Botonera

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16.4.19

XII. "NARRACIÓN Y MATERIA. SUPERVIVENCIAS DE LA IMAGEN CINEMATOGRÁFICA", Roberto Amaba, Shangrila 2019




Twin Peaks: The Return (Episodio 8) (David Lynch, 2017) 



[...] Que la deflagración de la bomba atómica se convirtiera en un icono –en una atracción– resulta comprensible. La materia torturada siempre desencadena una reacción estética. Cómo se utilizó dicho icono es algo bien distinto. No es casualidad que el hongo atómico fuera socio fundador, Bruce Conner mediante, del found footage. Tampoco es baladí que Pasolini le otorgara el papel decisivo de su parte en La rabbia (1963). Hongo de la modernidad amamantado en los pechos de Marylin Monroe y acunado por Tomaso Albinoni. David Lynch acaba de reinterpretar –quién sabe si estamos ante la última imagen auténticamente posmoderna– el sentido de aquella forma viajando a su interior. El capítulo octavo de la tercera temporada de Twin Peaks (2017), reutiliza la forma y la composición del hongo atómico como puerta de la conciencia.

Antes de mentar la desmaterialización, deberíamos contemplar aquellas películas. Y una vez vistas, preguntarnos por su origen. Porque para esa modulación extrema de la materia también tenemos imágenes: la tomadas por Harold Edgerton mediante la Rapatronic. Una vez comprobado que la materia, en su intimidad, también es susceptible de retrato, y que en su puesta de largo –como si de una adolescente victoriana se tratara– desata su capacidad para la seducción y el boato, podríamos completar este atomismo iconográfico no con una filmografía de ficción apocalíptica, sino con nuevos trabajos documentales. Rebuscar entre el anodino metraje filmado tras el accidente de Chernóbil para ver cómo la materia bombardea el celuloide. Nieve atómica sobre el desierto de lo real. La materia repicando sobre el material fotoquímico. Isótopos radiactivos de un imperio en extinción. No hay tañido metálico, solo ruido blanco fruto de un acto creativo despiadado. Examino las fotografías de Igor Kostin y sucede algo similar. La materia emanada impresiona la emulsión. Surcos de blancor se extienden sobre las perforaciones del 35mm. A los surrealistas, a los dadaístas y a los futuristas les habría encantado semejante espectáculo. Estoy seguro de que los habitantes de Prípiat y los liquidadores de la central nuclear habrían preferido una comedia de Boris Barnet.


Fotografía de una explosión nuclear tomada mediante Rapatronic


Todavía me resta otra coordenada del desastre. La penúltima cicatriz en esta geodesia de la imagen atómica. De occidente a oriente, del desierto de Nevada a las Islas Marshall pasando por los bosques ucranianos y, al cabo de la línea, Japón. Pensábamos que la materia solo era capaz de profanar el sueño de la emulsión. Los geles y las salas de la plata apenas ofrecían resistencia. La materia, profética, bailaba sobre la tumba analógica. Lo hacía y lo volvería a hacer veinticinco años después en Fukushima. En 2011, como en 2015, ya no se estilaban las cámaras de 16mm. ni las fotografías en 35mm. En esta ocasión, para contemplar los estragos de la materia disponíamos de dóciles cámaras digitales empotradas en robots insensibles. Es lo que hizo la compañía Tepco para averiguar qué tramaba la materia en su madriguera. Tres robots exploradores fueron enviados en misión especial; dos en primavera, uno más en otoño. Mensajeros equinocciales. Los dos primeros, se dijo, quedaron atascados en algún recoveco y fue imposible recuperarlos. Otra hipótesis es que, llanamente, quedaran fritos. Frito no es un coloquialismo y tampoco atiende a ninguna voluntad de estilo, es la redundancia del epíteto. El estado natural de la materia junto a los reactores accidentados. Las imágenes que devolvieron los tres esforzados robots fueron llamativas. Al menos lo fueron para mí, porque presentaban las mismas trazas que las de Chernóbil. Allí la emulsión, aquí el sensor de imagen. En ambos casos, un único recordatorio: la mazurca del plutonio.


Fotografía de un liquidador en la azotea de Chernóbil (Igor Kostin, 1986)


Ha sido ahí, coincidiendo con el cuarto aniversario (2015) del accidente, donde se ha organizado una exposición de arte peculiar: Don’t follow the wind. La radiación y el viento unidos de nuevo. Leo el rótulo de la muestra y recuerdo la desoladora película de Jimmy Murakami. Cuando el viento sopla (When the wind blows) fue estrenada, curiosamente, el mismo año del accidente de Chernóbil. Artistas como Ahmet Öğüt, Ai Weiwei, Meiro Koizumi, Taryn Simon, Miyanaga Aiko, Takekawa Nobuaki o Trevor Paglen dispusieron sus obras dentro de la zona de exclusión de Fukushima. Nadie pudo verlas. Arte sin público, ¿vigilia estética o sueño radiactivo de la desmaterialización? El crítico del periódico The Guardian ironizaba: “El arte es efectivamente invisible, como la radiación misma”. (635) En su ironía, el crítico enunciaba una doble falacia.

635. JONES, Jonathan, “Apocalypse no! Why artists should not go into the Fukushima exclusion zone” en The Guardian, 20 de julio de 2015. 

<https://www.theguardian.com/artanddesign/jonathanjonesblog/2015/jul/20/fukushima-exclusion-zone-art-politics> [consulta: 07-09-2017] [La traducción es mía].

Si, a la manera de la impugnación de Aristóteles realizada por Galileo, dejáramos caer desde lo alto de la torre un kilogramo de mito y un kilogramo de verdad, ¿cuál de los dos llegaría antes al suelo? [...]