Botonera

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25.4.24

XII. "EN TRÁNSITO. FORMAS DE ESTAR EN EL MUNDO", Revista Shangrila nº 45, Valencia: Shangrila, 2024.



LA OBRA MAESTRA INCONCLUSA
UN PASEO ENTRE RUINAS, TALLERES Y MUSEOS
[fragmento inicial]

Ricardo Baduell




El mito es la nada que lo es todo.
Fernando Pessoa, Ulises

La una era la otra
y las dos eran ninguna.
Federico García Lorca, 
Casida de las palomas oscuras

¡No me vengáis con conclusiones!
La única conclusión es morir.
Fernando Pessoa, Lisbon revisited (1923) 



El genio de la materia

Marcel Duchamp no reparó el Gran Vidrio. Hecha la rajadura, no volvió atrás. Jamás intentó restituir la obra al origen ideal representado por su forma acabada ni al estado prístino y completo de lo recién dado a luz. Nunca borró la huella accidental. Esa grieta inesperada, en adelante inseparable del cuerpo así arrojado de su idea matriz y situado para siempre más allá de ésta, permaneció desde entonces atravesada en el cristal, como una huella de la muerte o de la destrucción posible en la idealmente inmortal ilusión del arte. Una firma del devenir, incorporado justo allí donde todo suele armarse en su contra: en lo fijo de la imagen elaborada a conciencia hasta su versión definitiva, refractaria de lo casual, aunque una obra que permite ver a través de su materia lo que no forma parte de ella ya parece abierta a las perturbaciones de la contingencia.


Piedad Rondadini, 1564, Castello Sforzesco, Milán
Obra inacabada en la que Miguel Ángel estuvo trabajando
hasta seis días antes de morir



Pero el accidente puede anticiparse a la conclusión del trabajo artístico e incluso ser decisivo en éste, y hasta volverse su motor generador. Es un rasgo característico del arte moderno, aleatorio y materialista, en oposición al clásico, cuyo modelo, platónico, respondería a una concepción ideal y completa que se materializa a través de la materia dominada. Queda en suspenso el misterio de lo inacabado en Miguel Ángel, sin mencionar el valor acordado a los esbozos de Leonardo, por ejemplo, pero cabe destacar una diferencia por la que esta falta de remate se nos aparece hoy como una posible expresión en plenitud, cargada de poder sugestivo, en lugar de como una fase interrumpida hacia otro estado presumiblemente superior al ser el definitivo. La percepción, en retrospectiva, de un fenómeno separado del observador por siglos de experiencia tan ajena al objeto en cuestión como al sujeto convocado difumina el tiempo transcurrido, así como su cadena de causas y consecuencias, y aporta a esa obra preservada el aire de un acontecimiento fatal e incorregible. Los brazos de la Venus de Milo no le faltan al helenista contemporáneo y estar al tanto de la policromía original de estatuas semejantes no borra la impresión de la palidez del mármol. La idea original detrás de cualquier forma deliberadamente creada, si no se extravió o cambió sustancialmente durante el proceso creativo, difícilmente sobreviva ilesa a su exposición a los azares del mundo. ¿Pero era tan clara esa fuente de la que manó? ¿En qué medida era atribuible a una conciencia hecha, en caso de que lo haya sido, a imagen y semejanza de la que todo lo conoce sin error? ¿Existe ese modelo o, si resulta tan incierta su presencia como la adecuación de la figura a su representación, es porque uno y otra son imaginarios? 

Toda clase de accidentes se interponen entre obra y público, pero no sólo cumplen ese papel de muro o espejo deformante sino también, y no a menudo tan sólo sino incluso continuamente, median entre una y otro. El encuentro del aficionado con el objeto de su afición, especialmente cuando es descubrimiento y más aún si es el inicio del culto a una firma, aun propiciado por comentarios y referencias, suele deber muchísimo a la casualidad, a la coincidencia afortunada entre una exhibición y su propia presencia. De pronto, un roce hace chispa y el fuego prende; su brasa puede durar toda una vida. Pero lo mismo ocurre antes entre creador y creación, entre esa potencia manifiesta de improviso a la luz de una idea original y el acto progresivamente consumado que da a luz en la forma final de la materia trabajada. Se conoce el caso de Coleridge, quien compuso en sueños, durante un trance onírico debido al opio, su poema Kubla Khan (1797) y empezó a transcribirlo en cuanto despertó, pero fue interrumpido por una visita tras la cual jamás logró recordar cómo seguía, viéndose forzado de este modo a un desenlace abreviado. La anécdota testimonia la fe en la inspiración por parte de los admiradores de este poema y de los creyentes en su excelencia, pero hay en esa presunción de certeza, cuya prueba sería lo irrecuperable en la vigilia de lo que fue dado en sueños, una apuesta por lo intangible que tiene bastante de religioso, al menos mientras se deje en supersticioso suspenso la respuesta a la pregunta sobre el origen de la voz que oyó Coleridge o la visión que tuvo. Dejar de hacerlo tampoco garantiza el desvelamiento de una verdad o la confirmación de hipótesis alguna, pero eso no impide formularlas. ¿Qué veía Coleridge en su sueño y a quién pertenecía la voz que compuso el poema mientras tanto? De lo primero se puede suponer que se trataba de una elaboración inconsciente de la lectura que precedió a su sueño, donde se describía aquel palacio soñado a su vez por Kubla Khan, que el poeta jamás había visto. De lo segundo cabe deducir algo parecido: un producto de la lengua formada en Coleridge por sus lecturas, su oído, su época y su escritura previa. Joseph Brodsky afirma en un ensayo que la musa es el lenguaje, en su caso la lengua rusa. Fernando Pessoa, disfrazado de Álvaro de Campos, escribió: “Los antiguos invocaban a las musas. / Nosotros nos invocamos a nosotros mismos”. Si es así, responda o no, aparezca o no, sean o no decepcionantes la aparición o la respuesta, lo divino cede a lo humano y lo esencial a lo circunstancial en la práctica artística, destilación de una esencia sin existencia previa a partir del encuentro entre un médium sin más allá y unos materiales reunidos más por azar que por destino. Es lo que Baudelaire parece señalar en El pintor de la vida moderna: el deslizamiento colectivo hacia un gusto atraído por la inspiración de lo casual, contingente en lugar de necesario, mortal en vez de divino, del cual Godard parece hacerse eco cuando al comienzo de su carrera declaraba, declinándolo como tanto otro artista de los principios baudelaireanos, “lo que yo busco es lo eterno en su apariencia más frágil”. Sin embargo, esa aparente ligereza liberada del peso de los dioses lleva una carga explosiva que, ajena a lo decorativo, excede la complaciente inocuidad de lo pasajero y deja en cambio, suspendida en el aire, la potencia de una catástrofe que puede estallar en cualquier momento.


[...]



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24.4.24

XI. "EN TRÁNSITO. FORMAS DE ESTAR EN EL MUNDO", Revista Shangrila nº 45, Valencia: Shangrila, 2024.



LO BELLO Y LO TRISTE
ACERCA DE LA NOCHE DEL CAZADOR (CHARLES LAUGHTON, 1955)
Y LOS CONTRABANDISTAS DE MOONFLEET (FRITZ LANG, 1955)
[fragmento inicial]

Mariel Manrique






Desconfiad de los falsos profetas que se cubren
con pieles de cordero pero que en su interior
son fieros como lobos. Por sus frutos los conoceréis.

Mateo, 7: 15-23
Versículo leído por Lillian Gish a un círculo de niños 
al inicio de La noche del cazador,
sobre el fondo de un cielo estrellado. 



Se supone que hay un momento de la vida en el que se produce el tránsito de la infancia a la adultez, el “coming of age” de los cuentos infantiles o las novelas de aventuras. El falso predicador Harry Powell tenía escrita, en los nudillos de su mano izquierda, la palabra HATE (“ODIO”). Un nudillo para cada letra. Y la palabra LOVE (“AMOR”) en los nudillos de la derecha. Entrelazaba los dedos y hacía combatir las manos como animales salvajes, para ilustrar la lucha entre esas dos pasiones en una especie de hipnótico número circense. Pero era un embaucador. A él solo lo animaba una de esas pasiones en combate: el mal, el mal absoluto. Cómo sobrevivir al mal absoluto siendo niño quizá sea el tema de La noche del cazador (1955), basada en la novela homónima de Davis Grubb (1953), única e inclasificable película del actor y dramaturgo Charles Laughton, su epifanía, su one-hit-wonder.

Powell mataba viudas para hacerse de su dinero (un fajo de dólares escondidos en un azucarero, por ejemplo) y entablaba conversaciones cínicas con Dios en las que le agradecía que siguiera dándole la oportunidad de acumular billetes para divulgar su prédica. “No te preocupa que mate”, le decía a Dios. “Tu libro está lleno de muertos”, remataba, mientras conducía un auto robado por una ruta de West Virginia, en plena Gran Depresión. Por el robo del auto fue tres meses a la cárcel de Moundsville, donde conoció a Ben Harper, condenado a la horca por asesinar a dos empleados de banco para hacerse de un botín que pusiera a sus hijos a salvo de la pobreza. 

“Estoy cansado de ver a los niños vagando por los bosques buscando qué comer, durmiendo en coches viejos y abandonados, ateridos de frío. Me prometí que los míos no pasarían por eso”, le contó Harper, hablando con las palabras que James Agee había imaginado en el guion, el mismo James Agee que con el fotógrafo Walker Evans había recorrido durante ocho semanas Alabama para la revista Life, en el verano de 1936, para dejar constancia de la extensión pavorosa de la indigencia americana bajo el título Let Us Now Praise Famous Men (1941). Powell asedió a Harper en la celda para que le revelara el escondite del “tesoro”, pero no consiguió arrancarle una palabra (Harper llegó a ponerse un calcetín en la boca para no hablar en sueños). Perseguido por la policía a la salida del banco, había entregado el dinero (diez mil dólares) a su hijo mayor, John, antes de que lo arrojaran al suelo, lo esposaran boca abajo y se lo llevaran para siempre. 

“¡No! ¡No! ¡No!”, gritó John, que apenas tendría siete años, mientras se llevaban a su padre y él, azorado, se llevaba las manos al vientre. Dos cosas le había jurado a su padre cuando lo vio por última vez: que siempre cuidaría a Pearl, su hermana; y que nunca le diría a nadie adónde habían escondido su fortuna. En busca de un lugar imprevisible, Ben Harper había decidido que un buen sitio sería el interior del cuerpo de tela de la Srta. Jenny, la muñeca inseparable de Pearl, la hermanita menor de rizos desprolijos y ojos muy redondos. John cumpliría su juramento hasta el final, y en el proceso hasta ese final se haría hombre. Hombrecito. Huérfano y en la miseria, solo de toda soledad. 

El proceso fue el acercamiento progresivo e implacable del falso predicador hasta la casa de los niños; la seducción perversa de su madre, Willa Harper, empleada en la modesta heladería del matrimonio Spoon, a la que le colonizó la cabeza con sermones acerca de la corrupción del dinero y la culpa de gastarlo, en rituales de purificación en los que Willa terminó arengando en éxtasis al pueblo, antorcha en mano; la mentira acerca de que Ben Harper le había pedido que cuidara de ellos y le había contado que el dinero estaba en el fondo del río Ohio (y la lectura inmediata en el rostro purísimo de John de que por cierto el dinero nunca había estado allí); la boda con Willa y la negativa de Powell a consumar relaciones sexuales en nombre de un puritanismo exacerbado (y una sexualidad reprimida que sin embargo no le impedía la asistencia a espectáculos pueblerinos de striptease, mientras pensaba en cuánto odiaba a esas mujeres que se contoneaban, esas cosas perfumadas, perezosas y de cabellos ondulados, y retorcía en su bolsillo, hasta perforarlo, el cuchillo que llevaba siempre consigo, como un segundo falo); el inicio de un asedio despiadado a los hermanitos para que confesaran el escondite del tesoro; el asesinato de Willa al descubrir que ella finalmente se había dado cuenta de la cacería desplegada contra sus hijos; el ocultamiento del cadáver en el fondo del río, atado al asiento de un viejo Ford T; la nueva mentira, entre sollozos histéricos en la heladería de los Spoon, de que Willa los había abandonado en ese auto tras haber sido descubierta bebiendo aguardiente a escondidas en el sótano; y la fuga de los niños de la casa hacia donde decidiera llevarlos la averiada barca de su padre, reparada por un viejo, pobre y solitario pescador del pueblo, Uncle Birdie.

Cuando el anzuelo en el extremo de la caña de pescar golpeó una superficie metálica en la parte más profunda del río Ohio, Uncle Birdie se inclinó sobre el agua transparente y vio. Vio el cuerpo inmóvil de Willa atado al auto, sus cabellos sueltos y blandos flotando en esa nocturnidad como la hierba en la pradera, y el corte quirúrgico del cuchillo en la garganta, como una segunda boca. Se emborrachó y lloró desconsolado. Llevaba grabada en la existencia la máxima de que el hilo se corta por lo más delgado y asumió que lo culparían del crimen. 

John Harper había asistido al primer movimiento que lo expulsó de la infancia cuando arrestaron a su padre. No asistió a este segundo movimiento, a esta orfandad subacuática (Charles Laughton se lo ahorró y nos lo regaló desplegado como un naufragio en cámara lenta, en toda su tortuosa hermosura, solo a nosotros, sus espectadores, con Willa –Shelley Winters– convertida en una muñeca de cera, una bella durmiente definitiva), que bien puede considerarse una moneda de dos caras: en el reverso, Willa duerme en su descenso de muerte, acunada por la flora marina, ajena en su burbuja a los larguísimos juncos que flamean a su alrededor, como el velo vegetal de esa novia que no pudo ser; en su anverso, John se trepa a la barca junto a Pearl para huir del Mal, el falso predicador de traje, sombrero y alzacuello, con la apostura un tanto letárgica e increíblemente sexy de Robert Mitchum, que parece ya entrenando para ser Max Cady, el ex presidiario psicótico de Cape Fear (Cabo de Miedo, J. Lee Thompson, 1962). Mientras los niños ponen la barca en movimiento, Powell irrumpe y avanza, enorme y oscuro como un Frankenstein, y se queda gritando su impotencia como un poseso, con el traje puesto y el cuchillo en la mano, una suerte de boogeyman sumergido hasta el pecho en el agua bordeada de sauces. La barca emprende su viaje sin mapa con sus dos tripulantes y la muñeca a bordo, en una noche de cuento tachonada de estrellas.


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23.4.24

X. "EN TRÁNSITO. FORMAS DE ESTAR EN EL MUNDO", Revista Shangrila nº 45, Valencia: Shangrila, 2024.



EL TURISTA ACCIDENTAL
[fragmento inicial]

Irene de Lucas






El hombre de negocios debe llevar sólo lo que cabe en un equipaje de mano. Facturar es buscarse problemas. Añada varios paquetes pequeños de detergente para evitar caer en manos de lavanderías extrañas. Hay pocas cosas esenciales en este mundo que no vengan en tamaño de viaje. Un traje es suficiente si lleva sobres quitamanchas. El traje debe ser gris oscuro; el gris no sólo oculta las manchas, puede ser útil en caso de funerales inesperados. Lleve siempre un libro para protegerse de los desconocidos, las revistas no duran y los periódicos de otros lugares le recuerdan que no pertenece a ese lugar. Pero no lleve más de un libro. Es un error común sobreestimar el tiempo libre potencial, y en consecuencia, llevar más de la cuenta. Al viajar, como en todo en la vida, menos es invariablemente más.
Y lo más importante: nunca lleve consigo en su trayecto nada tan valioso o querido que su pérdida podría devastarle.


Macon Leary 
(extracto de la guía El turista accidental)




El turista accidental (Lawrence Kasdan, 1988) narra el recorrido de su protagonista, Macom Leary (William Hurt), hasta alcanzar una sonrisa, la primera desde la repentina muerte de su hijo adolescente, asesinado dos años antes. La genuina expresión de felicidad de Macon en primer plano es la imagen con la que Lawrence Kasdan cierra el filme, porque esa primera sonrisa de todo el metraje es el destino final del arco narrativo del personaje. Un arco que empieza con una maleta vacía sobre una cama de una habitación de hotel, un año después de perder a Ethan (Seth Granger) y dos escenas antes de que su esposa le pida el divorcio a Macon cuando regrese de este último viaje de trabajo. Sumida en una profunda depresión, Sarah (Kathleen Turner) ha llegado a la convicción de que no podrá superar a la muerte de su hijo si continúa a su lado. Porque él siempre ha creído que la gente es malvada y ahora ella se ve forzada a aceptarlo. Porque la misantropía con la que Macon amortigua su dolor es contagiosa y les condena a una existencia retraída. Porque se resiste a convivir el resto de sus días con ese dolor sordo pero incesante. Y porque piensa a menudo en suicidarse. “Mi única esperanza es salir de aquí, lejos de ti. Déjame ir”.

El durísimo monólogo de Sarah en esta escena no sólo lanza el conflicto argumental, sino que encierra todas las claves para entender el contexto de la historia y a su protagonista. En este sentido, como señalaba Kathleen Turner, aunque su personaje tiene un rol secundario y sólo aparece en tres momentos distantes de la trama, “el peso emocional de la aflicción, de la ira y de sus necesidades, recae en Sarah”. (1) Cada uno de los reproches que le hace a su marido (la soledad devastadora tras perder a su hijo, la reclusión característica de los Leary –la familia de Macon– y su particular incapacidad para sentir emociones y compartirlas con otro ser humano) son los puntos cardinales de esta historia. Y en el centro de todo se encuentra el carácter del protagonista: “Macon, sé que amabas a Ethan y sé que le lloras pero hay algo tan… reprimido en la forma en que sientes las cosas, como si intentaras deslizarte por la vida y salir indemne”. 

1. Entrevista a Kathleen Turner en 1988 con motivo del estreno del filme. The Bobbie Wygant Archive (www.bobbiewygant.com).

Macon se engaña a sí mismo –“no soy insensible, resisto, persevero”. Así se lo hace ver Sarah, y nos lo confirma la cámara, al enfatizar con un lento travelling de acercamiento al rostro de Hurt el hermetismo con el que encaja las hirientes palabras de su esposa: “No es casual que escribas esos estúpidos libros diciéndole a la gente cómo hacer viajes sin sobresaltos, para que puedan viajar a los lugares más maravillosos y exóticos del mundo sin que les conmuevan lo más mínimo y puedan sentirse como si nunca hubieran salido de su casa. Ese sillón con alas no sólo es tu logo, eres tú”.







Sarah se refiere a las guías que escribe Macon para “turistas” reacios a viajar, cuyo título comparten tanto la película como la célebre novela de Anne Tyler, de la que se adaptó el guion. Son turistas accidentales las personas que viajan contra su voluntad. Los que prefieren la comodidad de su casa y de sus rutinas, todo lo que les resulta familiar y conocido, a las aventuras y hallazgos inesperados que el azar depara a un viajero. Permanecer dentro de los confines del microcosmos individual que hemos construido, incluso en un contexto de imprevistos constantes, como son los viajes –y la vida misma– no es tarea fácil. Exige protegerlo de todo elemento externo susceptible de alterar ese frágil equilibrio del que depende nuestra zona de confort. El turista accidental debe ser disciplinado, autosuficiente y planificar para reducir el impacto de cualquier injerencia; todas, sin excepción, son indeseables, pues la única forma de preservar un statu quo es aislarse el máximo posible del mundo exterior. 

Las palabras de Sarah nos revelan que Macon es un turista accidental en su propia vida. Lo era antes de perder a Ethan, y más todavía después. De hecho, los extractos de su guía, cuya lectura en voz en off apuntala los momentos más importantes del filme, encierran todas las respuestas que no siempre encontramos en la sobria interpretación de William Hurt –fiel en todo momento a la impermeabilidad de su personaje. Así, sus consejos de viaje nos trasladan su filosofía de vida. Macon es un hombre que viaja ligero de equipaje, sólo con lo imprescindible, y jamás lleva consigo algo valioso, irremplazable. Se arma con una vestimenta que le permita afrontar cualquier temporal y con un libro que le sirve de escudo. Rehúye por norma lo desconocido y evita depender de terceros, pues sólo confía en lo que controla o conoce de antemano. Abandonado a una existencia minuciosamente calculada para protegerse, su leitmotiv, necesariamente, es que “menos es invariablemente más”.

Pero desde la escena en el avión ya se intuye el devenir de los acontecimientos. El azar sienta a Macon junto a un ferviente admirador del que no hay escapatoria posible: “Veo que tiene su libro para protegerse, ¡pero no le funcionó conmigo, eh!”. Su filosofía de vida tampoco le protegerá en la siguiente escena, con Sarah en la cocina. Ni el más avezado turista accidental puede prever lo imprevisible ni acorazarse por completo. Y las pérdidas se acumulan en su vida; primero su hijo, ahora su mujer. Sólo le queda un compañero de viaje: Edward, el perro de Ethan, que desempeña un papel clave como motor narrativo de esta historia.


[...]



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22.4.24

IX. "EN TRÁNSITO. FORMAS DE ESTAR EN EL MUNDO", Revista Shangrila nº 45, Valencia: Shangrila, 2024.



DE LA DIFICULTAD DEL TRÁNSITO
NEAR DEATH (FREDERICK WISEMAN, 1989)
[fragmento inicial]

Aarón Rodríguez Serrano




No puedo elegir el momento en el que inicio el viaje.
Deberé encontrar mi propio camino en lo oscuro.
Una sombra vaga bajo la luz de la luna:
Es mi compañera.

Wilhelm Müller, Winterreise.



Documentar el tránsito

En un artículo reciente que ha gozado de cierto predicamento en la esfera internacional, Eelco F. M. Wijdicks (2019) acuñaba el término “trilogía médica” para referirse a ese tríptico de películas dirigidas por Frederick Wiseman entre las que se incluirían Titicut Follies (1967), Hospital (1970) y la muy posterior Near Death (1989). La categoría no deja de ser resbaladiza y acepta infinitos matices, pero resulta parcialmente interesante en tanto apunta un buen maridaje entre el documental observacional y las instituciones que se encargan del cuerpo. Después de todo, y paradójicamente, el cine de Wiseman se puede entender como un trayecto vital a la inversa: de los cuerpos ancianos, enfermos y profundamente destrozados de su ópera prima hasta los cuerpos triunfantes que bailan, boxean o cocinan en su última etapa. Por momentos uno se sentiría tentado de sugerir que el cine de Wiseman ha sido, en muchos sentidos, un intento desesperado por ir incorporando paulatinamente la belleza a los encuadres, un responder cauto pero honesto a la fealdad del mundo a partir de breves chispazos de esperanza, creatividad y arte. 

El cuerpo sufriente, el cuerpo enfermo, forma parte del ADN del documentalista, y lo recorre desde lo más concreto de la enfermedad (1) hasta lo más explosivo de su exhibición. Desde el “defecto” de los cuerpos enfermos hasta el “exceso” de los cuerpos triunfales de Model (1981), Wiseman ha buceado con alegría y descaro en los extremos, combinando como suele ser habitual en su escritura la ironía más ácida con desarmantes fogonazos de piedad y empatía. 

1. Resulta curioso que Wijdicks deje de lado en su texto otra posible trilogía no muy lejana compuesta por Deaf (1986), Multi-Handicapped (1986) y Blind (1987).

En esta dirección, puede que Near Death sea una de las piezas más delicadas y complejas de toda su obra: habiendo transitado diferentes límites (la cordura, la ley, la guerra), de pronto su filmografía se enfrenta finalmente cara a cara con el problema mayúsculo, el problema de la desaparición absoluta de cada humano. Y no conviene engañarse: es un encuentro que Wiseman llevaba más de una década ensayando. Había acompañado a los soldados norteamericanos que se preparaban para la guerra de Vietnam en Basic Training (1971), había explorado las posibilidades de la espiritualidad en Essene (1972), había incluso rastreado a las instituciones que calentaban motores para un hipotético holocausto nuclear en la espeluznante Missile (1988). La muerte era convocada, película tras película, tratada al sesgo o sumergida en el fondo del discurso de las instituciones. Sin embargo, esa “cercanía” a la que hace referencia el propio título de la cinta se iría reduciendo hasta que en 1989, finalmente, se redujo al mínimo.

Atendamos, por lo tanto, al pórtico de la película.


Figuras 1 a 4


La película escribe su nombre con una sequedad absoluta, en un negro sobre gris (Fig. 1) que recuerda a otras producciones anteriores de la Zipporah, la productora de Wiseman. El detalle no es baladí: el director venía de experimentar durante más de un lustro con el color –como en The Store (1983) o en la propia Missile–, pero su decisión aquí tiene un tinte indudablemente ético: el tema parece exigir una cierta sobriedad, un comedimiento visual que lo hace en principio incompatible con las paletas que había manejado en sus propuestas anteriores. (2) Hay que volver al inicio. Sin duda era el blanco y negro el que le había permitido tratar con cierta distancia los vómitos, la sangre y los fluidos que punteaban diferentes momentos de Titicut Follies o de Hospital, los detalles físicos excesivos que allí quedaban de alguna manera distanciados, controlados, gélidos en su potencia matérica. La colorimetría jovial y casi chillona de Deaf o de Central Park (1989) no era compatible con una unidad de cuidados intensivos.

2. No es de extrañar, por lo demás, que durante la década de los ‘80 Wiseman oscile entre el blanco y negro y el color en una extraña danza. Curiosamente, muchas de sus películas de la época centradas en el cuerpo optan por la primera opción, mientras aquellas que parecen buscar temas externos se apoyan en una policromía intensa. 

En segundo lugar, la película comienza con dos interesantísimos planos que muestran una regata deslizándose por el Río Charles, situado en Boston. El primero (Fig. 2) está rodado marcando una potente línea horizontal, casi simulando una cierta frontalidad con los remeros. El segundo (Figuras 3 y 4) es una delicada oscilación en picado por el que la cámara “asciende” de la superficie del río hasta el horizonte de la ciudad. 

Ciertamente, podemos tomar estos dos planos como una más que interesante resonancia de lo que nos espera. Es cierto que Wiseman no es un director que admita fácilmente las lecturas simbólicas gratuitas. Antes bien, su cine se complace en una profunda reflexión sobre la materia concreta, un rozamiento buscado con la realidad del que únicamente en un movimiento posterior (y quizá siempre rozando la sobreinterpretación) podemos extraer algún tipo de lectura suplementaria. Pero ahí está el río, ahí el flujo del tiempo y el devenir, ahí los remeros que intentan atravesar la superficie de un lado a otro sin hundirse. La idea de vincular ese agua inicial con la muerte, con el estado comatoso, con el no-existir (“Mi marido existe, pero no está vivo”, dirá en algún momento una de las familiares que vagan por el hospital) es una tentación que se redobla por el hecho mismo de que la cámara de Wiseman se centre en pacientes con problemas respiratorios. Pacientes que, dicho bruscamente, se ahogan minuto tras minuto de metraje mientras la cámara retrata su agonía. 

Algo similar se puede decir de ese plano que asciende (Figuras 3 y 4), pero que en ningún momento se deja atrapar por el cielo. La línea compositiva siempre deja la mayor parte del peso visual en el agua, permitiendo que la vida cotidiana de los sujetos (los puentes, las avenidas, el tráfico) sea como una especie de delicado espacio liminar entre lo terrenal y lo etéreo, lo acuoso y lo celeste. Como su propio encuadre subraya, Wiseman no se dejará llevar nunca por la explicación teológica del sufrimiento ni por la justificación de una postura más o menos “divina” que pueda apoyar o impedir la desconexión de los enfermos que no tienen salvación posible. El mundo está presente, ocupa el encuadre, mientras que Dios simplemente se despliega al fondo, silencioso, gris, indescifrable. Los seres humanos, ciertamente, ya hacen mucho con no perecer ahogados en su tránsito.


Apuntes sobre el tiempo y la estructura

A partir de este río –que reaparecerá, por cierto, en el plano final de la película–, la cámara de Wiseman se irá introduciendo en la UCI del Hospital Beth Israel con todo cuidado...

[...]



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21.4.24

19.4.24

VIII. "EN TRÁNSITO. FORMAS DE ESTAR EN EL MUNDO", Revista Shangrila nº 45, Valencia: Shangrila, 2024.



EN UN PAÍS QUE ES TU IMAGEN
[fragmento inicial]

Javier Oliva





Manifesté mi sorpresa al ver la atención que él concedía a aquel género de espectáculo derivado de un arte bello inventado para la masa ignara. No sólo
parecía considerar a ese género en condiciones de obtener un superior desarrollo; daba la impresión de estarse ocupando ya en tal propósito. 

Heinrich von Kleist



Las seis películas que filmó Josef von Sternberg con Marlene Dietrich para la Paramount transcurren esencialmente en lugares exóticos, pero no para conducirnos a la ensoñación o la utopía. Estamos lejos de Shangri-La. Son películas muy estilizadas, llenas de contrastes, en las que el viaje en el espacio refleja un recorrido interior. Oriente, en sentido amplio, es el lugar en el que dejan de regir las normas morales cotidianas y los deseos pueden cruzar el umbral del inconsciente, e incluso llegar a cumplirse en una especie de realidad en segundo grado, a la que se accede por la puerta trasera del estereotipo. Allí, lejos del mundo burgués construido en torno al principio de precaución, de sus falsas seguridades y sus regulaciones estrictas, todo puede suceder, y los seres humanos deben estar constantemente alertas para enfrentarse a elecciones decisivas. Esa disponibilidad, esa apertura, lo transfiguran todo.

La mejor descripción de ese lugar la hizo un personaje, Poppy, interpretado por Gene Tierney en una película que Sternberg realizó después de haber viajado personalmente a Asia, The Shanghai Gesture (El embrujo de Shanghai, 1941):

El resto de lugares son como jardines de infancia si se los compara con este. Huele a algo increíblemente maligno. No pensaba que pudiera existir un lugar como este, salvo en mi propia imaginación. Tiene un aire de familiaridad espantoso, como un sueño que se recuerda a medias. Aquí podría suceder “cualquier cosa”... en cualquier momento...

Las películas con Marlene Dietrich están rodadas esencialmente en estudio y no tratan de reflejar ninguna realidad existente, sino de crear un universo autónomo, cuya vibración pueda iluminar de algún modo el tránsito personal de cada espectador. En palabras del cineasta: “El mayor valor de la cámara –su valor único y soberbio– reside en el movimiento, y no solo en el movimiento visible, sino en el que imprime en el pulso del espectador”.

En Morocco (Marruecos, 1930), una mujer a la que encontramos en un barco en medio de la niebla, sabiendo únicamente que no necesitará la ayuda de ningún hombre, acaba internándose en el desierto para seguir a uno.

En Dishonored (Fatalidad, 1931), una mujer plebeya se desplaza desde Viena hasta los confines de un imperio en descomposición, enfrentándose a la muerte con el desapego de una aristócrata. Ser espía implica cambiar de identidad, como una actriz; alternar entre el teatro de variedades y la tragedia.

En Shanghai Express (El expreso de Shanghai, 1932), la película más clásica de la serie, el viaje aparece en primer plano. Un hombre y una mujer que fueron pareja vuelven a encontrarse en un tren que atraviesa un país en guerra civil. Ella se sacrifica para salvarlo a él, arriesgándose a ser condenada por sus prejuicios.

En The Blonde Venus (La Venus rubia, 1932), los viajes tienen lugar entre Europa y Estados Unidos, y la propia Norteamérica se convierte en un lugar exótico a medida que la protagonista desciende hacia el sur, mientras todo se va degradando. El motivo de la ruptura de la pareja, debido una vez más a la ceguera del hombre, se hace aquí más serio por la presencia de un niño.

En The Scarlet Empress (Capricho imperial, 1934), es la misma protagonista la que aparece en primer lugar como una niña, y luego como adolescente. Su respiración que agita la llama de una vela a través del velo nupcial es como el proverbial aleteo de una mariposa que crea, tiempo después, una tormenta en el centro del vasto imperio ruso.

En The Devil Is a Woman (El diablo es una mujer, 1935), el trayecto se hace circular. Síntesis final, y negativo irónico de Morocco: una mujer que no desea entregarse a ningún hombre huye con un hombre para hacer que despierte de sus sueños, para salvar su vida.

Más allá de su calidad individual, lo que destaca ante todo en estas películas es su carácter de serie, la recurrencia de figuras y motivos. Componen un retablo manierista en blanco y negro, una suerte de tema y variaciones en torno a la “mujer caída” –pero no “mujer fatal”, ni siquiera en la última película (cuyo título definitivo fue impuesto por la Paramount frente al preferido por el autor, Capricho español). Marlene Dietrich parecía predestinada a este rol: Marlene es una contracción que ella utilizaba desde niña de su nombre de pila, Marie Magdalene. En una dimensión más abstracta, el motivo sobre el que estas películas tejen sus variaciones son las esferas del deseo y la voluntad de poder (cuyo centro está en todas partes, y su circunferencia en ninguna, retomando la expresión de Pascal).

Son películas muy conocidas, incluso míticas (lo que no siempre ayuda a verlas bien). Sus huellas y resonancias se extienden desde la obra de Howard Hawks a la de Jack Smith o Werner Schroeter. No obstante, su recurso a lo convencional y su desprecio de lo verosímil las alejan del gusto contemporáneo. Corren el riesgo de convertirse en placeres exóticos para cinéfilos cultivados, o en meras fuentes de imágenes icónicas descontextualizadas para los nuevos flâneurs virtuales.

Son, por otra parte, películas sobre las que se ha escrito mucho. Este texto, como cualquier cosa que uno quiera añadir a una amplia bibliografía, tiene también algo de variaciones sobre temas ajenos. Como guía para el viaje, nadie mejor que el propio Josef von Sternberg, un hombre consciente de los límites de toda experiencia: “Para citar una vez más a Goethe: ‘La mayor felicidad que el ser humano puede conocer es la de explorar lo que es explorable, y venerar lo que es inexplorable’”.


Nuestra pretensión ha sido fotografiar un pensamiento

En los primeros años ‘30, Hollywood está aún engrasando la maquinaria del cine sonoro. Aún faltan unos años para la consolidación del periodo “clásico”, en el que se ajustarán los engranajes del modelo que, con algunas variaciones, se ha mantenido hasta el presente. Más allá de esas circunstancias, las películas de Sternberg presentan dificultades. Algunas de ellas nos seducen al instante, mientras que otras se nos resisten en mayor o menor medida: su contenido es banal, sus personajes y situaciones estereotipados; ¿estarán menos logradas? El cineasta pensaba que los críticos y espectadores “siempre te aprecian por razones equivocadas”.

Son películas que se califican a menudo de barrocas, como si quisiera sugerirse un desajuste entre forma y contenido, un alejamiento de los cánones del clasicismo. ¿Significa esto que son películas en las que, como si fueran sucesiones de cuadros en movimiento, el motivo es solo un pretexto para la elaboración puramente formal: los juegos de la luz y la sombra, la claridad de las composiciones y la elegancia de los movimientos de cámara, los fulgurantes efectos de sonido, la belleza abstracta de las áreas fuera de foco, de los decorados y los vestuarios, o las superposiciones de imágenes en los lentos fundidos encadenados? ¿Se refería a esto Sternberg cuando hablaba de abstracción?

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18.4.24

VII. "EN TRÁNSITO. FORMAS DE ESTAR EN EL MUNDO", Revista Shangrila nº 45, Valencia: Shangrila, 2024.



PASEO POR LAS RAMAS
[fragmento inicial]

José Saborit




1. Ángeles de madera

Nunca salgo de viaje sin mi libreta. Por eso puedo afirmar que aquella era la noche del 26 de febrero de 2002. Regresaba al hotel ligeramente embriagado por el vino de la cena y muy embriagado por los ecos de las voces del congreso de Bellas Artes que se estaba celebrando en la Universidad de La Laguna con el título Renovar la tradición. Cruzaba la plaza del Adelantado y el cadencioso sonido de mis pasos no lograba superponerse a la algarabía coral de las resonancias interiores. De pronto reparé en la presencia iluminada de los árboles. Se hizo el silencio y me detuve en seco, clavado sobre la arena. Creo recordar que había plátanos, magnolios, acacias, jacarandas. No era, por supuesto, la primera vez que me cruzaba con ejemplares semejantes, ni la primera vez que el encuentro me producía una agradable sensación de gratitud y bienestar. Tenía muy claro, desde muy atrás, que el benéfico influjo de los árboles sobre los humanos era una de las pocas certidumbres que no había terminado derrumbándose con los años. Sin embargo, lo que aquella noche del 26 de febrero de 2002 estaba ocurriendo era otra cosa, poseía una naturaleza muy distinta. Nada tenía que ver con el juicio o la intelección. Nada que yo pudiera discernir, averiguar o concluir. Se trataba más bien de algo que me atravesaba dulcemente colándose entre los huecos de las redes del entendimiento y del lenguaje. Un inesperado aire remoto, un olor como de linaje olvidado o de casa anterior a la primera casa me llegaba de más allá, de un más allá que era a la vez un más adentro, un más adentro y más afuera a la vez; un perfume infalible apaciguaba mi mente y, sin palabras ni argumentos, como solo el perfume sabe persuadirnos, venía a decirme que mi vida sería mejor si lograba orientarla hacia la compañía de los árboles. En silencio me lo decían los plátanos, las acacias, las jacarandas, los dragos, los olmos, los laureles…, y los magnolios me tendían sus raíces aéreas para que pudiera pensar en la paradoja de encontrar allí, en aquel aire lejano e intangible, algunas de mis más íntimas raíces. 

Uno va y viene y no deja de moverse mientras ellos permanecen enraizados, y si les presta la debida atención, a lo largo del tiempo se convierten en golpes rítmicos, hitos en el fluir de la vida misma. Presencias permanentes por debajo del cambio constante, asideros que permiten un andar más firme en el torbellino desordenado de los días. Tablas, refugios, compañía: ángeles de madera. 


2. Paraíso 

El mítico paraíso terrenal ha sido objeto de infinitas especulaciones y representaciones. Un hipotético catálogo daría cumplida cuenta de la heterogénea diversidad con que se manifiesta la imaginación humana. Sin embargo, hay una constante ineludible entre todas las variantes: cuesta imaginar un paraíso terrenal sin la presencia de los árboles. Y eso mismo ocurre con los paraísos íntimos de quienes hemos pasado la infancia (o al menos los veranos infantiles) en entornos naturales. No podemos concebir arcadia alguna sin la presencia y la compañía de los árboles. 

En uno de sus últimos libros, Fleurs (2021), Marco Martella nos recuerda unos versos de Novalis: “El paraíso está disperso por toda la tierra, he ahí por qué no sabemos reconocerlo”. El arte y la poesía, prosigue, sirven para reunir todos los pedazos del Edén dispersos por el mundo. 


Pieter Brueghel el Joven, El paraíso terrenal, c. 1626


Quienes queremos reencontrar el camino de regreso y persistimos obstinados en la búsqueda o en la reconstrucción del paraíso contamos, al menos, con dos pistas: por una parte, sabemos que está fragmentado y disperso por el mundo; por otra, que allí donde haya arte, poesía y árboles será más fácil encontrarlo. 


3. Bosque interior 

Habitar el tiempo y el espacio significa también ir encontrando árboles. Si podemos verlos es gracias al bosque que llevamos dentro, donde cada nuevo ejemplar que nos sale al paso encuentra su eco, su familia, su raíz. En ese bosque interior de la memoria tienden a enmarañarse felizmente confundidos los árboles reales, los árboles hablados y los escritos, los árboles fotografiados y filmados, los árboles pintados. No cabe distinción entre sueño y realidad, naturaleza y artificio. 

Vemos los árboles que nos salen al encuentro desde la altura y la fronda de nuestro bosque interior, pero también a través de sus claros, por entre sus huecos y rendijas. Cuando la espesura se adensa y la trama es tan tupida que obtura la visión, entonces, dejamos de ver. 

De ahí que nos resulte necesario practicar el olvido voluntario, que es una forma serena de ebriedad. Salir de paseo con poco equipaje, con la confianza y la agilidad que da saltar sin peso hasta encontrar lugares donde detenerse a mirar. Unos pocos árboles dispares bastarán, si no para sugerir un paraíso, al menos para dar cuenta de un breve paseo en el que los ecos y las voces, la imágenes y los reflejos se enredan en un cálido abrazo. Y eso es algo parecido a una casa. 

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17.4.24

VI. "EN TRÁNSITO. FORMAS DE ESTAR EN EL MUNDO", Revista Shangrila nº 45, Valencia: Shangrila, 2024.



¿PERO ESTO ES UN MAPA?
[fragmento inicial]

Carmen Pinedo Herrero



No preguntes el camino a quien lo conoce,
porque entonces no podrías perderte.

Najman de Breslev


Caverna de Bacho Kiro



No solo el miedo habitaba aquellas noches. También lo hacía la belleza. Imagina el cielo. ¿Qué luces, en la tierra, podrían atenuar su esplendor? ¿Unas pocas fogatas diseminadas en la inmensidad del territorio? ¿Unas teas resinosas? ¿La luminiscencia en las aguas, en algunas plantas, en algunos animales? No. Ni siquiera un incendio ni la violencia de un volcán podrían, con la desgarradura de su luz, oscurecer el cielo. Son terribles las noches, son hermosas.
Antes de que lo hiciera Polaris, Thuban indicaba el norte. Antes de que Thuban fuera la estrella polar, lo fue Vega. Volverá a serlo, como otras que la precedieron, como las que la han sucedido.
Recuérdame qué veíamos cuando alzábamos la mirada.
Un camino, dices.
Un camino. 
Aún lo recorremos.

*

La montaña es montaña y otra cosa: un animal –caballo, león, oso–, la cabeza de un hombre, la presencia mineral e imposible de un imposible dios… La montaña se asemeja a la nube en ese “ser esto y lo otro”, con la ventaja o desventaja, según se mire, de su permanencia como montaña y, a la vez, como algo que sugiere la forma de un dios, un animal o un hombre. Al persistir la altura como altura, con su perfil peculiar, adquiere su rango de “aquí” (“aquí fue”, “es aquí donde…”). 
Aunque la vegetación ha cambiado, los ancianos dicen que recuerdan la forma de esa montaña. Es aquí, insisten. Más vale que no se equivoquen: la supervivencia del grupo depende de su memoria. Es importante saber dónde se hallan los parajes en los que abundan las setas, en qué lugar pueden recogerse huevos de pájaro o hay un yacimiento de sílex para tallar buenas herramientas, o dónde encontraremos las charcas, lagos o ríos donde abrevan las manadas, o cuáles son los pasos más fáciles para acceder a un determinado lugar.
Es importante saber, es importante recordar.

*

No es extraño que sean los animales, los mismos animales cuyo rastro seguimos, los que abrieron la senda que ahora recorremos. Unos y otros compartimos la “búsqueda de un camino abierto, del mejor pasaje, del arroyo para beber o solo para disfrutar de la alegría del agua viva, del sol para calentar el cuero después del frío de una quebrada, del punto de vista de sobrevuelo sobre un valle que permite orientarse un poco y ver venir, de esa sombra para refrescarse al mediodía, de ese desvío para evitar el pico”. (1)

1. DESPRET, Vinciane, prefacio a MORIZOT, Baptiste, Sur la piste animale, Arles: Actes Sud, 2021.

¿Quién pasó primero por aquí? No es fácil saberlo. Podemos encontrar la marca que dejó el lobo en el lugar donde era previsible hallarla: una señal de su paso indica el camino más fácil, que es el que suele seguir ese animal y, por lo tanto, el que más nos conviene.
En cualquier caso, siempre podemos decir, ante una huella, lo mismo que dicen los Gwich’in, rastreadores amerindios del Extremo Norte: “Es un lobo. O bien otra cosa. O no. Tal vez”. Nos lo cuenta la antropóloga Nastassja Martin y lo recoge Morizot. (2)

2. MORIZOT, B., op.cit.

*

¿Son nuestros movimientos los que generan el espacio y, dentro de él o envolviéndolo o estallando o destilándose gota a gota, el tiempo? Animal o humano, cazador o presa, en la marcha o el reposo, dejamos nuestras huellas inscritas –escritas– en el territorio o la página. Un ritmo, una canción –el de un paso tras otro, el golpe de una piedra sobre otra– trazan esas “líneas hechizadas” (3) de las que habla Deleuze y que Careri nos recuerda. Al caminar, se dibuja el paisaje, también la arquitectura. Nace un relato. Cómo, sin él, podría haber espacio, cómo podríamos existir quienes lo habitamos y, habitándolo, lo producimos –me refiero al espacio, pero también al relato. 

3. CARERI, Francesco, Walkskape. El andar como práctica estética, Barcelona: Gustavo Gili, 2013.

“Cuéntame una historia, Silver.
¿Qué historia?
La de lo que ocurrió después.
Eso depende.
¿De qué? 
De cómo la cuente”. (4)
Cuéntamela. Cuéntala como quieras, pero cuenta una historia para que todo exista.

4. WINTERSON, Jeanette, La niña del faro, Barcelona: Lumen, 2005.


Dibujo completo del Friso Negro de Pech Merle, 
Pech Merle Museum


*

Aunque para la narración, para el espacio, para todo aquello que nos ocupa –o que ocupamos– lo importante, quizá, sean, como siempre, las entrelíneas, los blancos entre las letras, entre los signos, entre un paso y otro paso, entre el golpe de una piedra sobre otra piedra y el siguiente golpe. La intermitencia sin la cual no existiría el ritmo, el silencio necesario para el canto y la voz –no solo nuestros.
Para que todo exista.

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