Botonera

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19.9.18

VIII. "RAINER WERNER FASSBINDER. SOLO QUIERO QUE ME AMEN", Jesús Rodrigo García (coord.), Shangrila 2018





Cuatro planos para ver
El mercader de las cuatro estaciones (1971)

José Francisco Montero


El mercader de las cuatro estaciones



Hans y una mujer frente a frente, bajo el umbral de la casa de ella. Enmarcados triplemente, aprisionados en tres cuadros concéntricos. Uno, al fondo, delimitado por la puerta de la casa; un segundo que subsume al anterior, en virtud de la posición de la cámara detrás de un muro con una abertura en el centro; alrededor de ella la oscuridad, salvo por una lámpara de techo que perfila un tenue círculo de luz. Por último, rodeado por una oscuridad, ahora sí, total, por la invisibilidad que ve, el marco del encuadre. Todo ello conforma la mise en abyme que se confirmará como imagen anticipatoria del ávido Maelstrom que acabará devorando a Hans. 

El motivo de la jaula recorre toda la obra de Fassbinder, no pocas veces incluso de forma literal. Personajes enjaulados de una u otra manera, por supuesto; pero también las mismas imágenes como jaulas, como aquello que simultáneamente da a la contemplación y encierra. Conforme avanzamos en la carrera de Fassbinder este rasgo estilístico –del que la abundancia de monitores en no pocas de sus películas constituye su abismal reflejo en el interior del relato– se acendrará y la planificación combinada con el decorado tenderá a aprisionar en términos iconográficos a sus criaturas: más allá de las dinámicas de dominación que, como es sabido, determinan las relaciones entre sus personajes, es el propio dispositivo el que es revelado a la vez como un artificio y como un ejercicio de poder. Tal vez sea La ruleta china (Chinesisches Roulette, 1977) un caso muy ilustrativo, sobre todo en su parte final, la dedicada al “juego de la verdad”: toda esta larga escena muestra a personajes en incesante movimiento dentro del salón, como si pretendieran escapar, ya no de sus convencionalismos sociales o de las revelaciones del juego de la verdad o del escrutinio de los otros personajes y en especial de la mirada de la hija de los Christ –siniestro demiurgo que, al contrario que los otros, tiende al estatismo, a que sea su mirada y su voluntad las que se mueven y mueven a los demás–, sino del acoso de la cámara, del avance inexorable del drama hasta su consumación trágica. Pero cada movimiento de los protagonistas, en consonancia con el de la cámara y con los elementos del decorado, los revelará más indefectiblemente aprisionados.

A pesar de situarse en una etapa anterior –pudiéndose considerar, de hecho, el inicio de una segunda etapa en la trayectoria de su autor, después de una serie de películas primerizas que en su mayoría parten tanto de unos determinados marcos genéricos como de unas precisas referencias teatrales, ambos desbordados por la dramaturgia de Fassbinder–, El mercader de las cuatro estaciones adquiere una relevancia particular a este respecto debido a que la tragedia de Hans, su triste historia expuesta a nuestra mirada, será esculpida a su vez por una dinámica opresiva de la mirada, por la movilización a través de ella de los ejercicios de opresión tan caros a Fassbinder. Empezando, por supuesto, por el poder tiránico de la mirada del director, en una muestra de despiadada autorreflexividad que ya en la inmediatamente anterior Atención a esa prostituta tan querida (Warnung vor einer heiligen Nutte, 1971) era explícita [...]