Botonera

--------------------------------------------------------------

2.2.16

"ARE YOU SURE THE ONLY YOU IS YOU?": LO SINIESTRO Y LA IMPOTENCIA EN "P.T". Y "SILENT HILLS" - "LIBERTAD DIRIGIDA. UNA GRAMÁTICA DEL ANÁLISIS Y DISEÑO DE VIDEOJUEGOS.





[Este texto se incluye como complemento en el libro Libertad dirigida. Una gramática del análisis y diseño de videojuegos, en él se aplican gran parte de los conceptos y las lógicas de análisis desarrollados en sus páginas]

«Are you sure the only you is you?»: lo siniestro y la impotencia en P.T. y Silent Hills

Víctor Navarro Remesal y Shaila García Catalán



Sin saber cómo, me encontraba siempre paseando por delante de la casa vacía […] un día que volvía de dar un paseo por la tarde, al pasar por delante de la casa vacía noté que la puerta estaba medio abierta; entré»
E. T. A. Hoffmann, La casa vacía, 1817

Watch out. The gap in the door... it's a separate reality.
The only me is me. Are you sure the only you is you?
P.T. (texto introductorio)


1. P.T., caballo de Troya de Silent Hill

El 12 de agosto de 2014, Sony desveló en la Gamescom de Colonia un misterioso juego de terror para PlayStation 4 llamado, simplemente, P.T. Hasta aquel momento nadie había oído hablar de él ni de su desarrollador, 7780s Studio. Ese mismo día se publicó una demo de P.T. en la tienda virtual de Sony, PlayStation Store, en la que el jugador recorre un pasillo en forma de L que se repite en un bucle indefinido resolviendo puzles cada vez más crípticos. Es un recorrido que está en el borde de lo inexplicable. La atmósfera de terror no permite la huida, sólo hay trayecto hacia delante, y el jugador queda obligado a tratar de darle explicación, movido por el miedo y, a la vez, por el deseo de saber o por las ganas de huir. Pero no hay huida posible, nunca vemos el exterior de la casa. La resolución es otra: tras superar el último bucle, el jugador es recompensado con un tráiler cinemático que descubre el enigma de la obra: las siglas P.T. significaban Playable Teaser (teaser jugable) y P.T. era en realidad una pieza creada para anunciar el lanzamiento de Silent Hills, una nueva entrega de la saga que se inició en 1999 con Silent Hill (Konami, 1999) y que había de dirigir Hideo Kojima con la participación del cineasta Guillermo del Toro. Casi un año más tarde, y tras diversos problemas entre Kojima y Konami, el desarrollo de Silent Hills fue cancelado y P.T., retirado de la tienda digital.
P.T. era, por tanto, una obra con autonomía propia y no un fragmento del cancelado Silent Hills, y esta autonomía se acrecenta ahora con la desaparición del juego que anunciaba. El misterio que contiene P.T. es doble: por el lado extradiegético, funciona como artefacto que anunciaba una segunda producción que nunca existirá; por el lado diegético, ofrece una ludonarrativa fragmentada con sentido (o, al menos, apariencia de sentido) en sí misma. En este segundo frente, ¿qué promete P.T. al jugador? Ante todo: desorientación y atmósfera. A pesar de que se erige en un momento después como teaser, no anuncia ni adelanta sino que perturba. El jugador se encuentra guiado por un laberinto unidireccional pero íntimamente perturbado por una atmósfera que reúne el terror de lo siniestro y la fealdad de lo grotesco. Quizás la estrategia publicitaria del teaser se resolvía en el revuelo que causó entre los jugadores, quienes buscaron compartir pistas y contar a otros la angustia de la experiencia para salir de la soledad a la que el juego les había encaramado. 
P.T. es un juego de terror en primera persona en el que el jugador tiene un control limitado (desplazarse, mirar y usar un pequeño zoom para enfocar la atención), con reminiscencias a obras contemporáneas de terror como Amnesia: The Dark Descent (Frictional Games, 2010). Aunque la perspectiva es una ruptura respecto a los demás Silent Hill —que casi siempre han utilizado la cámara en tercera persona— y la ambientación ficcional no da pistas obvias de su relación con la saga, en retrospectiva es fácil comprobar que P.T. contiene, sin lugar a dudas, las claves ludonarrativas de ésta.
El bucle a través del pasillo se modifica en un crescendo de fenómenos paranormales que desdibujan la línea entre realidad y delirio. Los espacios se deforman, lo macabro invade lo cotidiano, todo adquiere un asfixiante aire pesadillesco. La escasa iluminación y los efectos de sonido bruscos y descontextualizados desconciertan al jugador. El sujeto controlable se mantiene deliberadamente entre sombras y se siembran dudas sobre su identidad, su memoria y su culpabilidad. Al no poder mostrarse de forma directa como parte de Silent Hill, P.T. ha de recurrir a las corrientes más subterráneas de la saga, a sus cimientos más escondidos y sólidos que anidan en el imaginario de sus jugadores.
En P.T., como en los demás Silent Hill, se nos habla de fantasmas y de dobles, se insinúan presencias invisibles e incomprensibles (en un estilo no muy lejano al terror cósmico lovecraftiano). Lo fantástico se sublima a través de la transformación de lo cotidiano en siniestro. Por encima de todo esto, el terror se manifiesta como gran manipulación del jugador, doblegándolo, haciéndole sentir desvalido e impotente. El videojuego ya no es ese lenguaje de fantasías de poder, sino que se engrasa con una fantasía de impotencias: la mecánica y lúdica —es poco lo que podemos hacer para interactuar y defendernos— y la impotencia narrativa y temática —el relato está siempre fuera de nuestro alcance y del del protagonista, a ambos se nos niegan los saberes. Quedamos prisioneros de la voluntad de una otredad invisible, sugerido: el diseñador (arquitecto, meganarrador), los fantasmas, nuestros dobles, nuestro inconsciente.


2. Impotencia y libertad en el survival terror



Perron (2012) cimenta su análisis sobre la serie Silent Hill sobre la distinción entre horror y terror: el horror, afirma, es comparable a «una aversión casi física, y su causa es siempre externa, perceptible, comprensible, medible y aparentemente material», mientras que el terror se relaciona principalmente con «el enfoque psicológico principal y la experiencia emocional», con «el malestar de la anticipación», más sutil e imaginativo. Por ello, y partiendo de la afirmación de Rockett de que Silent Hill transciende el género del survival horror, Perron (2012) se refiere a esta serie como survival terror y considera esta distinción importante porque el miedo creado en Silent Hill es, ante todo, atmosférico y, alcanza su fisicidad un tiempo después. 
Los conceptos sobre los que se levanta el survival terror parecen, pues, más difíciles de ubicar. ¿Qué es exactamente la atmósfera? ¿Se limita a la representación audiovisual? ¿Cómo se generan malestar y anticipación a partir de estrategias de diseño ludonarrativo? La atmósfera es una confabulación entre la estética, la narrativa y la mecánica cuyos mecanismos discursivos huyen de lo explícito para apostar por una retórica sutil que no sorprende desde el impacto superficial sino desde la intimidad de los lenguajes y de los afectos. De este modo, la atmósfera no es sólo una pátina del discurso o una sensación impresionista. La atmósfera es un tono profundo colmado de retórica silenciosa, una invitación al jugador a adentrarse no tanto en una historia como en un universo que desarma sus intenciones y sus expectativas. De este modo, frente a la aversión física y localizada del horror, que depende más de estímulos audiovisuales, creemos que el survival horror se define por la sensación general de falta de poder del jugador. Anticipamos un riesgo que nos acecha constantemente y nos sabemos incapaces de hacerle frente. No tememos tanto la sorpresa como el aviso —en P.T., el locutor de radio rompe sus barreras diegéticas para advertirnos, “look behind you”—, no sufrimos ante la horda tanto como ante el escenario que nos rechaza. Los survival horror como P.T. nos dicen que estamos en el lugar equivocado en el mundo erróneo y, peor aún, que no tenemos escapatoria. Es una fantasía de impotencia casi absoluta; como ejemplifica la advertencia (¿o una promesa?) con la que abre Silent Hill: Shattered Memories (Konami / Climax Group, 2009): «this game plays you as much as you play it». El juego deja de ser un artefacto y se convierte en agente, en una instancia de la otredad abstracta y ubicua que se hace con el control, una suerte de arquitecto omnisciente y omnipotente (haciendo un paralelismo con el rol de lápiz y papel, un gamemaster invisible) que se adelanta y desafía al jugador .
Para entender cómo genera terror P.T. a partir de la fantasía de impotencia, hemos de hablar de cómo funciona exactamente la libertad en los videojuegos. El videojuego no sólo es interactivo, sino que su interactividad es significativa más allá de la navegación y está orientada a producir un cambio en la ordenación de su sistema. Jugar es seguir unas reglas y perseguir objetivos, por abstractos que sean. La interactividad es la entrada en un juego simbólico, supone complicidad pero también participación. Si bien todo juego es simbólico y todo discurso plantea un vínculo con el espectador a través de un código, la interactividad en los videojuegos exige una actualización a través de la acción y una tensión de fuerzas y poderes que nos recuerdan a la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo. La interactividad nunca supone una libertad absoluta sino que se negocia según estas reglas y objetivos, en un diálogo en diferido con el diseñador que autores como Wirman (2009) o Aranda y Sánchez–Navarro (2009) definen como «co–producción» o «co–creación» —delatando que, como el amo y el esclavo, ambos se necesitan para legitimar su posición.
El control y sus efectos son el motor de los videojuegos, pero los límites y los momentos no interactivos también forman parte de su discurso. Así lo defienden también Aranda y Sánchez–Navarro y Newman (2009), entre otros. Si se entiende el videojuego como un sistema que produce una experiencia para el jugador, puede considerarse implícito que todos los elementos de ese sistema contribuyen a la experiencia, ya sean interactivos, no interactivos o estéticos. Autores como Lövlie (2005), quien habla de «reconstrucción» (enactment), o Murray (1997), que propone un modelo del videojuego como una fun house, han teorizado sobre experiencias cerradas por un recorrido fijo, circuitos de obstáculos guiados, limitados voluntariamente por los diseñadores. Aquello sobre lo que el jugador no tiene control –incluyendo los momentos en que el control le es negado— también construye activamente la experiencia jugable.
El modelo de la fun house que propone Murray se adapta especialmente bien al terror jugable: no resulta difícil ver obras como P.T. como pasajes del terror interactivos, con momentos predefinidos que esperan a activarse tras una acción concreta del jugador —pasar por una marca del escenario, interactuar con una radio— y escapan a su control directo. En este sentido, el terror parece huir de la libertad a la que aspiran otros géneros para acercarse a lo que Caillois (2001: 128–139) cataloga como ilinx: el juego basado en la pérdida de control, en el abandono a un «remolino» más fuerte que el jugador, una «cualidad jubilosa» donde los jugadores «destruyen momentáneamente la estabilidad de la percepción e infligen un tipo de pánico voluptuoso en una mente en todo lo demás lúcida». En este sentido P.T. nos pide apear la razón y nos propone un compromiso loco. P.T. requiere que nos abandonemos a él, que atravesemos el pasaje del terror una vez más sabiendo que el bucle volverá a repetirse.
El diseño puede entenderse como una oferta de poder al jugador, es decir, como la creación de espacios de participación. Pero la negación de poder forma parte de los fundamentos del videojuego y tiene potencia expresiva. En la dificultad prende el reto para el jugador, en el tropiezo comienza su aprendizaje, en el game over arrancan las ganas de recomenzar la partida, y son las reglas las que gobiernan y frenan la acción pulsional del jugador —la pulsión es lo que no quiere límites. En definitiva, dificultad, tropiezo, muerte y reglas son formas de nombrar modos de impotencia para el jugador, y que nos indican que la noción de límite en los videojuegos es clave para sostener el deseo del jugador. Así, la experiencia y el discurso no se construyen únicamente sobre lo que se puede hacer sino también sobre lo que no se puede hacer; para ser más exactos, la interactividad videolúdica se diseña según cuatro parámetros: la posibilidad, qué puede hacer el jugador dentro del juego; la obligación, qué está obligado a hacer por el reglamento y la estructura, esté él de acuerdo o no; la prohibición, qué no puede hacer aunque quiera, qué queda fuera del alcance de sus mecánicas; y la penalización, qué puede pero no debe hacer, aquello que las mecánicas le permiten pero el reglamento penaliza.
La relación entre poder e impotencia crea una tensión que otorga interés al reglamento y al desarrollo de la partida y ofrece unos cimientos sólidos para los elementos ludonarrativos: el jugador se mueve en el espacio entre lo que el videojuego le permite hacer y lo que le pide que haga, entre las herramientas que le ofrece y cómo le indica que debe usarlas. La libertad dirigida del videojuego es un equilibrio preciso entre poder e impotencia, entre obligación y prohibición.
Esta libertad dirigida se concreta en diferentes frentes: la libertad de movimiento para explorar el espacio e interactuar con él, la libertad de resolución para resolver problemas y superar obstáculos, la libertad de edición para crear y personalizar contenido y la libertad de ruta para recorrer diferentes ramificaciones de la narrativa. Los survival terror como Silent Hill o la saga P.T. limitan la posibilidad en todas ellas y se definen mediante la obligación, la prohibición y la penalización. Sus sujetos controlables se alejan de la potencia heroica que pueblan otros géneros; son personas desarmadas e incluso frágiles, chicas jóvenes, hombres confusos o incluso, como en Among the sleep (Krillbyte, 2014), bebés de dos años: avatares de la impotencia.


3. El mindgame game y la narrativa alienante como lección de impotencia



La particularidad de la narrativa fantástica, ya en su eclosión en el siglo XVIII, fue el atravesamiento constante por una ambigüedad que sigue caracterizándola hoy: utiliza todas sus herramientas para atraer al lector a su interior y, a la vez, no deja de practicar el extrañamiento, ánimo que le recuerda que está dentro de un universo de ficción y, por tanto, le expulsa de ella. El texto nos empuja hacia su interior para expulsarnos. Si trasladamos esto al videojuego, advertiremos que lo fantástico aprovecha la interactividad y la avataridad para dejar hacer al jugador, para que experimente el juego en primera persona pero, al tiempo, para recordarle los límites de su poder, para distanciarle, para espantarlo e incluso obligarle a soltar el mando.
P.T. juega con nosotros tanto como (o más que) nosotros con él. También lo hace el resto de su saga. Según Perron (2012: 34), hay una conspiración secreta en Silent Hill: señalarnos a nosotros, los «intrigados», y controlar el orden y el ritmo de nuestros descubrimientos y encuentros. El jugador no es más que un «testigo controlado», dado que la trama determina tanto las acciones de los personajes como su representación en el relato. La noción de «interés», escribe, es el «mecanismo emocional central en este visionado, mantiene al jugador cautivado mediante la trama». La narrativa no existe sólo para darle forma al malestar, como en el horror, sino que captura al jugador y lo atrapa en el acto de jugar, o de creer que juega, pues algunos momentos la interactividad se suspende y el juego es pura ilusión, una engañifa del arquitecto. Incluso las cinemáticas, que en otros juegos ejercen como recompensas o respiros, sirven en el survival terror como herramienta para demostrar el escaso control que tenemos. Esta poética de la impotencia es clave para su dimensión fantástica, pues como anota Bèssiere, «para seducir el texto fantástico tiene que defraudar» (1974: 35).
Los mecanismos con los que la saga Silent Hill dirige la libertad del jugador no necesitan esconderse más que en lo técnico. La estructura de los juegos es directa, invariable, con acontecimientos fijos y finales cerrados. Abundan las cinemáticas, los diálogos y los textos secundarios. Aunque se incluya más de un final, como en Silent Hill 2 (Konami / Team Silent, 2001), no poder orientar nuestras acciones de manera funcional a una consecuencia concreta, ya que éstas se codifican y calculan de manera oculta. Donde otros juegos ofrecen barras de karma que oscilan entre el bien y el mal, mecánicas y estadísticas para conocer nuestro estatus, las ramificaciones finales de los Silent Hill son siempre opacas y hasta caprichosas.
Los relatos de estos juegos son, además, incompletos y difusos. Los poderes sobrenaturales que nos amenazan nunca se acaban de mostrar del todo, siempre operan en las sombras y parecen escapar no ya a nuestro poder, sino a nuestra comprensión. No se puede entender Silent Hill sin sus intertextualidades con el horror cósmico de Lovecraft: hay poderes y criaturas más allá de lo que conocemos ante las que no tenemos valor alguno. Al contrario que en las obras de Lovecraft, no obstante, estos poderes no son indiferentes sino que se alimentan de los terrores, las culpas y los rincones oscuros de nuestra psique. Cada Silent Hill es un viaje indirecto a la mente de su protagonista, como si éste fuera víctima de un íncubo, y parte del empuje narrativo viene de descubrir el pasado de los diferentes personajes, incluidos los sujetos controlables (que o bien son amnésicos o bien no comparten sus saberes con el jugador: tampoco tenemos un control total sobre ellos). Exploramos sus anhelos, sus oportunidades perdidas, sus melancolías. Viajamos con ellos a la parte de su mente que no quieren ver.
Los Silent Hill no sólo nos niegan el poder, también nos niegan el conocimiento. Es otra estrategia para crear malestar y terror. Sabemos los qués, incluso los para qués, pero nunca tenemos toda la imagen del porqué. La narrativa es fragmentada y resolverla requiere un esfuerzo de decodificación por parte del jugador. Si Elsaesser (en Buckland: 2008) habla del mindgame film o Buckland (2008) del puzzle film, es lógico hablar de los Silent Hill como mindgame games: su reto está tanto en superarlos, ordenando su dispositio, como en interpretarlos, desgranando su significado. Aunque su potencia expresiva ni siquiera está en la significación sino en la significancia barthesiana (1): no se encuentra en el terreno de lo obvio sino de lo obtuso, allí donde se suspende la posibilidad de comprensión o se sustrae la calma que proporcionaría el sentido.

1. En Lo obvio y lo obtuso (1986) Barthes distingue tres niveles de sentido: el de la comunicación, de carácter informativo; el de la significación, de orden simbólico, es decir, el sentido obvio; y el de la significancia, que define como un desbordamiento, un sentido obtusoun significante sin significado que suspende la lectura en la medida que parece manifestarse fuera de la cultura.

La linealidad en el relato de los Silent Hill sirve como amplificador de la obligación. El jugador no puede escapar a través de un lenguaje en red que le dispone un ramo de posibilidades. La linealidad castra, impide el capricho, las pruebas, las elecciones. En ella, en su trayectoria secuencial, está la obligación pero también la retórica. Se nos imponen situaciones que en la lógica de otros juegos serían penalizaciones evitables, como nuestra muerte. Así, el primer Silent Hill nos obliga a morir al poco de empezar, en nuestro primer encuentro con criaturas fantasmales. Perron (2012: 102) describe este callejón sin salida: «la primera vez que juegas SH1, maldices el juego y te preguntas qué demonios tendrás que hacer para escapar de esos niños demónicos», incluso nos culpamos del aparente fracaso, «puedes pensar que te has dejado un arma por el camino» o «puedes creer que hay una salida». Una vez sucumbimos, nos damos cuenta de que «la primera acción que tienes que llevar a cabo en SH1 era, de hecho, ser asesinado». Esta introducción tiene una función aleccionadora: «desde el principio, te sientas y tomas nota. Comprendes que la ruta experiencial será diferente». Veremos que P.T. recupera esta muerte no como parte de un relato cerrado sino como hecho jugable ineludible pero aleatorio —nunca sabemos en qué punto exacto sucederá, pero acabará sucediendo: el fantasma de una mujer llamada Lisa aparece a nuestra espalda y se lanza sobre nosotros—, que nos recuerda nuestro lugar en el discurso. Perron defiende la linealidad ludonarrativa de la saga: «los grandes juegos simplemente te empujan suavemente en la dirección correcta sin darte la impresión de que tan sólo estás conectando los acontecimientos de la historia». Carr (2006) describe esta linealidad de Silent Hill como un «laberinto soluble», secuencial, lineal, que genera tensión a través de una jugabilidad más dirigida. Enfrenta este modelo al «rizoma enredado» de los horror fantasy RPG como Planescape Torment (Black Isle Studios, 1999), tan enciclopédicos y retorcidos que desafían la comprensión.
Pero P.T. no sigue, en este aspecto, las claves principales de la saga, como tampoco lo hacía con la perspectiva; o los esconde voluntariamente para no delatarse. En P.T. no hay cinemáticas ni espacios narrativos tradicionales, sólo se dan piezas inconexas repartidas por un espacio que se repite y crece sobre sí mismo, escondiendo sus indicadores de progreso lineal en un último golpe de dirección de la libertad: se nos niega la comprensión del tiempo y del espacio. La narrativa, como todo en los Silent Hill y más que en ninguna entrega anterior, se vuelve siniestra y alienante.


4. El rol del jugador y el protagonista invisible de P.T.


Al jugar, adoptamos un rol, «una función social y un comportamiento asociado a ella» (Jörgensen, 2009), aunque no nos identifiquemos con ningún personaje. Éste necesita caracterización mientras que el rol es una posición más ambigua y general que puede surgir del relato que el jugador se cuenta a sí mismo, a partir de las pistas que le da el juego, sobre su papel en éste. Un rol es una posición y, ante todo, un objetivo. Cuando juego a un simulador deportivo, me digo “yo soy este equipo y debo ganar”. Si me enfrento a un puzzle, no me identifico con las piezas: soy un agente encargado de su ordenación. El rol está por encima del personaje, aunque se vincule a éste. Y al jugar a P.T., ¿quién soy? ¿Qué cuerpo tengo dentro de su mundo?
Nuestra representación funcional no es más que un punto de vista que se desplaza por el espacio a velocidad regular y limitada. Del personaje se nos oculta todo: nunca habla, no vemos el cuerpo, sólo captamos parte de su reflejo en un espejo que está convenientemente roto a la altura de la cara. Lévinas, filósofo que se detuvo en la reflexión ética del rostro, insistía en la idea de que el rostro y el discurso se encuentran ligados: «el rostro es [...] sentido. Tú eres tú. [...] El rostro es lo que no se puede matar, o, al menos, eso cuyo sentido consiste en decir: No matarás» (2000: 72). Si traemos las palabras del filósofo francés a nuestro estudio, esta ausencia del rostro del protagonista no sólo sustrae sentido a la escena sino que imposibilita decir tú eres tú. O ni siquiera yo soy tú. En P.T. apenas tenemos intermediario, no podemos ejercer de testigo controlado de una peripecia externa.
En este sentido, el juego remite a uno de los episodios más olvidados de la saga: la habitación titular de Silent Hill 4: The Room (Konami / Team Silent, 2004), que también explorábamos en primera persona. Sin embargo en aquel juego el protagonista, Henry Townshend, tenía voz. Podíamos incluso leer sus pensamientos y en las puntuales escapadas fuera de aquella habitación la cámara pasaba a una perspectiva en tercera persona. Henry incluso era un personaje autónomo en las cinemáticas.
El teaser de Silent Hills que esconde P.T. muestra una versión digital del actor Norman Reedus pero ¿es él también el protagonista de P.T.? ¿Hasta qué punto guardan relación? Tampoco lo sabemos. En P.T. no acompañamos a nadie. No sabemos nada del personaje que nos da cuerpo. Perron cita a Chauvin (2002: 39), quien define el survival terror como la «quintaesencia de esta era de la soledad». Estamos solos contra su mundo, sólo nosotros plantamos cara al espacio amenazador del juego y sus monstruos. Escribe Chauvin que la experiencia de la ficción en el videojuego es secreta y solitaria, onanista, y que cuando uno juega, es literalmente el último de los Hombres. Si el survival terror es una experiencia radical de soledad, P.T. representa el género de forma paradigmática. Ni siquiera hay otras criaturas, sombras o enemigos. Estamos indefensos y solos en el pasillo, sólo nos encontramos con Lisa y un extraño feto en el baño que nos remite al bebé informe de Cabeza borradora (Eraserhead, David Lynch, 1977).
P.T. nos ofrece, sin embargo, la posibilidad de interpretar sus narremas como parte del perfil del protagonista. A fin de cuentas, la radio habla de un asesinato y en las paredes aparecen mensajes dirigidos a alguien. ¿A nosotros? Las continuas llegadas del jugador a esa casa vacía a la que está destinado a volver (sin haber podido salir) parecen ser un momento después de una huída precipitada, posiblemente por un crimen. ¿Y si está el jugador  interpreta a un protagonista que está entrando en su propia casa? ¿Y si las personas de las fotografías que le observan desde las paredes son sus familiares? ¿Y si son las víctimas de un crimen del que él, y con él nosotros, somos culpables? Desde luego, esto es lo que más nos aterraría. Recordemos las palabras de Guy de Maupassant en su cuento ¿Él? en 1883: «No tengo miedo de un peligro. Si entrase un hombre, lo mataría sin que me temblara ni un músculo. No tengo miedo de los fantasmas [...] ¿Entonces?... sí, ¿entonces?... ¡Pues bien! ¡Tengo miedo de mí mismo! [...] Tengo miedo sobre todo de la horrible turbación de mi pensamiento, de la razón que se me escapa en un caos, extraviada por una misteriosa angustia invisible» (2007: 145).
Aquí entran en juego las intertextualidades con la saga: ¿somos otra vez, como sucedía con James Sunderland en Silent Hill 2, asesinos que no saben que lo son, torturados inconscientemente por sus pecados (2)? Santos y White (2007) escriben sobre la memoria en Silent Hill 3 y destacan la presencia de un cuadro titulado The repressor of memories. Cuando el jugador visita esa misma localización en su versión del Otro Mundo (un reflejo incierto del cotidiano), el cuadro ha sido sustituido por un punto de guardado. ¿Está el jugador liberando recuerdos o reprimiéndolos? El mismo acto de guardado, por lo general un gesto de poder y de conquista del progreso ludonarrativo, se pone aquí en duda. P.T. elimina por completo este acto directivo del jugador: aunque tiene una función de auto-guardado, la partida no existe como un estatus que conservar a voluntad. No tenemos memoria ficcional ni dominio sobre la memoria del artefacto; como en otros juegos de la saga, carecemos de control sobre la memoria del personaje al que vinculamos nuestro rol. También ahí somos impotentes.

2. En una fuga psicogénica no muy diferente de la de Carretera perdida (Lost Highway, David Lynch, 1997).


5. Fantasmas y expiación en P.T.


Lisa es, sin duda, un fantasma. La única vez en que este tipo de criaturas fantásticas se ha mostrado con una caracterización tan clara en la saga ha sido en Silent Hill 4: The Room, juego con el que, por otra parte, P.T guarda un mayor parentesco. Las criaturas de Silent Hill siempre han sido voluntariamente opacas: no sabemos siquiera si son reales o si todos los personajes las perciben con el mismo aspecto. Los fantasmas, sin embargo, remiten a un pasado humano y a su propia muerte. Son, además, imbatibles: no están hechos de carne y no se les puede herir con métodos mundanos. Tampoco se detienen ante obstáculos físicos. Son la encarnación más recta de la culpa encerrada en la memoria de los protagonistas.
Mientras que los fantasmas de Silent Hill 4 perseguían al jugador incesantemente y siempre en los mismos lugares, en P.T. Lisa puede aparecer ante nosotros en cualquier momento. Parece esperar nuestra llegada para jugar con nosotros. ¿Está relacionada con el protagonista? ¿Es éste su asesino? En más de una ocasión se ha sugerido que las criaturas fantásticas de los Silent Hill son manifestaciones de las psiques de sus protagonistas, como es el caso de Pyramid Head en la segunda entrega. Este monstruo es un verdugo imparable e indestructible que persigue a Sunderland a lo largo del juego. Su apariencia parece haber salido de un cuadro que vio con anterioridad en el pueblo y que lleva por título Misty Days, remains of the Judgement. La primera vez que el protagonista ve a Pyramid Head es en una suerte de violación macabra, abstracta y delirante. Es esta criatura quien mata a María, doppelgänger de la mujer muerta de James. Cuando Sunderland descubre (recuerda) que él mató a su propia mujer enferma, se dirige así al verdugo: «I was weak. That's why I needed you... Needed someone to punish me for my sins…».
Santos y White (2007: 75) afirman que la partida del jugador se convierte en «la terapia de James», que éste está empujado a confrontar sus demonios repetidamente y restaurar su «subjetividad irrevocablemente fracturada». Perron (2012: 125) relaciona esta terapia poética con la terapia literal que sirve de marco narrativo a Silent Hill: Shattered Memories: en este marco, que interrumpe las secciones en las que controlamos a Harry Mason recorriendo el pueblo de Silent Hill, conversamos en primera persona con un psicólogo, el Dr. Kauffman, que nos propone una serie de tests. Al final del juego se nos revela que la perspectiva en primera persona no pertenecía a Harry sino a su hija Cheryl, que recibe terapia por la muerte de su padre. Durante el juego, hemos estado reconstruyendo a su padre mediante nuestras respuestas y expiando su sensación de culpa. Perron afirma que aunque podamos «dar apoyo a los personajes durante su viaje a través de Silent Hill, al final el juego psicológico es tuyo».
Aunque Perron se refiere a la saga como «un patio de recreo en el que juegas a asustarte a ti mismo», creemos que la relación entre el jugador y el personaje que controla va más allá. No se trata sólo de asustarnos sino de obligarnos a identificarnos con personas falibles que nos encaraman a nuestros demonios interiores, a aquellos deseos inconscientes que nuestra conciencia no perdonaría. Se establece entre nuestro yo y nuestra encarnación ficcional lo que Sicart (2009: 215–17) llama una relación de «ética cerrada»: no podemos modificar el relato pero éste nos fuerza a verlo desde una distancia crítica y a compararlo con nuestros propios esquemas éticos. Sicart distingue entre ética cerrada sustractiva y especular (mirroring): la primera permite que el jugador cree sus valores de acuerdo con lo que el juego sugiere, sin hacer referencia directa a estos, mientras que la segunda presenta un sistema de valores autoconsciente y explícito que acorrala al jugador. Aunque los pecados pasados de los protagonistas de los Silent Hill se acaben haciendo explícitos, el diseño lúdico nunca nos obliga a cometer actos con una carga ética negativa de forma directa, por lo que la ética de Silent Hill (y en especial de P.T.) es sustractiva. Se nos niega casi toda libertad para que ejerzamos la única que nos queda, la libertad de voluntad: querer hacer lo que estamos haciendo, estar o no de acuerdo con ello. La manipulación de los Silent Hill implica ejercitar el juicio moral.
La saga Silent Hill utiliza tradicionalmente estas narrativas fragmentadas, estos viajes a lo fantástico y lo siniestro y estas instrospecciones de ética cerrada para hablar (y hacernos hablar) del yo, de la memoria y de las mentiras que nos relatamos. Para, en última instancia, obligarnos a asumir un rol y a compararnos con él. P.T., sin duda la pieza más ambigua y abstracta de toda la franquicia, sugiere un ejercicio similar.


6. Lo fantástico en lo familiar


El clásico «Había una vez» de Perrault o el «Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana» de Lucas delatan la voluntad de distancia de un narrador que se adentra en la fábula maravillosa huyendo de lo cotidiano. Sin embargo, es en lo ordinario donde lo fantástico encuentra el revés oscuro. E. T. A. Hoffmann, el autor romántico que posiblemente haya explorado más lo perturbador y lo psíquico en la literatura, hace emerger lo fantástico desde lo más íntimo y familiar. De este modo, lo fantástico no emerge desde el exterior sino más bien desde una intimidad que se nos presenta extranjera.
A Hoffmann le debemos los rasgos que siguen vivos en los discursos audiovisuales contemporáneos: las ilusiones ópticas, los seres que no se mueven y parecen representaciones pictóricas, las sosias, los espantos repentinos, los narradores múltiples, las impresiones siniestras, la repetición, lo familiar, lo extraño, los sueños, los espejos, las casas, los ojos, las muñecas, las sensibilidades enfermizas y los paseos por el mismo lugar.
El pasillo de P.T. no es un pasadizo secreto de un juego de un aventuras ni un túnel o una mazmorra bajo el viejo castillo de un conde inmoral. Es un pasillo familiar. El jugador avanza por una casa vacía donde le recibe un reloj que siempre da la misma hora, un teléfono descolgado, una radio que remite directamente a la de Silent Hill (y que, como esta, anuncia la llegada del peligro, cambiando la sorpresa por la anticipación impotente), peluches, golosinas, medicinas, llaves, dinero, comida podrida, libros, pinturas, fotografías, retratos familiares y mensajes en las paredes. Estos elementos se proponen como huellas de un espacio que fue habitable y evocan ausencias. P.T., como Silent Hill, se explica en las fallas.
Ahora bien, son las fotografías los elementos que contribuyen de forma decisiva a la retórica familiar unida a lo fantasmagórico y espectral. No olvidemos que toda fotografía desprende cierto carácter tanatológico. En La cámara lúcida Barthes anota que «la Fotografía lleva siempre su referente consigo, estando marcados ambos por la misma inmovilidad amorosa o fúnebre, en el seno mismo del mundo en movimiento: están pegados el uno al otro, miembro a miembro» (2009: 27). Las fotografías en P.T. nos señalan un instante congelado, y a pesar de que apuntan hacia el pasado con sus aspecto de momia, nos avisan de que también el tiempo del jugador es un instante congelado en las 23:59 horas. La capacidad de acción del jugador no afecta al transcurso temporal del juego, no moviliza la escena como suele ocurrir en el discurso lúdico. Si los retratados son, como sugieren algunas pistas, las víctimas del protagonista, el tiempo congelado cobra sentido: son fantasmas, atrapados eternamente en el momento de su muerte, persiguiendo con la vista a su verdugo.
En todo caso, el jugador está condenado a hacer casi sin encontrar consecuencias en sus actos. Apenas se le permite posibilidad de alterar el mundo. Eso sí, el arquitecto-diseñador, al confinarlo en lo que parece el escenario de un crimen, le obliga a deducir. El jugador, sin instrucciones tutorializantes explícitas, se ve emplazado en el lugar del detective (y quizás del asesino) que debe deducir a través de una intuición solitaria. Y esos objetos ordinarios son las únicas pistas de las que dispone el jugador para indagar para escapar a la condena de la mismidad. La casa se presenta como un espacio que analizar hasta que se vuelve familiar; es ahí —en el momento en que tras varias repeticiones del bucle creemos saber dónde está todo— cuando empiezan a aparecer rupturas que nos tambalean. Se nos hace familiarizarnos con el espacio para, luego, convertirlo en siniestro.


7. Tropiezo con el mismo lugar: la repetición lúdica


Lo perturbador de la escena que propone P.T. es suscitado por la incertidumbre y la desorientación a la que nos somete el narrador, por la «inseguridad intelectual» según Jentsch. Freud, que tuvo en cuenta las elaboraciones teóricas de Jentsch para su estudio sobre lo siniestro a propósito de El hombre de arena, aportó algo más en 1919. Freud señala lo unheimlich como opuesto a lo heimlich, término ambivalente que significa tanto lo secreto como lo familiar. Este detalle etimológico que revela la inmanencia de lo extraño en lo familiar anota que lo que nos espanta de lo familiar puede presentarse desconocido en tanto que ha sido reprimido. Lo siniestro surge cuando aparece la insistencia de lo semejante, el retorno involuntario a un mismo lugar que da cuenta de la compulsión a la repetición de la psique.
Esto es lo que ocurre al jugador en P.T. y lo que experimentó Freud durante una tarde de verano en la, que andando por unas callejuelas de una ciudad italiana en busca de una plaza, pasó tres veces por la misma calle. «Después de haber errado sin guía durante algún rato, me encontré de pronto en la misma calle, donde ya comenzaba a llamar la atención: mi apresurada retirada sólo tuvo por consecuencia que, después de un nuevo rodeo, vine a dar allí por tercera vez. Mas entonces se apoderó de mí un sentimiento que sólo podría calificar de siniestro» (2004: 71). Freud añade que lo ominoso también se experimenta «cuando se yerra por una habitación desconocida y oscura, buscando la puerta o el interruptor de la luz, y se tropieza en cambio por décima vez con un mismo mueble» (2004: 71).
Ésta es la condena del jugador de P.T., quien se ve obligado a revisitar continuamente un espacio familiar y a tropezar con sus obstáculos con un plus: el meganarrador enloquece al jugador al tornar la escena en un pasaje subjetivo. A esto contribuye el punto de vista subjetivo desde el que se ancla el jugador. El espacio euclidiano se desorienta en un bucle con puertas pero sin salida y el tiempo deja de ser cronológico para adentrarse en la temporalidad de la repetición. En cada vuelta el espacio se vuelve (por estar más transitado, más familiar, pero no idéntico) más espantoso, como la casa de la protagonista de Repulsión (Repulsion, Roman Polanski, 1965) que despliega su delirio en un hogar cada vez más podrido que la encarcela, o el apartamento de Townshend en Silent Hill 4: The Room. El redescubrimiento alienante de lo familiar lo convierte en prisión.
El espacio siniestro es una constante de la saga de P.T. El pueblo de Silent Hill tiene la apariencia de una población típica americana, convertida en fantasmagoría por fenómenos naturales como la niebla o la oscuridad, de los que reaparece como dimensión demoníaca. Además, el hecho de visitar el mismo pueblo en (casi) todas las entregas puede hacer creer al jugador veterano que tiene cierto dominio sobre sus espacios, aunque en la práctica estos nunca son los mismos. Silent Hill se reinventa constantemente, a veces desafiando las lógicas del mundo: pasillos interminables, espacios de los que se puede escapar, lugares que se repiten, geografías imposibles. Incluso el sonido es siniestro al utilizar efectos cotidianos desvinculados de una fuente diegética: Carr (2006) escribe sobre el sonido como generador de terror en la saga y cita a Ree (1999) quien afirma que «la indeterminación espacial del sonido significa que la ilusión auditiva puede ser incluso más desconcertante que las ópticas o visuales».
Freud es cauto e insiste en advertir que no se puede aplicar la vivencia de lo siniestro en la vida psíquica a su emergencia en la obra de arte —y, por tanto, en los videojuegos. Él bosqueja la experiencia de lo siniestro en la vida psíquica pero señala que no se puede comparar con la obra poética o ficcional. «Mucho de lo que sería siniestro en la vida real no lo es en la poesía; además, la ficción dispone de muchos medios para provocar efectos siniestros que no existen en la vida real» (2004: 85). Con esto, consideramos que el videojuego es un medio afín a lo siniestro porque es un medio expresivo en el que la repetición es casi constitutiva de su discurso. Si algo caracteriza la acción del jugador de los videojuegos es la repetición. En ésta recala el placer del jugador y su aprendizaje pero también en su más allá del principio placer en términos freudianos. Precisamente un año después de que Freud pensara Lo siniestro (donde, como hemos visto, era clave la noción de repetición), en 1920 publicó El más allá del principio placer. Sus investigaciones de la psique revelaban que hay algo en el hombre que no quiere su bien y que en los destinos de esas repeticiones no está el placer sino la pulsión de muerte. Hay algo en la compulsión a la repetición más cercano al horror que a la vida. Yong–Hee y Jung-Hwan analizan la compulsión de repetición freudiana en Silent Hill 2 y sostienen que «transformar la pasividad de la experiencia del horror en actividad explica el disfrute del horror mediado. Esta actitud caracteriza la repetición, la compulsión y el juego porque alivia el horror de la muerte que rodea a la consciencia» (2006: 2). Esto explica cierta lógica de los mecanismos discursivos de P.T. y, en general, de los discursos lúdicos: esa compulsión a la repetición hace que el jugador quede enganchado al juego, sorteando el límite en una continuidad obsesiva sin salida.


8. Doppelgänger


El doble fue estudiado por Rank (1925) a propósito de las imágenes desdobladas en los espejos o en las sombras y su relación con el animismo y el miedo a la muerte. Rank apunta que el surgimiento del doble es una medida de seguridad frente a la destrucción del yo y la omnipotencia de la muerte. Es un estado de auto-observación del yo que trata a una parte de éste como a un objeto. Incluso es un modo de avivar las aspiraciones del yo que no se han cumplido y que la imaginación se niega a abandonar. Precisamente el triunfo burgués del concepto de individuo (que no se quiere dividido) en la modernidad encuentra como reacción la aparición del sosias, que apunta al desdoblamiento o a la fragmentación identitaria del individuo. El doppelgänger es una presencia siniestra y perturbadora que aparece de manera recurrente en los Silent Hill. Cheryl, la hija desaparecida de Harry Mason, es una doble de la esotérica Alessa. A su vez Heather, protagonista de la tercera entrega, es una doble o reencarnación de Cheryl. James arranca Silent Hill 2 enfrentándose a su propio reflejo en un espejo. María, la misteriosa seductora que encuentra más adelante, parece una versión idealizada de su difunta esposa Mary. El doppelgänger en Silent Hill remite a la muerte, a la aspiración inalcanzable, a la división entre yo y memoria, entre voluntad y acciones. La fractura interna de los protagonistas alcanza su punto máximo en P.T.: volviendo a Lévinas, si no hay un rostro que no pueda morir, si no podemos hacer identificaciones («tú eres tú»), ¿estamos seguros de que «tú» eres el único «tú»? Con esa afirmación en el texto de apertura («The only me is me. Are you sure the only you is you?»), el juego obliga al jugador a leerlo desde el doppelgänger. ¿Es el protagonista un personaje con identidad o tan sólo un eco de alguien desconocido (tal vez nosotros mismos)?
Bèssiere (1974: 103) nos dice que «la narración fantástica constituye un discurso descentrado del sujeto»; dicho de otro modo, dispara contra la unidad del yo que hoy la psicología cognitivista (o la ego psychology) insiste en preservar. El brillo del yo sólo se sostiene sobre la conciencia, por ello, rechaza el inconsciente, que nos acerca y nos adentra en lo oscuro de la subjetividad, a una sustracción del saber. Los protagonistas de Silent Hill están arados por lo que no saben de sí mismos, sobre su yo fracturado. Esta lógica subjetiva a nuestro terreno aplicada a los videojuegos revela que el concepto de avataridad supone un desdoblamiento entre el yo real y el rol asumido. El yo videolúdico no es una unidad consistente y de armadura cerrada. Los videojuegos suponen una experiencia que va más allá de la percepción estética gracias a la interactividad y la avataridad, y el concepto de avataridad llega para recordar que el yo y el cuerpo como unidad son una ilusión —como revelan el estadio del espejo que teorizó Lacan (2009) o los cuerpos fragmentados que suelen dibujar los niños psicóticos, y que bien podrían ser criaturas moradoras de Silent Hill. La fragilidad de los cuerpos protagonistas en los Silent Hill (que en P.T. ni siquiera nos permite defendernos) ubica la avataridad o encarnación del jugador en la doble naturaleza del doppelgänger que define Freud: como garantía de permanencia del yo (de inmortalidad) y también como heraldo de la muerte. Somos criaturas mortales también en el juego; para Carr (2006), este desdoblamiento entre jugador y avatar otorga poder a las fuerzas oscuras y depredadoras de la obra. Somos el doppelgänger del protagonista, o él lo es de nosotros, y anunciamos la muerte y la fragilidad del otro.


9. El juego como artefacto siniestro


P.T. nos niega casi cualquier poder significativo en la interacción y en la construcción de sentido sobre nuestro rol, nuestra representación y el propio relato. Recoge las claves temáticas de la saga sobre lo siniestro, el espacio alienante y las fracturas del yo. Además, añade una última estrategia de terror, un último subrayado de nuestra impotencia como jugadores: convierte el juego como artefacto y la mediación de la máquina en partes de su discurso, usando la metalepsis (o ruptura de la cuarta pared) como invasión del espacio real familiar.
No es el primer juego que explora este terreno. Metal Gear Solid (Konami, 1997), también de Hideo Kojima, contenía numerosos ejercicios similares, principalmente de la mano de Pyscho Mantis, un personaje con poderes psíquicos que se exhibía moviendo el mando o leyendo la tarjeta de memoria del jugador. Eternal Darkness: Sanity’s Requiem (Silicon Knights, 2002) convertía la cordura lovecraftiana en una dinámica de juego, en un recurso que podíamos perder ante el contacto con lo sobrenatural y que provocaba alucinaciones que, en su forma más extrema, no tenían que ver con la diégesis de su mundo sino con nuestro lado de la pantalla: el volumen del televisor parecía bajarse solo, nuestra partida se borraba por error o el mando dejaba de funcionar justo al entrar en una sala infestada de enemigos. El aviso es claro: tú no tienes el control absoluto, hay un instancia Otra, invisible pero ubicua, escondida en la mediación, en el artefacto, o al menos con control sobre ellos, que te lo puede arrebatar en cualquier momento.
Si los terrores de la pantalla pueden saltar a nuestro lado, nuestra indefensión es total. P.T. extiende su «búsqueda del tesoro» —pistas sobre el verdadero sentido de la obra, de su relato y su playable teaser del futuro Silent Hills)— a partes de la interfaz: un fragmento de una foto se esconde en el menú de pausa y sólo se encuentra ajustando el contraste. El locutor radiofónico deja de recitar su discurso para advertirnos del peligro a nuestras espaldas. En la última repetición del bucle, la imagen se fragmenta y muestra errores de compresión, como una señal digital que pierde recepción.
El control sobre la tecnología y el correcto funcionamiento de todos los componentes de la mediación son imprescindibles para interactuar con el juego. Al fingir errores en ellos, P.T. nos saca de la zona de confort que nos proporcionaría la conciencia, la orientación espacial y la claridad de significaciones y nos hace sentir impotentes en el plano funcional. El meganarrador deja de ser alguien que nos permite jugar y nos da acceso a los saberes para ser un enemigo o al menos un manipulador. Se convierte en una fuerza externa, de presencia sugerida, que sabe antes de que nosotros sepamos, que juega con ventaja, tiene control sobre todos los aspectos del círculo mágico de la partida y los puede usar para lograr su objetivo: aterrorizarnos.


10. Tensiones entre diseño y jugador: impotencia dirigida en P.T.



Hasta este punto hemos ido advirtiendo una contradicción latente: P.T. funciona como una experiencia de soledad con la sensación de que no estamos jugando solos. Ese Otro sugerido es el verdadero controlador. Un arquitecto, gamemaster o meganarrador guardián de la penumbra, de la noche o del mundo inferior que nos tiende un reto y una trampa. Somos una pieza de su juego, nos asusta cuando quiere, nos obliga a actuar y a mirar cuando quiere. Nos hace enfrentarnos a ideas que nos resultan violentas y nos aprisiona en espacios que no podemos acabar de comprender de manera lógica. Rompe con nuestro saber y nuestro conocimiento.
P.T. usa la falta de libertad a su favor para construir una experiencia con intencionalidad clara: llevar al extremo las claves del survival terror, dirigiéndonos en una fantasía de impotencia total. Pactamos con el juego someternos a él y a su remolino, aceptar que él tiene la última palabra en lo mecánico, lo lógico, lo narrativo e incluso lo mediador, el artefacto tecnológico. La fantasía de impotencia y terror no se limita a no darnos mecánicas de defensa o hacer que nuestro avatar sea vulnerable, sino que se extiende al conjunto ludonarrativo de la obra y nos deja claro que no podemos agarrarnos a nada: ni al relato, ni al personaje que nos encarna, ni a los espacios, ni al límite diegético que nos separa de sus fantasmas.
En este capítulo hemos repasado las constantes de la saga Silent Hill y certificado que P.T. no sólo las cumple, sino que las pone en primera plana de su discurso. La manipulación psicológica característica de la franquicia vuelve a articular una vez más una experiencia de terror perturbadora y contradictoria: estamos desvalidos y totalmente solos, y a la vez vigilados y dominados constantemente por alguien más, una presencia fantasmal, tal vez un doble, otro Yo —puesto que la noción misma del Yo y de su singularidad se dinamitan desde el principio— que ejerce de heraldo de la Muerte y al que no podemos enfrentarnos porque no lo podemos definir. P.T., como el resto de su saga, nos atrapa en un limbo ludonarrativo en el que no vencemos ni sobrevivimos, sino que nos dirige y nos encierra en la duda. ¿Estamos seguros de que el único eres ?