star Wars”). La regla de oro de ese cierre es: “ahora se descubre la falsedad de algo que, en el pasado, se creyó verdadero”.

Se trata de la falsa creencia de Sydney Prescott respecto de la identidad del asesino de su madre. Primero, un tal Cotton Weary que, encarcelado injustamente durante un año, ahora solo quiere tener su propio programa de T.V. (“100% Cotton”). Luego, un tal Billy Loomis, asistido por el fanático de turno y rematado por Sydney en defensa propia. Ahora irrumpe en pleno set cinematográfico un medio hermano de Sydney, abandonado por su madre en sus épocas de aspirante a actriz. Filmó sus infidelidades con el padre de Billy Loomis, infidelidades que provocaron que la madre de Billy abandonara su hogar. Esta vez la madre de Billy entra en acción, enardecida por la muerte de su hijo (“lo crié, lo eduqué, lo guié”, aúlla aferrándose al cuchillo).  

El móvil de la venganza, típico del slash, cierra su círculo: una madre que busca vengar el homicidio del hijo y dos hijos abandonados por su madre. La venganza se ancla en el núcleo familiar de origen y tiene a la figura de la “madre” como epicentro del drama.

Con el móvil así cerrado y la última mamushka puesta en fila, ¿cuánto metacine puede resistir el cine sin virar del entretenimiento al tedio? Si alguien debe morir en Scream 3, es el teórico Randy Meeks. Sí, Scream es implacablemente ingeniosa, pero… ¿para qué?. Tanta sintaxis audiovisual posmoderna… ¿para qué? Huele a bomba de estruendo. A efímera pirotecnia y purpurina.

No es poco que el slash se haya reinventado pensándose y convocándonos a pensarlo, pero… ¿en qué estamos pensando cuando pensamos en Scream?

¿Recorremos el espinel del slash para descubrir de una buena vez quién se cargo a la mamá de Sidney Prescott? Para aguzar la mente tenemos el sudoku, los rompecabezas y los crucigramas.



¿Lo hacemos para confirmar el “estatuto de realidad del cine”, al menos del cine de terror, que vuelve más creativos a los psicópatas (Scream dixit) y se cuela bajo la puerta de casa como un agua negra?

Si esa es la influencia del cine en lo “real”, no nos alcanza y nos atemoriza un poco. Porque queremos que el cine no solo nos divierta y deje de darle ideas a los psycho-killers (aunque ya sabemos que la culpa no es del cine, como tampoco lo es del heavy metal o los ojos de vidrio de Marilyn Manson, eterno chivo expiatorio de la crónica roja) sino que también pesquise los síntomas de las patologías de la “realidad” y nos haga ver, aun en la elipsis y el fuera de campo, lo que no hemos visto, en lugar de influir en lo que ya conocemos.

Que el cine puede pensarse a sí mismo como una “esfera de saber” autónoma, como la pintura a partir de Cézanne, es ya un dato, como mínimo, desde que Pierrot le fou giró su cabeza para interrogarnos y Godard inventó un nuevo alfabeto fílmico dinamitando la lógica lineal del “gran relato”. Dado que Scream hace gala continua de su talento de artefacto desmontable, nos incita a pedirle un poco más para no etiquetarla, en definitiva, como un juguete inocuo. Quince años después de que la supuesta “trilogía” Scream reinventara el slash triturándolo con el mortero de la posmodernidad festiva, llega Scream 4 (2011) para asustarnos de verdad.  

II.                             El móvil desolador

El “metacine”, como todo lo “meta”, es una formidable práctica onanista. Se encierra en el baño y no puede parar. De procurarse un placer en espiral que parece no tener fondo. Si los personajes de la “trilogía” Scream sabían que protagonizaban una slasher, Ghostface filma Scream 4 mientras la vemos. No se trata solo de un aggiornamento a la tecnología 2.0 mediante el reemplazo de cámaras de TV y cintas de VHS por  plataformas digitales o el uso de teléfonos móviles, en lugar de aparatos fijos, para lanzar la célebre pregunta que dispara la cacería o comunicarse enfermizamente con las víctimas.

Se trata de orquestar un supuesto “making of” en tiempo real, del que nos enteramos recién al terminar la película - porque Scream 4 sigue siendo cine, es decir, la capacidad (entre otras) de estar un paso adelante con un as en la manga. Lo que continuaría siendo un divertido festival de cajas chinas, si la vuelta de tuerca final no consistiera en un desplazamiento brutal del móvil homicida: en Scream 4 no se mata para vengar un trauma infantil, sino para ser famoso. El grado de espesor psicológico del asesino es igual a cero.

Con el especialista Randy Meeks muerto y enterrado, la depositaria de la “enciclopedia” slash pasa a ser una mujer (Kirby, encarnada por Hayden Pannetiere). Las adolescentes han colonizado Scream. Son las únicas que ejercen poder, toman decisiones y motorizan la acción. Cualquier acusación de misoginia ha quedado atrás. 



Los adultos están borrados del mapa y mamá no es ni siquiera un recuerdo que vuelve para atormentarnos, sino un obstáculo circunstancial que se despacha como un paquete, clavándole el cuchillo por la ranura del correo de la puerta de casa. Es el asesinato más rápido y aséptico de toda la saga: liquidar a mamá como un trámite. Esta vez, mamá aparece viva en una sola escena, con cara de estar en Babia y para decir una idiotez. Lejos quedaron los padres de Casey Becker, la víctima fundacional que se arrastraba ensangrentada sobre el césped implorándoles ayuda, sin que la escucharan ni la vieran, como única posibilidad de salvación.  

La sed de fama estaba ya presente en Scream en los personajes de Gale Weathers y Cotton Weary, con la diferencia de que ninguno de los dos se había mostrado dispuesto a hacer sencillamente cualquier cosa con tal de obtenerla. Esa fama, además, tenía una connotación “positiva” asociada (ganar un Pulitzer en el caso de Weathers; conducir un programa televisivo y seducir mujeres, en el de Weary). La fama perseguida en Scream 4 está reducida a su núcleo puro y duro: ser visto y que hablen de uno, básicamente en las redes sociales. “Yo quiero aparecer en Internet”, afirma resueltamente Jill, la primita de Sidney Prescott devenida asesina porque no soporta el estrellato de Sidney. “Quiero que me vean…Y para que me vean, tiene que pasarme algo, tiene que pasarme algo malo”. Es la síntesis perfecta de cómo alcanzar la fama y en qué consiste: el peaje del escándalo y la difusión de la imagen, especialmente en las redes sociales.  

“Quiero estar en Internet porque ahora nadie lee… no quiero admiradores, quiero fans”, agrega. Y ese será todo su discurso. El hecho de que nadie (o muy pocos) leen parece confirmarlo la presentación del libro en el que Sydney Prescott narra sus desventuras, a la que asisten un puñado de vejetes en una sala desolada. La pregunta que nos estremece ya no es “¿cuál es tu película de terror favorita”?, sino “¿qué harías para ser famoso?”. “¿Qué harías?” y no “¿qué estarías dispuesto a hacer?”, porque ya sabemos que la respuesta es todo.

En este contexto, cualquier atisbo de sexo ha desaparecido. Se ha barrido todo espacio de intimidad, como la habitación en la que Sydney Prescott consumara, con Billy Loomis, su primera relación sexual (puesta en un púdico off por la sobreimpresión de un topless de Jamie Lee Curtis), en el origen de la saga. No hay mandatos transgredidos ni violación de prohibiciones de entrecasa. La nueva Ghostface parece estar en lo cierto: a estos chicos, que parecen tenerlo todo, no les pasa nada, en el sentido de estar atravesados por la densidad de una experiencia.

Billy Loomis lo profetizó a medias en Scream: “todo es más escalofriante cuando no hay un móvil”. Debió haber dicho: lo realmente aterrador es que el móvil sea banal y que matar sea como hacer zapping.

La “banalidad del mal” infligido en Scream 4 no se conecta con el que describiera Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén, en el marco de una maquinaria criminal planificada que recluta deliberadamente a sus engranajes-autómatas. Se vincula, perturbadoramente, con el mal subterráneo que corroe, como un virus, los serenos interiores universitarios de Elephant (Gus Van Sant, 2003), al compás de la melancólica sonata Für Elise.

Adolescentes monosilábicos y apáticos que encargan armas por correo y acaban desencadenando una masacre escolar sin que se les mueva un músculo. Adolescentes bobalicones desesperados por saltar al estrellato, que no trepidan en lacerarse con tal de capturar un flash. Hay que ver a la pequeña Jill golpearse obcecadamente la cabeza contra un espejo, arrojarse de espaldas contra una mesa de cristal, apuñalarse con esmero, rasguñarse como un gato suicida y arrancarse pedazos de cuero cabelludo para que la prensa la adopte como víctima y la justicia no la señale como victimaria. La secuencia es estremecedora, aunque se asemeje a un cómic en cámara rápida.

Idéntica autodestrucción calibrada acometían Billy Loomis y su cómplice en Scream, pero solo para no ir a la cárcel. La de Jill lleva estampada una dedicatoria: “a la prensa, con desesperación”.

No es casual que el único personaje de la saga que está conforme con ser quién es (el policía Dewey Riley) sea, a los ojos de los demás, un bueno demasiado bueno, un bueno bobo que “no hará carrera”, y que ese juicio parezca imponerse en el relato a la genuina inteligencia de Riley, la de saber que no hay carrera que compense el goce del instante que pasa y su amor perseverante por Gale Weathers (que también luce un tanto bobo, como Riley). Riley es, no obstante, el único que posee una “vida interior”. Quizá por eso sobrevive, como un auténtico die-hard, cada embestida de los sucesivos Ghostface y los cuchillos que le lanzan no se le clavan de punta sino de mango. Su longevidad parece asegurada. 



El terror en Scream 4 comienza a nacer adentro, contemplando estas vidas que son más bien “duraciones” anodinas, páramos cargados de gadgets y vaciados de sentido. ¿Cómo culpar a Jill de buscar la fama como sustituto de ese sentido ausente, de ansiar con todas sus fuerzas que le calcen una corona en público? Quizá toda la Historia (oficial) de los hombres sea, en última instancia, el repertorio de los anhelos personales y obstinados de esa corona de lata. Papas, emperadores y príncipes; cruzados y burócratas; políticos en carrera y funcionarios serviles; intelectuales genuflexos y rentados. La Historia como las historias de los egos, de los narcisismos individuales mal resueltos y desatados a expensas del prójimo.




Dado que la vida de Jill es un monitor con la línea plana, ¿cómo podría conmoverla el acto de dar muerte o caminar por la cornisa para abolir el letargo del anonimato?

Veamos esa tremenda secuencia de Scream 4, en la que Jill alcanza su objetivo. La sacan en camilla de la escena del crimen y están a punto de meterla en la ambulancia. Los flashes se derraman, como agua bendita, sobre su cuerpo destrozado por voluntad propia. Tajeada y sangrante, Jill ve cómo se abren las puertas del paraíso, es decir, de la web. Cientos, cientos de miles repetirán su nombre y verán esta escena. Y ella sonríe, embriagada, envuelta en un halo de radiante estupidez.