Botonera

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23.6.15

DERIVAS Y FICCIONES: TU LIBRA DE CARNE - "127 HOURS" ("127 HORAS", DANNY BOYLE, 2010)




127 HOURS 
(127 HORAS, DANNY BOYLE, 2010) 

TU LIBRA DE CARNE


POR MARIEL MANRIQUE



Según la lógica del accidente, la roca que te pone al borde de la muerte no es hija del azar. "La roca te espera desde que naciste", dice Aron Ralston, escalador amateur, en 127 horas (Danny Boyle, 2010). La roca asume la forma de tu modo de estar en el mundo. Tiene la estabilidad y el peso de tus elecciones. Caerás primero en el vientre del gran cañón que la naturaleza, impúdica, exhibe para deslumbrarte. El gran cañón es tu perdición; es tu carnada. Luego la roca caerá sobre tu brazo, concediéndote el grado mínimo de movilidad que te permita convertirla en tu precaria mesa de operaciones. Atrapado en una fisura en la que rigen solo dos mandamientos de supervivencia (no desmayarse; no volverse loco) aprenderás que, con nuestra modesta navaja made in China con linternita incluida en la módica oferta del supermercado, jamás lograremos mover la roca.

Cuando la vida decide llamarse Shylock, no se trata de mover la roca sino de negociar. Ya estamos dentro de la vida, dentro del gran cañón y con la roca cortándonos brutalmente el flujo sanguíneo del brazo derecho. Atrapados (ay, el eterno retorno...) en la hipnótica vagina de piedra, que nos exige, ya que nos atrevimos a volver y desafiarla, su derecho de peaje, el gran tributo. 

Importa el modo en el que hayamos sido antes de caer, porque el proceso de la caída no nos cambiará: será la evidencia de una forma preexistente de pasar las horas, que en el caso de Aron implica la huida de las multitudes para palpar en solitario la naturaleza y reírse aun cuando su bicicleta muerde el polvo. Aron no teoriza. Se mueve con la frescura y la espontaneidad de quien necesita poco para hacer cumbre, arriba o abajo.


En la infancia, las grandes montañas nos protegen. Después aprendemos, en carne propia, la violencia que sus mordiscos pueden asumir. Porque las montañas tienen mandíbulas y muerden. Y no lo saben. La naturaleza no tiene moral, por eso su belleza es mortífera pero inimputable. Podemos observarla, estremecidos; podemos recorrerla desde la fascinación y el temblor. Ella, sin embargo, no nos mira. Un paso en falso y nos succionará, en sus interminables y enigmáticos laberintos. Así de indiferente y lejana es también, de algún modo, la infancia recordada desde el accidente.






Antes de caer en el Blue John Canyon, Aron se lo apropió para gozarlo, en compañía de dos viajeras extraviadas con cuyas vidas intersectó la suya en un par de momentos gloriosos: sostener el cuerpo entre las angostísimas paredes del cañón, utilizando esas paredes de punto de apoyo, y lanzarse al agua repetidamente desde la altura. Ese goce previo al accidente es más importante que el accidente mismo y define, hasta cierto punto, el método de salida de este último. 

Aron decide dónde quiere estar, con quiénes y cómo, sin encadenar sus decisiones en un derrotero auto-destructivo y lineal (es, de algún modo, el reverso exacto de la coetánea Nina Sayers de El Cisne Negro - Darren Arronofsky, 2010). Lo hace como quien celebra una fiesta y con el entusiasmo de aquel para quien aun los preparativos son parte de la celebración. Si Aron hubiera muerto en el pozo del Blue John Canyon, uno siente que hubiera vivido una buena vida, ordinaria y breve, no estridente ni heroica, pero buena. Porque Aron no espera ni busca: experimenta.      

La inmersión en el agua queda doblemente registrada: en su memoria y en la cámara de filmación que empezará a funcionar como un reservorio de imágenes de emergencia y una interlocutora muda. Con su cámara, Aron verificará, al borde de la extenuación, que no delira. Y será el testigo de la naturaleza, el archivista de los momentos en los que su historia se unió a la piedra que lo tiene de rehén.

Tres usos posibles de la tecnología: una segunda memoria inmediata, que reafirma y auxilia la memoria original en crisis; una compañía silenciosa, cuando la cordura puede llegar a perderse en los meandros tramposos del monólogo; y un diario de viaje audiovisual, cuya lente nunca predomina sobre el ojo desnudo. Hablar y recordar en medio del desastre, para que la virulencia del desastre no nos aniquile; filmar un diario de viaje, para dejar constancia de lo que ha sido. 


Aron afirma que ya no sabe si es la roca la que aprisiona su mano o su mano la que sostiene la roca. Son las dos caras de la misma moneda. Dado que sabe que la roca no se moverá, la única opción, si quiere seguir vivo, es entregar su brazo a la naturaleza encarnada en la roca. Shylock exige tu libra de carne. 


La navaja doméstica es impotente frente al mineral pero efectiva frente a arterias y tendones. En la situación límite, cada pequeño objeto adquiere una dimensión protagónica: el cuervo que sobrevuela los cañones cada mañana a la misma hora, la hormiga gigantesca que nos recorre el rostro, los exactos 15 minutos diarios de sol que alumbran la fisura. 



Tan centrales devienen las mínimas y elementales cosas de un entorno exiguo que se adueñan del punto de vista: no es Aron quien ve el fondo casi vacío de su vaso térmico, sino el fondo de ese vaso térmico el que observa la lengua de Aron, lamiendo sus bordes con la sed del desesperado. Cuando Aron bebe su propia orina para hidratarse, las burbujas de orina toman posesión del plano y, en el acto de la amputación, es la sangre que fluye por dentro, y no por fuera, la que reclama la totalidad de la escena.

Esa amputación debe, necesariamente, estar en el cuadro. La decisión de no enviarla a un fuera de campo es coherente con la frontalidad de Aron y el carácter absolutamente orgánico del film. Aron no cerrará los ojos ni mirará de costado cuando corte. Así como se detiene a contemplar los ciclos de la naturaleza, con sus puntuales e incesantes renovaciones, así contemplará el instante único e irreversible en el que su brazo se convierta en muñón, equiparando el brazo perdido a un lastre y ese muñón, a una resurrección que le permita volver a la fiesta. 

Asimismo, Aron nos ha conducido, porque es imposible no hacerlo (especialmente si James Franco se ha calzado su experiencia), a acompañarlo. Nos ha seducido en buena ley para que nos involucremos en sus tácticas inagotables. Sería un acto de inmensa cobardía dejarlo solo y no ser, también, sus ojos, en esta instancia en la que entrega a Shylock lo que Shylock pide, mientras se guarda lo que necesita para seguir. Para seguir escalando, incorporándole al muñón una prótesis metálica que oficie de obstinado pico de alpinista. 





Es mérito de Danny Boyle evitar naturalmente el tono solemne y la vena trágica, no solo ofrendándole el film a un personaje que lo último que cedería a Shylock es su sentido del humor sino construyéndolo, en forma coherente con la vitalidad exuberante de Ralston, con pantallas divididas, cámaras en mano, flashbacks e imágenes de vídeo, jalonadas por las imágenes de una naturaleza de colores saturados hasta el hueso (obra de la fotografía de Anthony Dod Mantle, con quien pareciera operar telepáticamente), como saturados de energía parecieran estar los canales sensoriales de Ralston. 

Hollywood se relame con las historias de superación y supervivencia, y su insoportable "canto a la vida", especialmente cuando, como en este caso, el filme se basa en una "historia real". 127 horas excede, largamente, ese género plañidero con final feliz. 

Dice, con la voz de Aron, que vivir está bueno aun cuando la roca nos oprima el brazo; que la irrupción de Shylock es inevitable y que no hay tiempo (porque tenemos muy poco, porque Aron tiene, solo, 127 horas) de despedidas lacrimógenas, ataques de histeria y ridículos rostros circunspectos a la hora de la transacción. Y que hay pasiones en nombre de las cuales habrá que depositar, en bandeja y aunque nos tiemble el pulso, nuestras libras de carne. Nadie nos prometió un jardín de rosas. No regrets, my friend. No hard feelings.