Botonera

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4.12.18

VIII. "SHOAH. EL CAMPO FUERA DE CAMPO. CINE Y PENSAMIENTO EN CLAUDE LANZMANN, Alberto Sucasas, Shangrila 2018




Shoah



Shoah únicamente reconocería un objetivo como obra fílmica: restituir la verdad de la Cosa, es decir, del exterminio millonario de judíos mediante el gas. En su integridad, el trabajo del cineasta estaría al servicio de esa meta: establecer el qué de lo acontecido. Pero para ello no bastó la comparecencia de sus protagonistas vivos (tres clases de testigos: víctimas, victimarios y espectadores). Aunque el plan inicial solo contemplaba la filmación de testimonios (rostros parlantes… y silentes), su progresiva ejecución puso de manifiesto la imperiosa necesidad de plasmar, cinematográficamente, el escenario de la masacre, la localización de lo acontecido. De ahí la dualidad de rostros y lugares, cuya expresión estética se traduce en la alternancia, a lo largo del metraje, de primeros planos y planos generales, fijos o con movimiento de cámara (zoom; panorámicas; travelings). (Binomio cinematográfico que rememora y transforma dos géneros pictóricos, el retrato y el paisaje.) Lanzmann responde a la pregunta por el qué de manera doble: quién y dónde.

No estamos exclusivamente ante un cine del rostro; Shoah propone, asimismo, una cinematografía de los lugares. No solo una fisiognómica; siendo esta imprescindible, ha de completarla una topografía. Su intención en modo alguno consiste en representar, con voluntad estetizante, los paisajes polacos; el propósito es muy distinto: se trata de transformar el lugar del horror, tal y como hoy (en el presente de la filmación) se ofrece ante la cámara, en monumento, a la vez documento histórico y estela funeraria. Shoah: la monumentalización del lugar.

Pero la experiencia del lugar que el filme proporciona al espectador es trasunto de una experiencia de su creador. También Lanzmann experimentó esa primera vez que obsesivamente reclama de sus testigos: el montaje audiovisual remite a una matriz biográfica, la conmoción provocada por el viaje inicial a Polonia. Allí, en contacto con los lugares donde el genocidio fue perpetrado, lo hasta entonces meramente sabido da paso, sobrecogido el espectador, a la visibilidad del referente. La toponimia de la red concentracionaria deviene ahora realidad visible y tangible: esa metamorfosis del lugar nombrado en lugar percibido provocó una redefinición del proyecto general.

El análisis del retrato puso de manifiesto cómo toda obra pictórica, incluso cuando de ella está por entero ausente la figura humana, contiene implícitamente la mirada fundacional del artista, a su vez identificada con el punto de vista del contemplador. Mediando el artilugio técnico de la cámara, esa situación se reproduce en el ámbito cinematográfico: la mirada del cineasta predetermina la del espectador. Verdad general del cinematógrafo ampliamente confirmada por Shoah: el propósito de Lanzmann es que, en la retina del espectador, reviva la mirada que él mismo experimentó en su encuentro, más bien shock, inaugural con los lugares polacos. Con un añadido esencial: ambas miradas, del cineasta y del espectador, se enfrentan a algo visible que arrastra consigo, en su patencia, una dimensión espectral, invisible pero pese a ello presente. Lograr que lo invisible –mirada de los muertos– resurja, espectralmente, del espectáculo de lo visible. Que el lugar contemplado pueda devolver la mirada de los exterminados.


EPIFANÍA DEL LUGAR

La revelación polaca

Insistamos en ello: el rodaje en tierras polacas no estaba incluido en el plan inicial; Lanzmann incluso abrigaba una firme resolución de no emprender el viaje. Sin embargo, en un determinado momento, se le impone la necesidad, acuciante, de realizarlo, visitando los lugares del exterminio. Le guiaba la expectativa de una doble presencia, rostros y parajes polacos; o sea, una comunidad que fue, in situ, contemporánea de los hechos. Cuando llegue allí, lo experimentado desbordará cualquier previsión. Ante sus ojos pasmados, tuvo lugar una genuina revelación, una epifanía topográfica.

En un primer momento, el recorrido por la superficie nevada del campo de Treblinka no despertó una emoción intensa en Lanzmann, como si la gelidez del ambiente contagiase su espíritu. Sin embargo, todo cambia cuando, regresando en coche, se topa con el cartel, letras negras sobre fondo claro, que indica: TREBLINKA. (Escena primordial cuyo trasunto en el filme será la llegada de Gawkowski, conduciendo la locomotora, a la estación: el plano muestra, contiguo a su rostro, el letrero.) Entonces tuvo lugar una transformación interior del cineasta, una auténtica metanoia: lo que hasta ese instante había sido la Cosa –un acontecimiento histórico que, a sus ojos, aparecía nimbado de irrealidad, como si no tuviese cabida en ningún espacio-tiempo humano– cesa y, en su lugar, se impone, con la evidencia física de lo percibido, que allí había acaecido, que ese era el lugar de la Cosa. Se da en esa escena biográfica un notable parentesco con el episodio bíblico de la teofanía sinaítica; con dos diferencias: lo aquí revelado no es el Absoluto del Bien, sino el Mal radical; mientras que en la experiencia mosaica el paraje montañoso, acogiendo la epifanía, no forma estrictamente parte de ella, en la estación ferroviaria el espacio mismo es contenido principal de la vivencia [...]

(En este fragmento del libro no se ha incluido las llamadas de las notas y sus correspondientes textos)