Botonera

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26.2.15

XVII. "EDGAR NEVILLE. DUENDE Y MISTERIO DE UN CINEASTA ESPAÑOL", Christian Franco Torre, Hispanoscope libros 6, Santander: Shangrila Textos Aparte, 2015.




López Rubio, Stan Laurel, Eduardo Ugarte, Oliver Hardy y Edgar Neville


CONCLUSIONES y 2*




VANGUARDIA LOCAL

Sus singularidades como cineasta han motivado que el encaje de Edgar Neville dentro de la historia del cine español fuese, cuando menos, conflictiva. El individualismo del que siempre hizo gala y las avanzadas soluciones formales que ensaya en algunas de sus películas han impedido agruparle con otros cineastas de su generación, especialmente al estudiar el cine de la autarquía. Una circunstancia que en realidad denota su condición de vanguardia local, especialmente palpable en la década de 1940, en la que Neville realiza el grueso de su filmografía, completando 11 largometrajes, el cortometraje La Parrala, el mediometraje Verbena y su capítulo en la desaparecida El cerco del diablo.

Aún en tiempos de la autarquía, Neville mantiene el contacto con cineastas e intelectuales del extranjero, especialmente de Hollywood y Francia, y su conocimiento del lenguaje cinematográfico y de los mecanismos de producción le permiten además aprehender los hallazgos que percibe en producciones foráneas. Así, lejos de las formas abigarradas que imperaban en buena parte del cine de su época, ajeno a las imposiciones de la censura y descargado de la atención de los organismos oficiales tras purgar su pasado republicano, el cineasta madrileño puede explorar soluciones narrativas y formales que les están vetadas a otros directores españoles, aunque siempre tratando de integrarlas en su propia concepción cinematográfica.

Porque, como decíamos, quizás el gran talento de Neville era su capacidad integradora. Su obra no supone en ningún caso una ruptura con el pasado, aunque eso no le lleva a realizar, al menos en su etapa de madurez, un cine retardatario. De hecho, es difícil encajar su estilo aún dentro del cine de la II República, un momento en el que, frente al auge de los musicales, el madrileño opta por un cine más urbano, en la línea de Benito Perojo, con quien no en vano colaboró en 1935 realizando los diálogos de Rumbo al Cairo.

Pasada la Guerra Civil, su trayectoria se presenta como única, sin relación clara con ningún otro cineasta español por más que se puedan encontrar paralelismos, en películas concretas, con Jerónimo Mihura, Rafael Gil, Antonio Román o José Luis Sáenz de Heredia. Es en este momento cuando se evidencia la condición del madrileño como una especie de vanguardia local. Pero se trata de una vanguardia singular: no es que Neville se sitúe entre los más innovadores cineastas de su época, sino simplemente que está al día. En una industria subdesarrollada, marcada por la picaresca y que insiste en las formas propias del clasicismo hollywoodiense de la década anterior, el mero hecho de estar al tanto de lo que pasaba fuera y la conexión con cinematografías más evolucionadas, permitió a Neville un mayor desarrollo de su cine respecto al de buena parte de sus coetáneos.

Esta situación de privilegio le permitió además anticipar diferentes vías de evolución del cine español. La que más se ha propagado por la historiografía, pero también la menos consistente, es la introducción del neorrealismo en España con El último caballo: En realidad, Neville sólo explora una faceta del estilo italiano en esa película, como es el rodaje en exteriores; pero su concepción y su temática beben directamente de Chaplin y de Cervantes. Más consistentes, en cambio, son los hallazgos estructurales de películas como La vida en un hilo o El crimen de la calle de Bordadores, la experimentación formal que ensaya en Nada, las soluciones escénicas de Duende y misterio del flamenco o, incluso, la adaptación al lenguaje cinematográfico de su comedia teatral El baile.

En esta dinámica, también se puede atribuir al cineasta madrileño, aunque con cierta cautela, la anticipación del esperpento cinematográfico. Aunque no se han clarificado las cualidades que permitirían calificar así a una película determinada, podrían apuntarse las siguientes: deformación de la realidad, crítica social muy marcada, humor negro y tratamiento visual feísta. Unas cualidades que, salvo la de la crítica social, ya están presentes en El crimen de la calle de Bordadores, en la que además Neville incluye un elemento, el falso flash-back, que es en sí mismo un espejo deformante.

Más allá de estas precisiones, lo cierto es que esa posición avanzada de Edgar Neville dentro de la cinematografía nacional le permitió también influir de manera notable en otros cineastas. Primeramente, el madrileño dejó huella en dos de sus más estrechos colaboradores: Luis M. Delgado y Fernando Fernán-Gómez. Dos cineastas que no en vano colaboraron al inicio de su trayectoria como directores realizando, a cuatro manos, Manicomio (1953).

En el caso de Delgado, su rápida orientación hacia un cine eminentemente comercial diluyó esa influencia en favor de unas formas más convencionales. Pero Fernán-Gómez, autor a su vez de una obra de gran singularidad, asimila de manera decidida algunos de los elementos propios del cine de Edgar Neville, especialmente su integración del casticismo.

Además, la huella del cineasta madrileño también se deja notar en el cine de Luis García Berlanga, quien no dudó en sus inicios, Benito Perojo mediante, en rodar un argumento de Neville: Novio a la vista (1954). De hecho, su fascinación por alguna de las películas del madrileño, concretamente por El último caballo, es tan notoria que incluso trató de filmar un remake. Pero además, el valenciano homenajea de manera evidente a El baile en La escopeta nacional (1978), en concreto en la secuencia en la que el personaje al que interpreta Conchita Montes desciende vestida de gala por una escalera, recibiendo una ovación por parte de los asistentes a la velada en la finca de los marqueses de Leguineche.

La herencia de Neville en Berlanga se aprecia en su querencia por los personajes secundarios, en su humor corrosivo y desmitificador, y en su inclinación por las clases populares. En cambio, el valenciano renuncia a los flash-backs y limita la preponderancia de las elipsis, elementos siempre presentes en el cine de Neville, para articular su cine en torno al plano secuencia; y logra una coralidad que Neville únicamente concreta en El señor Esteve y Mi calle.

Una tarea en la que, de manera sistemática, Berlanga encuentra la complicidad del guionista Rafael Azcona, en cuya obra humorística y cinematográfica también puede rastrearse la huella de Neville. No en vano, Azcona pertenece a una generación posterior de la revista de humor La codorniz, en la que cogió el testigo del madrileño, y de su “Luisito Rodríguez”, que con el tiempo pasaría a apellidarse “Mínguez”, para narrar las peripecias de otro infante, aunque en un tono mucho más corrosivo que el del madrileño: “El repelente niño Vicente”. En lo referente a su obra cinematográfica, la influencia nevilliana en Azcona se percibe en esos diálogos atropellados, propios de una tertulia, en la querencia por los papeles episódicos y en el tratamiento del humor. Unas cualidades que se aprecian con mayor nitidez en sus trabajos con Berlanga, y se adivinan en ese guión coescrito de “Caronte”, con el que ambos pretendían adaptar El último caballo.

Pero más allá de estas influencias, la obra de Edgar Neville se distingue por su propia condición unitaria y por su originalidad. Una filmografía que remarca su singularidad dentro del panorama nacional y que supone un nexo entre el cine de la posguerra y toda una tradición cultural de raigambre netamente española, al tiempo que anticipa la evolución hacia la modernidad cinematográfica.


*Se han suprimido en la publicación on-line de este fragmento del libro las notas que sí aparecen a pie de página.