Botonera

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9.12.18

XIII. "PRESENCIAS. ENSAYO SOBRE LA NATURALEZA DEL CINE", Eugène Green, Shangrila 2018




Café de Flore, Saint-Germain-des-prés



Una experiencia anecdótica vivida a mediados de los años ‘90, cuando terminaba el guion de Toutes les nuits, se abre a un elemento esencial del cinematógrafo. 

Habitante desde hace casi treinta años del barrio de Saint-Germain-des-prés, conocí su último instante de vida, en los años ‘70,  y asisto desde entonces a su larga agonía. Uno de los acontecimientos más memorables de esta declinación fue la desaparición de la librería Le Divan. Desde mi llegada a París, ese comercio casi centenario había sido la librería en la que me había procurado una gran parte de mis libros, y a la que iba a informarme acerca de las obras disponibles o donde compraba regalos. La no-existencia de ese lugar era tan inconcebible como la de la catedral de Notre-Dame o el jardín de Luxemburgo. Y sin embargo, había que rendirse a la evidencia: primero desaparecieron los libros de los escaparates, luego las estanterías en el interior y al final podía verse, a través de los vidrios, a los obreros que rompían todo para preparar la transformación de la librería en boutique de moda. Ese espectáculo me resultaba tan doloroso que rápidamente adopté la costumbre, al bordear las dos fachadas del negocio, de no mirar más nada.

Pero un día en el que caminaba por la calle Bonaparte, justo antes de pasar de largo por la antigua librería, algo llamó mi atención, a mi pesar. En el espacio absolutamente vacío detrás del escaparate, en la oscuridad de la boutique donde había cesado momentáneamente toda actividad, los obreros que trabajaban en la obra habían abandonado una botella vacía, sobre la que se habían fijado algunas gotas de vino tinto. El objeto, en el centro del espacio desnudo, era lo suficientemente singular como para obligarme a observarlo, pero cuando lo miré de frente, me sorprendió todavía más por el nombre del vino. Exactamente debajo de las perlas rojas sobre la superficie blanca del papel de la etiqueta, vi escrito en mayúscula: CÔTES DE DURAS

Confieso que no siempre he tenido una admiración sin límites por la autora de Su nombre de Venecia en Calcuta desierta, ya fuera la escritora, la cineasta o el personaje público. Sin embargo, ante la ausencia presente de aquella que había simbolizado la última gran época del barrio, de aquella que había visto reinar en medio de su corte en el Café de Flore, de aquella cuya casa se encontraba a pasos de la librería, y que ahora, entre las ruinas de ese lugar mítico que simbolizaba el barrio, se revelaba bajo la forma de un signo, con las costillas atravesadas y el costado sangrante, fui presa de una profunda emoción. 

Tan incongruente como pueda parecer, este ejemplo ilustra bien la naturaleza del signo, uno de los recursos más esenciales del arte cinematográfico [...] 

[...] El signo cinematográfico se basa en la captura, en la materia, de una energía, la de la presencia oculta, y en su fijación en la materia de la película, en la que esa presencia deviene aprehensible para el espectador. Por eso, la revelación del signo, como la expresión cinematográfica en general, es incompatible con el video, porque el video está desprovisto de materia y no capta energía alguna. En el mejor de los casos, bajo una fuerte luz natural, el video tiene la calidad de una fotografía publicitaria. En otros casos, el resultado es todavía peor: una luz que sigue siendo una indicación de la luz, una abstracción intelectual de la imagen que resulta en paisajes aplanados de tarjetas postales, personajes-ectoplasmas que se separan de su contexto como un sujeto que posa ante una tela pintada en una foto antigua, y una homogeneización de la materia, de modo que una mesa no se distingue para nada de la piedra de un muro, por no hablar del sonido “natural” que acompaña a esta técnica y que da la sensación de sustancias pegajosas que fluyen en todas direcciones, como los huevos que los pueblos bárbaros consumen con frenesí poco después del amanecer. Si alguna vez la evolución técnica del video permitiera captar toda la energía que la película argéntica permite captar actualmente, tornándolo capaz de hacer un signo de un elemento del mundo, es evidente que las facilidades de rodaje ofrecidas por el video harían de este el soporte más corriente, de la misma manera que el montaje virtual ha reemplazado largamente el sistema tradicional de montaje. Pero si, en su estado actual, en nombre de no sé qué virtud, el video se impusiera como norma, eso significaría la desaparición del signo, y la muerte del cine en tanto expresión artística [...] 

El signo cinematográfico constituye una expresión platónica ejemplar, porque aprehendemos a través de un solo elemento dos cosas que nuestros contemporáneos considerarían contradictorias: por un lado, lo que llaman la realidad del mundo; por el otro, las presencias invisibles, manifestaciones directas del mundo de las Ideas, que crean un misterio en lo que parecía transparente. Es precisamente porque el espectador siente que un elemento aparente tiene una relación oculta con la representación que está obligado a reconocer lo que el signo conlleva de presencia escondida, y a reconocer la realidad de esta última en su propia existencia. Este aspecto del signo, extendido al conjunto del concepto cinematográfico, hace del cine el arte metafísico por excelencia, porque conduce al espectador a una aprehensión del espíritu a partir de una captación de la materia. Al mostrarle elementos de un mundo cuya realidad es para él incontestable, el cine pone al espectador en presencia de otro mundo, y le hace descubrir que las fuerzas que han trazado un dibujo en la borra del café son las mismas que determinan su destino.