Botonera

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6.12.16

VI. "JEAN COCTEAU. EL GRAN ILUSIONISTA", PILAR PEDRAZA, Shangrila, 2016




Introducción
Pilar Pedraza
 
Jean Cocteau en el rodaje de La Bella y la Bestia, 1946



Lo maravilloso del cine es este perpetuo truco de cartas que se ejecuta delante del público sin que este se percate de su mecanismo.
Jean Cocteau

Un golpe con la varita mágica y ya están escritos los libros, ya rueda el cine, ya dibuja la pluma, ya interpreta el teatro. Es tan sencillo. Mago. Es una palabra que facilita las cosas. Es inútil estudiar nuestra obra. Todo se hizo solo.
Jean Cocteau


El destino más que la casualidad me facilitó la ocasión de escribir este librito. Estaba yo convaleciente de una enfermedad que me lo había disminuido todo menos las ganas de seguir imaginando y escribiendo, cuando alguien expresó a mi lado en voz alta la carencia de estudios originales españoles sobre cineastas europeos.

—¿Con cuál te atreverías tú, Pilar? —preguntó medio en broma.
Fue como si me atravesara un rayo. No lo pensé. Lo sentí. Dije:
—Cocteau.
Y enseguida oí o imaginé vívidamente una sola palabra, como si una voz la hubiera pronunciado:
—Adjudicado.

Los amigos circundantes me miraron con cierta sorpresa. Jean Cocteau era para todos un hueso duro de roer. Para mí, además, que lo había explicado muchas veces en mis clases de Vanguardia en la universidad, un reto pero también una maravillosa aventura. Así que me puse en marcha con ayuda de Luis Pérez Ochando, que es mi ángel Heurtebise, y me lancé a una de las más estimulantes aventuras de mi vida.

Con esta obra no me propongo —sería pecado de hybris— realizar una tersa monografía académica, sustentada por las más solventes metodologías que se usan en nuestra profesión. Mi propósito es a la vez más modesto y más alocado: acercarme al creador y a sus obras como un todo, compartir y hacer compartir su originalidad, su  anarquía y su incómoda libertad de “heterodoxo no iconoclasta”.4

Cocteau es una especie de galaxia compuesta por grandes estrellas que brillan como soles, planetas muertos y gran cantidad de polvo diamantino. Es sabido que cultivó todos los géneros del arte: literatura, teatro, cine, pintura; que fue vanguardista sin secta, y mago del espíritu. Dotado de una mala salud de hierro, derramó su sangre por nosotros en películas tan hermosas como La Bella y la Bestia (La Belle et la Bête, Jean Cocteau, 1946), cuyo rodaje constituyó un calvario en el que todo su cuerpo se rebeló. Como Wim Wenders en Cielo sobre Berlín (Der Himmel über Berlin, Wim Wenders, 1987), Cocteau paseó con ángeles guardianes o letales, y disfrutó de una juventud eterna mientras vivió.

Se consideraba a sí mismo poeta —poeta del cine, de la poesía, del teatro—. Yo le considero creador. Sus manos de reptil son una metáfora, con la que tan pronto reconstruye una flor deshecha, como escribe en una pizarra de estudio cinematográfico los títulos de crédito de una película o llena de “tatuajes” la piel interior de una casa, como la de la villa Santo Sospir de Madame Weisweiller. Puede hacerlo todo, crearlo todo, a veces jugando, como con las migas de pan de una mesa, a veces planificando una obra monumental como el filme Orfeo (Orphée, Jean Cocteau, 1950).

Jean Cocteau, que consideraba a Orfeo como el poeta por excelencia y a sí mismo como un Orfeo moderno, fue un bricoleur genial. Artesano, ilusionista y poeta, exhibió los trucos más sorprendentes, que en su cine siempre son sencillos como los de Georges Méliès, y maravillosos montajes en su teatro y sus escritos —poesía, ensayo, novela—. Tocó todos los palos de la baraja del arte y, sin embargo, no fue un amateur sino un profesional en casi todo cuanto abordó con su creatividad desbordante. 

Cuando leemos, por ejemplo, su diario de rodaje de La Bella y la Bestia, encontramos a un cineasta no solo de gran inventiva, sino con un oficio sólido que él mismo sabe explicar y transmitir, y lo mismo ocurre con el teatro y la literatura. Sus notas, sus indicaciones, sus apreciaciones son las de un profesional de primera categoría, dotado además de un talento singular: la ligereza. Pero, como le dijo en una ocasión Picasso —y ambos lo sabían muy bien—, “el arte no es una cuestión de oficio.” En ellos no lo es: es una cuestión de creación. Cuando presenta el decorado de su obra teatral Orfeo (1927), lo describe con un fuerte sabor a espectáculo popular, de feria, pero con la volatilidad de la vanguardia: “Un salón en la casa de recreo de Orfeo. Es un curioso salón. Se parece un poco a los salones de los prestidigitadores. […] La decoración recordará a los aeroplanos o barcos ilusorios de los fotógrafos de feria” (Cocteau, 1966: 523). Hasta la muerte está emparentada para el joven Cocteau con el ilusionismo: “Acostumbrado desde mi infancia a ver a un prestidigitador hacer reaparecer en la chistera el reloj que me había escamoteado, ¡cómo podría yo hacerme a la idea de que habremos de desaparecer para siempre!” (Cocteau, 2013b: 274). Por eso hemos ideado el sobrenombre de El gran ilusionista para este trabajo. Tómese como un homenaje lleno de admiración y, tal vez, de una inocencia similar a aquella de la que hizo gala el mismo Cocteau. Fue también el funámbulo que tenía que mantenerse en equilibrio entre el cielo y la tierra. “A través de la imagen metafórica del acróbata —escribe Montserrat Morales (en Cocteau, 2013b: 428)—, se expresa también el sentimiento del peligro que anima al poeta, aquilibrista entre la vida y la muerte, entre el yo profundo y la conciencia, entre lo visible y lo invisible, entre la realidad y el misterio”.


Jean Cocteau



Jean Cocteau fue desde su primera juventud hasta su muerte un espíritu inquieto, con necesidad de expresarse no importaba por qué medio. Siendo siempre reconocible por su naturaleza poética libre, con un amplio componente vanguardista, no le llamaremos “poeta” como se ha hecho —y ha hecho él mismo al proclamarse autor de “poesía de cine, poesía gráfica, poesía crítica, poesía de novela y poesía de teatro”—, rebajando su altura, sino “creador”, en el sentido de hacedor de universos y de las normas por las que estos se rigen. No es pintor ni novelista, no es cineasta ni filósofo; es autor, como lo fueron los artistas del “disegno” del Renacimiento, pero en plena modernidad, en la era de la electricidad y el maquinismo, y en un momento único en el mundo: la primera mitad del siglo XX, denso en acontecimientos generales brillantes y dramáticos, sobre los que su espíritu flota como una pluma sin deterioro aparente, dando hasta el final una producción mágica, unas obras y unos textos transparentes, profundos y de una ligereza incomparable. 

Se puede estudiar por separado su producción textual y su producción espectacular o audiovisual, pero ¿dónde queda entonces una obra como El testamento de Orfeo (Le testament d’Orphée, Jean Cocteau, 1959)? ¿Dónde, el drama y la película Los padres terribles (Les parents terribles, Jean Cocteau, 1948)? Organizar en un esquema sencillo el enorme material que constituye la obra visible y accesible de Cocteau no es fácil, pero tampoco imposible. Mi punto de partida ha sido juntar todas las cartas sobre la mesa, sin atenerme a los palos, y jugarlas por lo que las une y no por lo que las separa. Así, en el epígrafe dedicado a Orfeo, estudio conjuntamente la obra de teatro y la película, su guion y El testamento de Orfeo, separados por muchos años pero unidos por un élan creativo único. He procurado ofrecer al lector la visión de cada una de las grandes obras, del Potomak al Testamento de Orfeo, recogiendo los aciertos que jalonan el trabajo del creador desde los años cincuenta hasta la actualidad, especialmente los que se refieren a tres cuestiones que ilustran y deslumbran: el intervalo, la Zona intermedia y el espejo.

Para una mejor comprensión de un universo tan trabado —y que yo quería vivo— como el de Cocteau, he dividido este estudio en dos partes. 

La primera está dedicada a su biografía —a su vez considerando en ella tanto sus avatares personales como los creativos, sus amistades intelectuales y sus aventuras en una época tan viva como la de entreguerras—, y a los cimientos de su obra en todos los campos: ballets rusos y suecos, primeros escritos originales, estética de la representación, los actores y el tiempo y las artes figurativas. La segunda parte trata fundamentalmente del cine —desde La sangre de un poeta (Le Sang d’un poète, Jean Cocteau, 1932) hasta El testamento de Orfeo—, tanto del que le corresponde como autor total, como de aquel en el que interviene como escritor —El eterno retorno (L’Éternel Retour, Jean Delannoy, 1943) o Thomas el impostor (Thomas l’imposteur, Georges Franju, 1965), por ejemplo—. Por último, acompañan al texto los habituales instrumentos críticos: una sucinta filmografía, y una bibliografía que he procurado extensa, aunque en este caso es difícil porque los estudios sobre Cocteau, salvo los grandes clásicos, son variados y dispersos.

No quiero terminar estas palabras preliminares sin señalar la importancia que ha tenido para la creación de este libro mi amigo y fiel compañero de fatigas intelectuales el Dr. Luis Pérez Ochando. Siempre está a mi lado cuando le necesito, pero esta vez se ha pasado de generoso, y Jean Cocteau —esté donde esté— sabe mejor que nadie cuánto le debo y también lo agradecida que le estoy. Quiero creer que ambos —o los tres— hemos disfrutado con esta obra como con un juguete de los dioses. 

Valencia, 2016.