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23.2.14

DERIVAS Y FICCIONES - LA MIRADA INTERIOR. LA CINESCRITURA DE MARCEL HANOUN, por Nacho Cagiga.

COORDINACIÓN: MARIEL MANRIQUE / HERNÁN MARTURET



LA MIRADA INTERIOR.
LA CINESCRITURA DE MARCEL HANOUN

POR NACHO CAGIGA


I. LA MIRADA







Habiendo elegido el duro deseo de ser cineasta sabes que este deseo es frágil, y que todas las Sirenas, todos los espejismos de las instituciones cinematográficas se emplean con fuerza para distraerte y para detenerte.
Marcel Hanoun



Je meurs de vivre, 1994


La puesta en marcha, en Internet, de un lugar en el que Marcel Hanoun ha expuesto algunas de sus películas (http://www.atelier-de-marcel-hanoun.com en donde puede encontrarse también un enlace a su página oficial), como un pequeño cine en el que distribuir una obra cinematográfica que desgraciadamente resulta casi imposible de ver, nos acerca a este más que singular cineasta. Su mirada excepcional se detiene tanto en mitos fílmicos pretéritos (Juana de Arco, Romeo y Julieta o Cristo), como en modernos (la guerra de Sarajevo o los movimientos obreros), para reflexionar sobre nuestra época desde la óptica de un pasado cultural, literario y cinematográfico que Hanoun constantemente cuestiona. Junto a estos grandes personajes y movimientos, Hanoun nos presenta también las pequeñas vidas, las simples historias, como reza el título de una de sus más hermosas películas, para situarnos en un tiempo que es y no es el nuestro. Con ello, Hanoun marca la distancia entre el espectador y lo mostrado, explicitando sistemáticamente el propio oficio de cineasta que hace posible la historia que nos es contada, y que es ficción y documental al mismo tiempo. Y esta es la gran apuesta de Hanoun, la de evitar la categorización clásica de las imágenes. ¿Documental? ¿Ficción? ¿Metacine? Todo está mezclado y mostrado sin separación alguna, desde la reflexión sobre lo creado hasta los sentimientos de un actor y de su personaje. A lo largo de su carrera, a través de su filmografía, lo que nos ha ido dejando filme tras filme es su auto-retrato, a veces oculto tras imágenes e historias tomadas de otros, y otras mostrándose él mismo, en primera persona o como máscara.

Un cine del yo es un cine del porvenir. Podría parecer que el cine niega al yo como no lo ha hecho ningún arte anterior. Ni la pintura, ni la escritura, ni la música...quizás, aparentemente al menos, la arquitectura y la escultura han intentado una cierta objetividad o, de alguna manera, los críticos de arte han pretendido tal cosa, por lo demás del todo imposible. Sabemos que el artista, como el niño, es un ser egocéntrico. De todos los oficios que nos planteemos, difícilmente podríamos encontrar otro en el que aquel que lo ejercita tiene un ego tan enorme y grandilocuente, hasta un punto en que quizás sólo el político y el sacerdote podrían estar a su altura. Así las cosas, sería fácil concluir que el artista del yo, aquel que habla de sí mismo, o el que narra en primera persona, es el gran Ego, el autor situado por encima de la vida, de la realidad, elevado hasta la mayor de las alturas por su arte, y que siempre encamina su obra hacia su excelente personalidad. Ejemplares de esta fauna existen, todos lo sabemos, pero semejante idea (el cinema del yo y su contrapartida, el cinema del otro) tiene que entenderse en su justa medida. El cine de Marcel Hanoun puede ayudarnos mucho a comprender el papel del artista, del cineasta en suma, en la sociedad, en el mundo actual, si se quiere decir así, siempre lejos de esas pretensiones egocéntricas, pero sin renunciar a hablar de él mismo, como parte de una cotidianeidad que cada vez más el cine intenta llevar a las pantallas. Hanoun ha sido uno de los primeros en ponerse como autor en el centro de su temática, aunque nunca como anulación del otro, antes bien al contrario. Un filme tan mínimo dentro de su ya minimalista filmografía como, por ejemplo, Insaisissable image (Imperceptible imagen), realizado en 2007 con un teléfono móvil, nos sirve como paradigma perfecto para hablar de ello.

Concebido dentro del programa del Festival Film Pocket, este cortometraje (22 minutos) de Hanoun se convierte en el auto-retrato de un hombre y un cineasta que se nos revela en un momento concreto de su vida. Con la estructura de un relato de viajes, el cineasta y su acompañante, su inapreciable cómplice, Estelle Courtois, nos hacen partícipes de un viaje en coche, al tiempo que graban (y se graban a sí mismos) imágenes con su teléfono móvil, para completar un filme, el mismo que estamos viendo, cuya presencia se viene conformando a través de ese collage de grabaciones, que incluye como uno de los motivos centrales de la historia la hospitalización del director y la visualización de algunos de los tratamientos médicos recibidos. Mientras todo esto ocurre, Marcel Hanoun hace su discurso sobre el tipo de cine que para él es importante, y que ejemplifica perfectamente con las imágenes que el cortometraje nos muestra. Las palabras que van saliendo de su boca y que nos hablan continuamente de un cine libre (“¡Viva el cine libre!”, dice en un momento el propio director), de un cine aleatorio, de clandestinidad creativa, o de proximidad, tienen su perfecto reflejo en ese discurrir audiovisual que muestra cómo su mirada va construyendo la realidad fílmica a base de pequeñas cosas, ya sean objetos, naturalezas muertas, la gente con la que se cruza, las personas con las que tiene una relación más intensa, el paisaje, o él mismo, su cuerpo y la imagen y el sonido a él asociados. Esos fragmentos que se mezclan unos con otros, que se siguen con una cadencia que es sugerida por la misma forma que él tiene de acercarse a esas experiencias, a su existencia personal y creativa, nos hacen tomar conciencia de una cotidianeidad, la que le pertenece por el hecho de ser y, también, por el hecho de tener la voluntad de narrárnosla.

Con un cine cuya raíz se hunde en la mirada bressoniana, heredero avant la lettre del último plano de El dinero (L'argent, Robert Bresson, 1983, con cuya imagen Bresson no sólo cerraba su película, o incluso su filmografía, sino que nos recordaba una forma de hacer cine, la suya, en la que las expectativas del espectador están habitualmente defraudadas para que pudiera asimilar lo que de único tiene su experiencia), el propio Hanoun pretende que lleguemos a ser capaces de plantearnos que el cine no puede reducirse a una serie de fórmulas estéticas, como las que las películas industriales siguen con los ojos cerrados, sino que este se parece más a una puerta o una ventana abierta a la creación, como un acto individual y subjetivo, único e irrepetible. Así es, en efecto, el cine de Hanoun. Y más. No es solo una reflexión sobre el proceso creativo, no es ya solo una revisión de nuestras “verdades” fílmicas, que nos mantendrían dentro de un cine conceptual, más o menos frío. Para Hanoun lo contado es más importante que su sola auto-reflexión. Su cine es profundamente humano, material, físico. Sus películas nos hablan de sentimientos, de personas cuyos dramas dicotómicos (el amor y la muerte, la guerra y la paz, el sufrimiento y la felicidad, la libertad y el cautiverio...), se expresan en el continuo fragmentado de una representación que se siente orgullosa de serlo, precisamente por construir el artificio de una realidad y por su contrapunto, los medios con los que la representación está construida. Todo ello, además, sin renunciar a una fina ironía, al placer de un juego que tiene como interlocutor ideal a su espectador, al que nunca le permitirá permanecer resguardado en su soledad, provocando en él un similar tipo de cuestionamiento hacia lo mostrado en sus películas como el que él mismo tiene como autor, y que se nos presenta como un aparente desorden de tiempos y espacios que no lo están en absoluto. Como ocurre con el escritor, el orden de la sucesión de imágenes y sonidos es el material que conforma esa mirada que Hanoun nos regala. Una mirada que durante mucho tiempo se ha mantenido oculta en las catacumbas, y que ahora tenemos la posibilidad de empezar a descubrir.


La escritura de una imagen

El interior del personaje es lo que se intenta sacar a la luz en un relato fílmico como Un arbre fou des oiseaux (Un árbol loco con pájaros, 1996). El filme nos habla de cómo vivir tras la muerte del ser amado. La pérdida de Jacques sume a su pareja (Lucienne Deschamps) en un profundo dolor, lo que convierte al relato en un lamento de amor, en un intento de superar la carencia, el hueco dejado por el ser amado. Hanoun transforma a su personaje femenino protagonista, que se habla sola para conjurar al dolor, en una grafía, o como ella misma reflexiona, en escritura, en palabra que se escucha, que se escribe, que deja la huella constante de su pena, para sacarla hacia fuera. Sola, hemos dicho, aunque, eso sí, acompañada de sus fantasmas, con los que poder dedicar un brindis “à Jacques”. Lloro y risa catártica se suceden en un ritual que festeja la memoria de la persona que le falta a esta mujer ya definitivamente sola. Hanoun vuelve a recurrir a su actriz fetiche para conseguir ese retrato, ese reflejo en un cristal, que acaba siendo la imagen fantasmagórica de ella. Sin embargo, es impresionante ver como con sus fragmentos, rehechos a pinceladas cinematográficas, entra sin ambages en el interior del personaje, una franja geográfica que normalmente no se consigue mostrar, en la que pocos cineastas son capaces de entrar. Para ello se sirve de la palabra, sin complejos, pero utilizándola de una manera que no castra a la imagen, más bien al contrario, le otorga sustancia. Esta es una cuestión para nada baladí en el actual panorama fílmico, cuando la gran mayoría de las películas se encuentran hilvanadas en función de las palabras, y la imagen se ha relegado a una mera ilustración de un discurso verbal. El conservadurismo de la industria ha hecho mella en las diversas estéticas del cine. Hanoun ha sabido mantenerse, gracias a su independencia como cineasta, fuera de estos reduccionismos, y pese a que sin la palabra a su filme le faltaría algo esencial, no es menos cierto que es capaz de crear un mundo a partir de la imagen, que da valor a la poética visual por él alcanzada. En este caso, el mundo que representa el interior de la mujer en duelo, allí donde el dolor se ha instalado, se ha convertido en un punto que necesita de artificios más grandes que los proporcionados por la vida cotidiana. El mundo del arte entra así en ese paisaje interior, ella misma es enmarcada por espejos, por la propia cámara (mirada) de Hanoun, como un retrato icónico. Así las cosas, la presencia fragmentaria de su cuerpo es un umbral hacia ese interior, herido y sangrante, de lo que tendremos que llamar su alma. Porque no se trata de un relato psicológico, en última instancia, terreno en el que Hanoun no deja de ser un maestro, comparable a ciertos primitivos nórdicos, como Víctor Sjöström, sino porque en esta ocasión la historia propuesta nos lleva más allá. Nos sitúa en un interior de mujer que ha muerto por una especie de solidaridad emocional con el hombre al que amaba y al que ha perdido para siempre. De esa muerte en vida es de la que Hanoun nos habla. Y lo hace no desde el disimulo que podría proporcionarle una vida que se relaciona con los otros, que se muestra en el teatro del mundo, sino de alguien que se mira hacia adentro, que utiliza su reflejo como frontera a traspasar, y para entrar en ella misma, que no cede ante nadie, si acaso solo con esas otras mujeres que habitan en ella, pero que son ella misma, que expresan posiblemente la vida que le queda en activo, frente a ese espacio de muerte interna, que la ha hecho consciente de su mortalidad y que, por lo tanto, la hace eterna, no sujeta ya a los hechos mundanos. Es en este reino donde el arte tiene un doble sentido: el mínimo de reconfortar (en oposición a la usurpación de las religiones), y el máximo de ayudar a realizarnos, de hacernos más humanos, más extraños ante la brutalidad y la violencia, como el del acto terrorista sobre el que ella reflexiona, que nos devuelve irremediablemente a un punto más cercano a la vida, en cuanto a experiencia cargada de sentido amoroso.

Bajo el signo de la cinescritura, imagen y palabra se entrelazan para dar cabida a una “nueva” concepción del cinematógrafo. Es verdad que son caminos que se han puesto en marcha muchas veces, pese a que no han resultado ser muy transitados. Vale la pena recordar aquí el ejemplo de la caméra-stylo de Alexander Astruc, quien preconizaba el uso de la cámara como el de la estilográfica para un escritor. Hanoun se hace, por lo tanto, eco de las teorías del cine impuro de André Bazin. Es importante, sin embargo, no caer en el error de pensar que Hanoun “reduce” el cine a la literatura. Al igual que en Bazin, para Hanoun la imagen es un elemento poderosamente (materialmente) visual, pero puede ser trabajado como el trazo que ejecuta un pintor, el fraseo de un músico, o la grafía que imprime sobre un espacio físico un escritor. Se trata pues de escribir sobre el soporte de turno, sea celuloide, banda magnética o tarjeta gráfica. Esta concepción nos devuelve la dimensión artesanal de todo autor cinematográfico y, al mismo tiempo, dota de una cierta solemnidad al plano, que como las palabras en aquel filme de Marker sobre François Maspero, acaban por tener un sentido. A la búsqueda de ese sentido es a lo que viene encaminado todo director de cine, a sabiendas de que para encontrarlo tiene que partir de la idea de que el cinematógrafo es antes que nada un lenguaje. Todo lenguaje busca, en última instancia, transmitir una expresión, y esta valdrá tanto como el significado que tenga inherentemente asociado. Así pues, la imagen fílmica (e incluyo aquí por lo tanto el elemento visual como el sonoro) tiene que ser ante todo significativa, no solo en el sentido de aportar un significado, lo que es inevitable, sino de que ese significado tenga un sentido especial dentro de la expresión que se trata comunicar. Si alcanza esa significación, esa imagen fílmica será verdadera y bella, pero si no la alcanza, será gratuita y vacía, falsa en términos semánticos. Y finalmente la expresión se vería así resentida. Obviamente, tampoco todas las expresiones pueden ser consideradas igual de válidas o valiosas, pero eso ya es otro tema.

La cinescritura deviene al filme en un texto fílmico, y en el fondo eso no justifica el uso (o el desuso) de la palabra o, incluso, de la literatura. Es un estado previo como acabamos de ver, que puede incorporar o no al verbo. Hanoun, además de dotar de la misma solemnidad al plano y a la palabra, a la escena y a la frase, a la secuencia y al párrafo, introduce la palabra y la literatura. Siguiendo la estela del cine impuro (otros cineastas prefieren vincular al cine con la fotografía, la música, la pintura, la filosofía, las matemáticas, la escultura, etc.), Hanoun, como buen cineasta francés, y por lo tanto perteneciente a una cultura profundamente literaria, acaba por arrimar su cine al oficio de escritor. No quiero decir con ello que en Hanoun no podamos encontrar otras tendencias y disciplinas artísticas, bien al contrario su cine está lleno de otras referencias e intertextualidades provenientes de todas las bellas artes, pero parece que lo propio de su cinema es articularse de la misma manera que un escritor se organizaría ante su texto. 

Por eso, en Hanoun, la cinescritura tiene ese doble sentido: el filme entendido como texto fílmico y, también, el filme compuesto por imágenes fílmicas en las que la palabra y el sentido literario de estas resulta capital. Ya solo queda decir, a este respecto, que nunca la palabra asume el sentido de la imagen estrictamente visual (excluyo ahora al elemento sonoro), y que incluso sin las palabras, ya está completamente garantizado ese elemento iconográfico como fragmento cargado de significado, y montado a conciencia con respecto a la expresión perseguida.

Es hora pues de hablar en un segundo capítulo, una vez hemos abordado el tema de la estética y el estilo del que parte el cinema de Marcel Hanoun, del significado que tienen los elementos fílmicos con los que trabaja habitualmente, para tratar de definir, en el tercer y último capítulo de este pequeño ensayo, cuál es la verdadera y sentida expresión que su cinema trata de hacer llegar a sus espectadores.


II. EL FRAGMENTO

El cine es el fuera de campo de la imagen, la parte
sumergida del iceberg que hunde al Titanic.
Marcel Hanoun



Jeanne, aujourd’hui, 2002


En su pequeño filme Insaisissable Image, grabado con técnicas digitales y virtuales, Hanoun se enfrenta a su tratamiento de diálisis recogiendo las imágenes de su viaje al hospital. El trazo, el fragmento, es la unidad básica con la que Hanoun construye su filme. Y luego la repetición y la palabra, y el resto de la banda sonora. Las imágenes (el viaje, el coche, Hanoun en su casa, en el hospital, en la Cinémathéque, con su pareja,…) se suceden de forma rápida para ir constituyendo un collage en el que el resultado final es otro más de los autorretratos que Hanoun ha ido practicando a lo largo de su filmografía. La unidad del filme se acaba produciendo por esos comentarios que Hanoun nos regala a través de las múltiples pantallas digitales (el ordenador, el teléfono móvil) y las pantallas físicas que mediatizan la realidad circundante (el vaso de cristal a través del cual encuadra a su amada, el parabrisas del coche).

También ocurre algo similar en sus filmes del tipo one-woman-show, como Libertad (2008), Natacha (2007) o La boulangère et la cosmonaute (La panadera y la astronauta, 1996), donde el cuerpo de Lucienne Deschamps es fragmentado sistemáticamente para dar un mayor sentido a sus monólogos. Y, en definitiva, todo Hanoun hace del fragmento esa parte del iceberg que deja fuera de campo, invisible, aquello que no está pero que afecta de manera decisiva a lo que se está viendo, lo que el espectador puede mirar, contemplar. Por ejemplo, en Y voir, Identité (Ver, identidad, 2003) la presencia de un espejo fragmentado, dividido en dos por una línea fracturada, nos permite dividir en dos fragmentos el reflejo del rostro del actor que se dirige a cámara. Esta imagen constituye todo un fragmento de fragmentos, pues junto al fragmento del primer plano del actor, hay que considerar el fragmento que supone el reflejo y, a continuación, los dos fragmentos visibles que conforman las dos partes del espejo y que delimitan internamente al plano.

El fragmento por excelencia de la obra cinematográfica de Marcel Hanoun es el tiempo muerto. Dentro de él, de un fragmento de estas características, encontramos las dos coordenadas en las que se mueve habitualmente su cinema, lo fugaz y lo persistente. Lo que caracteriza a los tiempos muertos en el cine es que lo conforman planos de transición, sin mayor sentido ni trascendencia que su incapacidad para hacer avanzar una historia en términos narrativos. Pero, precisamente por ello, Hanoun queda interesado por la naturaleza intrínseca de estos momentos en los que poder conjugar la fugacidad de su sentido en el contexto del espíritu de la narración, con la sustancia inequívoca que hay en la banalidad y en la intrascendencia de nuestros actos más nimios, más cotidianos, más domésticos. El tiempo muerto es por lo tanto ese lugar sin límites en el que todo confluye, precisamente porque es el fragmento por excelencia, si a este lo definimos como la parte que ha quedado desligada del todo, el trozo que se ha cortado, separado, de la unidad, aquello que permite la multiplicidad y el que todo fluya. El tiempo muerto es entonces el fragmento más dotado de significado porque si bien es fugaz, en su fugacidad está precisamente aquello que lo define como esencial, como res extensa, como sustancia, como materia persistente y que nos ofrece el sueño de lo trascendente.


Por un cinema de los tiempos muertos

En L’eté (Verano, 1968), Hanoun nos habla de la inmediatez de Mayo del 68. Siendo un filme profundamente político, sorprende por el tratamiento un tanto naïf de las revueltas estudiantiles. Desde esos títulos de crédito del comienzo, que se escuchan, hasta el empleo de los graffitis y de las palabras escritas, donde se puede leer entre otras cosas que “La palabra es CAPITAL”, Hanoun propone un collage de imágenes-sonidos construido a retazos entre, por una parte, las pintadas, los carteles, las consignas, esto es una imagen-palabra impresa o escrita y, por otro, la dirección de la mirada del cineasta hacia los espacios vacíos que él puebla disociados con elementos no diegéticos, la música de Monteverdi, la voz en off (orgasmo incluido), las fotografías y un continuo juego de caras, miradas, ojos.

La reflexión política, una contradicción a caballo entre los estudiantes de izquierdas que tomaron las calles francesas y la represión de “La primavera de Praga” por los tanques soviéticos, o la dialéctica campo-ciudad, se hacen carne a través de los pensamientos que de forma sistemática dan contrapunto a las imágenes. Dos preguntas esenciales quedan planteadas como objetivo del filme: “¿quién crea?" y “¿para quién?” Pero lo relevante es que Hanoun no responde de manera grandilocuente a estas cuestiones. Antes bien, lejos de mostrar una serie de acciones contundentes, su mirada se detiene en los tiempos muertos de la vida de su joven y bella protagonista. Jugando con el fragmento y con la puesta en cuadro, el reencuadre, el uso de los marcos (puertas, ventanas, el espejo como tableau vivant), nos colocan delante de la protagonista en una suerte de catálogo de actos repetitivos y ausentes de dramatismo o de desarrollo del personaje. Estos momentos marcados por su carácter de pura cotidianeidad, permiten que el verdadero tema del filme se cuele por los intersticios del relato.

Ella, la joven chica que vehicula el discurso fílmico con sus pequeños tiempos muertos, propicios para que aparezca la palabra pensada, acapara el mayor tiempo de esta propuesta fílmica. Aparecerá ante nuestros ojos fumando, escribiendo a máquina, tomando su café, bebiendo agua, comiendo, mirando (a veces a cámara, otras a cualquier otra parte fuera de campo), corriendo, paseando, tomando el sol por el campo, mezclándose con el paisaje rural… En fin, toda una serie de escenas, secuencias, imágenes, que cualquier otro director hubiera cortado, suprimido, eliminado, pues no aportan nada ni al suspense o clímax de la narración, ni a su progresión dramática, pero que en ese distanciamiento cinematográfico conseguido, le permite a Hanoun, precisamente, aportar la clave y el sentido de su película: el enfrentamiento o las relaciones controvertidas entre el deseo y la realidad. Así, el quién crea y para quién, se reduce a otra fórmula más específica, qué se desea y qué realidad queremos cambiar para conseguir ese deseo. Al evitar contarnos los hechos más cruciales en beneficio de los más circunstanciales, de aquellos que no aportan nada más que su propia e intransferible presencia, nos situamos en los límites exteriores del relato, consiguiendo, por tratarse de las imágenes prescindibles de la historia, las que deberían quedarse elípticas en toda narración convencional, hacer posible el hecho de contar la historia en términos de lo que queda fuera de campo, y que solo su huella en esas imágenes del extrarradio, apuntaladas por una banda sonora que hace de la palabra su principal aliada, nos hace paradójicamente visible.

Pero es en Octubre à Madrid (Octubre en Madrid, 1964), donde Hanoun lleva esta estética hasta sus últimas consecuencias. Planteado como una suerte de film-ensayo, Hanoun se sirve de imágenes rodadas con anterioridad para reciclarlas dotándolas de un sentido nuevo, distinto del cual fueron concebidas. Usando un lenguaje que tiene mucho de experimentación, Octubre à Madrid pretende ser un retrato de España, pero, además y como siempre en su filmografía, en el fondo se trata de un ensayo sobre el cine. Ya desde el primer plano del filme, un primer plano de una actriz que se maquilla para empezar un rodaje que nunca existirá como tal, y hasta el último plano consistente en el acto inverso, esto es, cómo Chonette, pues ahora ya sabemos su nombre, se desmaquilla como imagen última de la imposibilidad de una película que se convierte en metáfora de la imposibilidad del cine en sí mismo, o al menos, de cierto tipo de cine, Hanoun no deja de hacer meta-cine. Porque en su búsqueda a través del celuloide en busca de una película que continuamente se le escapa, Hanoun logra darse cuenta de que es en esa desventaja donde puede tener su mejor ventaja como cineasta. La otra película, no la soñada en un primer momento, sino el resultado de su imposibilidad, es decir, la posible que el espectador contempla en la pantalla, se reconoce como mucho más cine, o al menos como mucho más verdadera, que aquel que pueden aportar tantas y tantas películas a las que estamos acostumbrados a ver.

El propósito del cineasta es acercarse a España a través de una Carmen moderna. Pero Chonette, la joven actriz francesa que tiene que interpretarla, es y no es Carmen al mismo tiempo. La idea que gravita es el de la libertad, valor tan sustraído en la España franquista del momento. El seguimiento que la cámara hace de Chonette busca capturar esa libertad, la del cuerpo de una mujer independiente, en el ambiente enrarecido de la sociedad represiva que se vivía en la época. De igual manera los símbolos de la España del momento se suceden: la Semana Santa, los toros, Toledo como espacio pretérito de convivencia entre cristianos, judíos y árabes, el paisaje castellano, el Rastro, el flamenco, el Retiro, la arquitectura de las casas que la cámara va registrando…De todos ellos podríamos decir que es el toro el que más retrata a esa España aislada del mundo, siguiendo la estrategia impuesta por todo caudillismo político, pues lo que ve Hanoun en las corridas es precisamente la soledad del animal, el toro abocado en soledad hacia su muerte. Y la religión como antídoto oficialista contra toda posible rebeldía.

El estilo de Hanoun es parecido al de un pintor que compone su cuadro a pinceladas en apariencia independientes y a vuela pluma, pero que al final nos proporciona una visión amplia y consistente de aquello que retrata. Todas las estampas callejeras tratan de captar una cotidianeidad que pueda dar la clave de todo el filme. El baile de los jóvenes, por ejemplo, que Hanoun rueda desde el balcón de la casa de su amiga en la Plaza de los Comendadores (un espacio que se convierte en un escondite secreto del cineasta para escrutar, para espiar y capturar el fluir de la vida, el fluir del tiempo), tenía que haber servido para ambientar su filme sobre Carmen, pero finalmente se constituye como un tiempo muerto más, como otro paseo en apariencia irrelevante para cualquier historia, pero que al aparecer en este filme roto, imposible y convertido ya en otra cosa, constituye su más íntima esencia, la banalidad de la vida, la última capa de un maquillaje tras del cual se esconden las verdades esenciales. Para ello estas imágenes han tenido que aparecer primero como proyecto de una película más convencional, y después como lo que ya no pueden dejar de ser, un jalón iconográfico más dentro de ese nuevo film-ensayo que nos brinda su autor. Así, lo que en un principio eran simples localizaciones para un tipo de historia, se han convertido en las situaciones reales para ese nuevo filme. Lo que podrían haber sido transiciones y tiempos muertos dentro de la concepción clásica del cine, se han acabado por configurar como esencias o tiempos muertos modernos, esto es, escenas ya cargadas de contenido semántico.

Una vez más, Hanoun recurre a la dialéctica palabra-imagen para fundamentar su cinema, y es esto finalmente lo que constituye su faena, su estilo. Como film-ensayo sobre el cine, Hanoun no se resiste a ciertos iconos, como la presencia de Sophia Loren o el homenaje a El verdugo (1963), de Luis García Berlanga. A diferencia de ese cine industrial, independientemente de que sea mejor o peor, a estos niveles no se trata de un problema de calidad, Marcel Hanoun reivindica con la propuesta reconvertida de su filme sobre España un tipo de cine que no pretende hacer espectáculo, y que hace de su componente artesanal su principal virtud. Entonces, las imágenes vuelven una y otra vez, en esa cadencia de repeticiones rituales, para que la palabra, o la banda sonora en general, que les sirve de contrapunto, las reconvierta en unidades semánticas que atienden al propósito final del proyecto.

Y, finalmente, tenemos que hablar de Una historia simple (Une simple histoire, 1959), filme capital dentro de la filmografía de Marcel Hanoun, porque si bien no llega a la radicalidad de Madrid à Octubre con su afiliación al film-ensayo, sí que es su película de ficción, en principio de narrativa más tendente a lo convencional, que mejor subvierte las reglas del juego para acabar por contarnos una historia “simple” a través de sus elementos más débiles, de sus tiempos muertos, de esas acciones en principio carentes de progresión dramática y que están en la base expresiva de gran parte de los cinemas modernos. La aventura de una madre (Micheline Bezançon), la protagonista de quien se nos cuenta esta historia, es la aventura de la supervivencia, de ella y de su hija, toda vez que ha sido abandonada por su pareja y ha decidido irse desde su ciudad de provincias a París.

Por una parte, desde el punto de vista de las imágenes, Hanoun cimenta su discurrir narrativo desde esos supuestos tiempos muertos de la acción que cualquier producción al uso trataría de evitar o al menos minimizar. A lo largo de la mayor parte del metraje vemos a nuestra protagonista, sola o acompañada por su hija, que come, pasea, lava los platos, contesta al teléfono, duerme, se asea, cocina, se desviste, se viste, se acuesta, se levanta. Toda una serie de actos intranscendentes, anclados en la más absoluta cotidianeidad y que suponen un continuo anticlímax que parece oponerse obstinadamente al cine entendido como montaña rusa, como atracción de feria que se ve obligado a que estén pasando cosas de gran calado, una detrás de otra, para que el espectador no se aburra. La diferencia viene impuesta por una cuestión de confianza, la que tiene Hanoun, y los cineastas de su estilo, en una imagen adscrita a cierto sentido de la realidad, por intrascendente que esta se nos aparezca.

Lejos de tal planteamiento de ritmos frenéticos, Hanoun parece querer concederle a su historia un ritmo muy particular, que más que lento es el apropiado para que el espectador interiorice el drama al que están sujetas madre e hija. Y para ello se hace especialmente importante el uso de la voz, la de la madre que cuenta, nos cuenta, su historia. Esta voz narradora cuenta aquello que pasa durante los tiempos muertos de la protagonista, o bien sirve para dejar en elipsis visual la acción principal. Lo que escuchamos son sus pensamientos, mientras lo que vemos es su día a día en las situaciones más irrelevantes para la historia. Estos pensamientos nos introducen en la psique interior de la madre, gracias a lo cual las palabras que escuchamos interactúan con las imágenes que vemos, hasta el punto que Hanoun utiliza los pocos diálogos que tiene el filme para repetir aquello que la madre ya nos ha hecho saber con su voz en off.

La puesta en imágenes, por lo tanto, busca mostrar sobre todo las emociones de los personajes, en especial las de la madre, momentos especiales en los que se recurre a los primeros planos. Las emociones se ven, se nos muestran en esos primeros planos de manera psicológica, por lo que Hanoun no se obstina en la fórmula expresiva de los tiempos muertos para dejarlas en elipsis. Esto demuestra en qué punto pone Hanoun todo su interés, en esa vida interior, en esa alma que se debate en una serie de conflictos. El rostro, el cuerpo de la actriz, llega a decirnos más que mil acciones visualizadas, porque vemos en ella el rastro que ha ido dejando el sentido destilado de la historia que nos está siendo contada.

Es eso en gran medida lo que nos proporciona una sensación de fantasmagoría cuando vemos un filme de Hanoun. Si los tiempos muertos propician las elipsis de las acciones en teoría prioritarias dentro de un esquema de producción convencional, el espectro resultado de esas elipsis toma cuerpo, queda impregnado en esos tiempos muertos que de alguna manera tienen que dejar constancia de aquello que ha sucedido pero que no hemos visto. El trabajo del cineasta consiste entonces en algo así como transustanciar lo ocurrido que no hemos visto, en lo no ocurrido (tiempo muerto) para la historia, pero que sí vemos, o, por decirlo de alguna forma más simple, en hacer visible lo invisible e invisible lo visible. Es por ello que el cine de Hanoun es también profundamente contemplativo, lo que no significa que no exija una atención del espectador, pero siempre dejándose llevar este por la corriente subterránea de sus filmes. La ceremonia de esos tiempos muertos termina por hechizarnos y dotando de un especial ritmo a sus historias. En esta transmutación de los valores fílmicos tradicionales (el tiempo muerto como aspecto del filme mucho más revelador que el tiempo convencional dramático), es donde el fuera de campo, el off, resulta imprescindible, tanto o más que aquello que sí se nos muestra.

A lo que finalmente nos lleva todo esto es a la noción capital para Hanoun del límite. Es en esa frontera entre lo que se muestra y lo que no, lo que vemos y lo que  no, en donde reside la grandeza del lenguaje cinematográfico. Es por ello que podemos apreciar al cine como el arte de la elipsis, pues lo que se muestra en la pantalla es siempre la ocultación de lo que no se muestra, lo que ha quedado definitivamente fuera del límite de lo que tiene que ser mostrado, pero que al mismo tiempo aparece como huella, como fantasma, dentro de aquello que cinematográficamente queda ante nuestros ojos y oídos.


III. LOS LÍMITES




Soy un trabajador de, al mismo tiempo,
 lo efímero y lo perenne.
Marcel Hanoun


L’étonnement, 2004
La guerra es uno de los temas más preciados para Marcel Hanoun. Es un ejemplo claro de nuestra barbarie, de nuestro fracaso como personas y como especie. Su punto de vista no deja dudas al respecto, y su visión pasa por anteponer el amor a la brutalidad, a nuestra animalidad política, como él mismo lo diría. En varios filmes suyos Hanoun ha pretendido dejar una imagen clara de la guerra. Sin embargo, al contrario de tantas y tantas producciones fútiles del cine industrial en las que el espectáculo de la guerra anula todo posible discurso antibelicista, Hanoun se pregunta y reflexiona a través de sus películas sobre cuál es la mejor manera de representar la guerra, o, por decirlo como ahora nos interesa, dónde están los límites fílmicos para que podamos acercarnos a un tema tan comprometido sin perder un átomo de nuestra perspectiva como autores.

Lo primero que llama la atención es que apenas vislumbramos diferencias en el estilo de Hanoun, tanto si el tema es más cotidiano como si es más espectacular. Sus filmes nunca ofrecen una visión gratificante audiovisual, sino que por el contrario a Hanoun no le interesa para nada que el espectador se repantigue cómodamente en su butaca, en busca de un momento de ocio. La guerra se ha acabado por convertir en espectáculo mediático que las televisiones de todo el mundo se encargan de utilizar como un entretenimiento prime time más. Filmes como Les amants de Sarajevo (Los amantes de Sarajevo, 1993), Bruit d´Amour et de Guerre (Ruido de amor y de guerra, 1997) o Libertad, son ejercicios de reflexión audiovisual en torno a la representación de la guerra al tiempo que una condena directa contra su lamentable existencia. Todos ellos niegan una y otra vez el espectáculo de lo bélico, e incluso se lo pueden llegar a tomar a chanza, como cuando para mostrar a unos paracaidistas utiliza juguetes que son lanzados como en un juego infantil en Bruit d'Amour et de Guerre. Pero no es esto lo fundamental. Lo que más distancia a Hanoun con respecto a la gran mayoría de los cineastas actuales es el profundo y riguroso análisis al que somete al oficio de las armas.

Especialmente conseguido es este Bruit d´Amour et de Guerre en el que dos parejas (y algún niño) se debaten en sus papeles a ambos lados de una pantalla de cine, en concreto, la moviola de una curiosa sala de montaje, de aspecto doméstico. Por una parte una pareja de cineastas, francés él, alemana ella. Por otra, un paracaidista, a veces masculino, a veces femenino, y una civil que lo refugia en su casa. La imposibilidad del amor en tiempos de guerra, con su fatal desenlace, provocará al final que la pareja de cineastas tengan su propia historia de amor. Mientras, a lo largo de la película, los cineastas verán y montarán las imágenes de la moviola en la que se cuenta la historia de guerra. Que las dos historias ocurran mediatizadas a través de la moviola y su manipulación deja claro que aquí se está planteando el papel que el cine (el arte) tiene en todo esto, su responsabilidad para alcanzar una salida a la tragedia de toda guerra y a que seamos capaces de amarnos más allá de las circunstancias singulares (la nacionalidad, el sexo, la edad…) que nos matizan y delimitan a cada uno de nosotros. Que el amor es el gran triunfador es la ejemplar lección que nos recuerda Hanoun, en un mundo cada vez más cínico y descreído, que pisotea sistemáticamente los sentimientos humanos. Pero para ello, somos nosotros mismos, y nuestro arte, los que debemos esforzarnos para que el fantasma de la guerra no nos liquide por el camino.

Precisamente de esta posibilidad nos habla Les amants de Sarajevo. Hanoun da voz a dos amantes abatidos a tiros en un puente, y son sus fantasmas los que nos hablan para dar testimonio de sus sentimientos de amor en un ambiente de guerra. La pareja muestra a dos parias, arbitrariamente colocados en bandos enemigos, que intentan escapar al absurdo conflicto a través de su pasión mutua. Punteando el monólogo de ella, las imágenes de los dos cuerpos cayendo al suelo a causa de los tiros de uno y otro bando, se repiten para dejar constancia de la imposibilidad, una vez más, y como ya sucedía con los amantes de la guerra en Bruit d´Amour et de Guerre, de escapar a las catastróficas consecuencias que toda guerra lleva implícitas.

Algo parecido pasa con Libertad. Inspirada en el secuestro de Ingrid Betancourt, Hanoun explora su caso para hacer una contundente reflexión sobre las víctimas de todo conflicto armado, de todo secuestrado político. Y, a partir de ahí, Libertad encadena una serie de reflexiones sobre nuestro tiempo y las imágenes que a él se asocian (con sus habituales representaciones hegemónicas), para dar un rapapolvo modélico a nuestras sociedades modernas, a nuestra incapacidad para salir del mal embrollo que nosotros mismos hemos creado. Lo notable, una vez más, es que no hay ninguna concesión a la espectacularidad de las imágenes. Prácticamente podemos observar a una mujer cautiva que reflexiona (e incluso canta) a propósito de su cautiverio. En este cortometraje no hay apenas otro plano salvo un primer plano de la mujer, y algunos otros planos un poco más abiertos y que tienen como función puramente el situar al espectador en un contexto muy determinado. La mujer interpreta, a veces leyendo, aunque el papel quede fuera de campo, lo que descubrimos por su mirada. Todo es tremendamente minimalista y hasta la selva tropical no es otra cosa que la imagen de un árbol que se encuentra al fondo del plano detrás de una ventana abierta, que queda ensamblada al sonido de ciertos pájaros que todos asociaríamos a una película de aventuras en la selva. Lo que queda pues es la puesta en escena de una palabra, la de la mujer, la del propio Hanoun en el prólogo y en el epílogo, evitando así cualquier efectismo o esteticismo belicista, y que anula toda posibilidad de dar una coartada romántica revolucionaria a los captores. Frente a ellos, esta mujer entrada en años de vida y de secuestro, cuyo pensamiento, enormemente lúcido, se expresa a través de la palabra, un verbo que como es habitual en Hanoun nunca sustituye a la imagen, y que es la viva imagen de la víctima. La imagen que apuesta por el rostro de la mujer cautiva constituye por sí misma un grito de angustia, gracias al trabajo de una actriz ideal (Lucienne Deschamps) y a la realización de un cineasta que cree que el rostro humano, siguiendo la instrucción del cine nórdico, desde Dreyer a Bergman pasando por Widerberg, que es en la exploración del rostro humano donde podemos encontrar el reflejo del alma humana, y por consiguiente su lenguaje más íntimo y secreto.

Así pues los desastres de la guerra han quedado delimitados por una moviola de cine, un par de cuerpos que caen repetidas veces abatidos en un puente o el rostro de una mujer prisionera política. Tras esos límites expositivos “vemos” una guerra que en realidad apenas se muestra y casi no se oye, salvo en algún efecto pirotécnico de fondo. Al final, lo importante es el dispositivo de puesta en escena que se ha montado y que ya se encuentre centrado en un rostro vejado, en los límites internos de una pantalla, o en la sucesión de una acción mostrada varias veces, consigue evocar la gravedad o la importancia de un hecho que se ha quedado fuera de aquello que es mostrado.

Por otro lado, Cela s´Apelle l´Amour (Eso se llama amor, 1989), Chemin d´Humanité (Camino de la humanidad, 1997), La vérité sur l'imaginaire passion d´un inconnu (La verdad sobre la imaginaria pasión de un desconocido, 1973), son filmes que representan los límites positivos y exteriores dentro de la obra de Marcel Hanoun. Si los filmes de guerra no representan físicamente la guerra, estos filmes sobre el amor, sobre los problemas de los trabajadores en las condiciones laborabes modernas, sobre Jesucristo, son cantos festivos, abiertos, que parecen superar los límites, el de la representación y el de la vida, en los que se enmarcan sucesivamente los amores de una pareja de enamorados, la existencia anónima de los asalariados o la visión histórica en torno a la religión cristiana.

En Cela s´Apelle l´Amour, Hanoun retoma la historia de William Shakespeare, Romeo y Julieta, que está siendo ensayada e interpretada por una compañía teatral dirigida por Michael Lonsdale, y la historia real de una pareja francesa, ella de origen israelí y él árabe. En un mundo en que se fomenta la violencia en contra del amor, la intemporal obra shakespereana es un referente que se materializa día a día en miles de historias que no ven la luz. Hanoun consigue contar una de ellas, en plena y efervescente enemistad entre árabes y judíos, que es un canto de esperanza frente a la ignominia de aquellos que pretenden demagógicamente fomentar los odios. Que el amor es posible, incluso, como dice la obra giraudouxiana, cuando los inocentes se matan entre ellos, tendría que sonrojar de vergüenza a todos aquellos que permiten que sobreviva el negocio de la guerra. El ser humano se ha hecho para el amor, parece querer decirnos finalmente Hanoun.

De manera menos poética y más prosaica, más militante también, Chemin d´Humanité testimonia la resistencia de los trabajadores de la empresa Massey para que esta no cierre dejando despojados de su pasado, de su memoria, a todos aquellos que generación tras generación cristalizaron allí su conciencia política. Planteado como un film-entrevista, heredero del cinéma vérité y del cine directo que consolidaron cineastas como Jean Rouch o Chris Marker, Hanoun reaviva el pasado de los trabajadores con la voz que ellos mismos le prestan, angustiosos ante el presente de cierre y preocupados por un futuro en el que acabarán por desaparecer no ya como personas con un sentido del compromiso proletario, sino que además quedarán condenados a ser ninguneados por la historia mediática oficial, a pesar de ser referentes concretos de una memoria política a la que se le intenta hacer desaparecer desde determinadas culturas hegemónicas, dispuestas a negar que en nuestras sociedades contemporáneas haya habido y haya todavía una clase trabajadora con conciencia de serlo. De igual manera que nuestro Joaquín Jordá, Hanoun se pone al servicio de esos hombres y mujeres que han hecho de su compleja relación con su trabajo toda una forma de vida, y que los actuales condicionamientos socio-económicos intentan dejar en falso.

Finalmente, una película como La vérité sur l'imaginaire passion d´un inconnu, adapta la pasión de Cristo desde la perspectiva de una modernidad en la que el cronista tiene la forma de un frío presentador televisivo (otra vez Michael Lonsdale), con la intención de mostrar cómo en nuestro mundo contemporáneo la figura de Cristo ha muerto, seguramente por segunda y casi definitiva vez. La primera, la muerte física que relata el Nuevo Testamento. La segunda, porque en la actualidad el personaje, sus enseñanzas, han perdido (o parecen haber perdido) sentido, de la misma manera que todo un humanismo parece haber entrado en crisis tras las debacles ideológicas del siglo XX. Así, el cuerpo de Cristo aparece crucificado ante los ojos de una muchacha de nuestra era que comenta, “parece que está muerto”. A pesar de esa segunda muerte, ya no física, sino de las ideas, Hanoun se muestra cercano a unos personajes pertenecientes a la mitología cristiana, que, como los amantes de Cela s'Apelle l´Amour o los trabajadores de Chemin d´Humanité, buscan dignificar la existencia humana a través del amor y de su compromiso con la vida.

Que estos tres filmes sean muy luminosos, se rueden en exteriores, a los que Hanoun les da una dimensión poética, como los edificios de Verona, la zona industrial o el paisaje meridional, y se muestren muy próximo a los personajes y a las personas que pueblan esos espacios, los hacen filmes diferentes de esos otros en que los límites son más estrechos y están más marcados, resultando profundamente claustrofóbicos. De hecho, hay toda una tendencia en Hanoun que se ha ido haciendo cada vez más y más importante, y que tendría en su raíz un germen bressoniano. Se trata del tema de la cárcel, tanto como lugar físico, como de un concepto más abstracto e incluso metafísico. Podemos decir que es aquí donde la idea del límite tiene su mayor desarrollo e importancia. Y cabe resaltar que muchos de los últimos filmes de Hanoun han investigado, con profundidad y enorme rigor, este camino expositivo.

Ya en los filmes que hemos calificado como películas sobre la guerra, la cárcel tiene una importancia decisiva. Especialmente cabe resaltar Libertad, pero no se puede olvidar el confinamiento del soldado en una historia como Bruit d´Amour et de Guerre, o esos fantasmas que dan testimonio de su historia desde un cerrado y doméstico no man´s land en Les amants de Sarajevo. Libertad, empero, hace de su puesta en escena una modélica representación del suplicio de todo secuestrado, sin dejar de hacer una denuncia política muy concreta sobre las prácticas de tanto inquisidor moderno, disfrazado de ideario político supuestamente liberador. Hanoun da la vuelta a todos estos conceptos y toma partido claro por todo aquel que es sometido a tan desoladora tortura.

Es por ello que un filme paradigmático de esta tendencia en su filmografía es Jeanne, aujourd'hui (Jeanne, hoy, 2002). Retomando a un personaje ya clásico de la historia del cine como es Juana de Arco, Hanoun se lo apropia en su propio discurso sobre los encarcelados del mundo, ya sean históricos o anónimos (una vez más se revela así el sentimiento profundamente democrático de su modelo cultural), aunque sin dejar de anotar las influencias que le han dejado dos de sus maestros, Carl Theodore Dreyer y Robert Bresson. Sin duda es la Juana de Arco del maestro danés de la que Hanoun está más próximo, y él mismo hace una referencia explícita a la película de Dreyer. Pero además, al igual que hiciera este de manera todavía más radical en su mítico filme, Hanoun vuelve una y otra vez al rostro de su Juana de Arco particular (Simy Myara), consciente de la importancia del primer plano para contar esta otra historia de cautiverio. Es evidente que la inclusión de los rostros como elemento vehicular es crucial en el cinema de nuestro autor, y por ello se dedica a encuadrar y reencuadrar a su protagonista a través de su puesta en imágenes y, a la vez, en su puesta en escena, gracias a otra de esas pantallas, tan propias de su estética, que permiten un juego de espejos, en este caso, ad infinitum.

Otra película que hace de la cárcel un sitio especial es Je meurs de vivre (Me muero por vivir, 1994), aunque esta vez se trate de la celda de dos religiosos, un cura y una monja que están enamorados entre sí y se consumen en su mutuo deseo. La celda es el lugar en el que cada uno vive en soledad su amor. Y aunque, en determinados momentos, pueden verse y hablarse, incluso tocarse pudorosamente, es lógicamente en el aislamiento de la celda de cada uno donde el filme se muestra más opresivo y certero en su discurso sobre un encarcelamiento que parece determinar la soledad de los dos protagonistas, y que se encamina hacia la conmovedora represión de sentimientos a la que se someten. Al igual que en Bresson, las ventanas, las cruces que hacen las maderas internas de estas, son umbrales que los delimitan y les constriñen en un espacio que se revela como asfixiante. De tal manera que la manifestación de sus deseos, o sus tímidos encuentros, son actos de rebeldía y liberación que nos implican como espectadores. En ese sentido Hanoun marca un límite magistral cuando la monja corta unas cebollas en un austero primer plano que deja fuera de campo absolutamente todo (el sonido de las cebollas al cortarse queda en off y las mismas cebollas solo habrán sido vistas en un plano detalle mostrado con anterioridad), y que Hanoun deja fijo con una duración inusitada de varios minutos, mientras los ojos de ella se humedecen bajo la influencia de los fragmentos cortados de las cebollas. Un gran ejemplo de contar a partir de los límites morales y estilísticos de un cineasta que en cada plano deja constancia del tema que nos está contando, sin dejar por ello de reflexionar sobre el propio artificio que toda puesta en escena conlleva.

Algo parecido pasa en Otage (Rehén, 1989). Las penalidades a las que es sometido el prisionero de guerra del que se nos cuenta su historia, en uno de los relatos más duros y sórdidos a los que nos ha sometido Hanoun, también tienen una función bressoniana. Realmente es difícil no sentir el conjunto de las humillaciones, vejaciones, violencias, torturas, amarguras varias a las que es sometido este prisionero que finalmente nos redime a todos, como un Cristo moderno, por ser la viva imagen de la vulnerabilidad y la fragilidad humana. El espacio reducido, al que el soldado queda limitado por la cadena que lo sujeta a una pared, es una metáfora continua de la tortura que supone quedarse privado de ese gran bien que es la libertad. Como en otros relatos de Hanoun, el deseo es a la vez un elemento liberador y una constatación incontestable de lo que se consigue sustraer a todo ser humano en cautiverio.

En L´etonnement (La sorpresa), Hanoun crea unos espacios limitados, carcelarios, para entender el cautiverio formal al que está siendo condenado el personaje que retrata. Confinado en diferentes habitaciones de su domicilio, el hombre se encuentra como un preso que se relaciona consigo mismo (y con el espectador) a través de la escritura. Un gesto suyo cobra un especial sentido: alargar el brazo y hacer el giro de la mano como el que es necesario para abrir el tirador de una ventana. Como en otros de sus filmes, por ejemplo Natacha, o como le sucede la panadera de La boulangère et la cosmonaute, el personaje solitario que se dirige al espectador, se encuentra prisionero del propio plano, incluso si su condición no es la de un presidario o un cautivo convencional.

Pero quizás el filme que mejor reflexiona sobre el tema de la prisión, física y metafísica, en Hanoun sea L´authentique procès de Carl-Emmanuel Jung (El auntentico proceso de Carl-Emmanuel Jung, 1967). Aunque no sea propiamente un filme carcelario, la claustrofóbica sensación que transmite el filme lo sitúa como un claro antecedente de los trabajos que posteriormente realizaría en vídeo sobre este tema tan caro para su cine. Era prácticamente imposible que Hanoun no nos diera su versión sobre una de las grandes desgracias de la humanidad: el nazismo. La película articulada sobre la escena de un juicio, parece desbancarse ya sin tapujos hacia el lado de Bresson y El proceso de Juana de Arco (Le procès de Jeanne d´Arc, 1962), pese a que las diferencias sean notables, empezando por el papel que en ambos filmes hace el acusado. Evidentemente, Carl-Emmanuel Jung (Maurice Poullenot) es el prototipo del militar y político nazi, y Hanoun marca pronto y sin miramientos su posicionamiento ante el nazismo. El tribunal que ha quedado sumido en las sombras nos remite a todos esos espacios que delimitan fatalmente a los futuros personajes encerrados en las tramas carcelarias de Hanoun. Obviamente, aquí el protagonista no es víctima, sino verdugo, por lo que el juicio constituye una compleja revisión del tema del confinamiento. Jung está encerrado en las sombras del espacio judicial, al igual que está perfilado sin remedio por sus acciones monstruosas, como parte de una maquinaria del horror que poco a poco se irá configurando ante los ojos del espectador en la medida que avanza el metraje del filme.

Pero Hanoun, que ha juzgado a Jung, y que nos deja juzgar a nosotros como espectadores, toda vez que el juicio queda a punto de sentencia, ya nos ha mostrado el círculo del infierno más cruel en el que ha quedado atrapado este siniestro personaje: en sí mismo. Imagen desoladora cuyo contrapunto encontramos en las imágenes “libres”, en su blanca abstracción, del glorioso cuerpo desnudo de una hermosa joven. Así, lejos de todo revanchismo ideológico, y sin negarle a su funesto personaje la dignidad que él le ha quitado a sus víctimas, lo ha situado en su más claro cautiverio, ese que la puesta en escena del juicio ha ya plasmado magistralmente, el de sus sombras psíquicas internas.


Una expresión fílmica interior 

Si la expresión es el final de trayecto de la obra de un autor es porque en ella confluyen el estilo (la mirada en términos de cine) y los contenidos, o por decirlo de una forma académica, la forma y el fondo (o los fondos). Toda hipótesis estética desaparece y la analítica deja paso a una metafísica que se manifiesta individualmente en cada cineasta. Como decía Jean Mitry, entre las ideas y los autores la opción realista son los autores. Cada uno es una materia divisible solamente en sí misma, en sus continuas variaciones y contradicciones, y por lo tanto intransferible. O te interesa la mirada de un director, o no te interesa, y eso independientemente de la “calidad” o el “talento”. Ya sabemos que a nivel industrial el talento tiene que ver con el uso de las más avanzadas tecnologías y por eso se resuelve en una cuestión de dinero. A este tipo de cine, competitivo, le interesa patrocinar un producto que sea superior a los demás. Frente a este planteamiento, nos encontramos con el oficio de cineasta entendido como un artesanado, personal y que aspira a relaciones de diálogo entre las películas y los autores, no para vencer al otro, sino para que nuestras expresiones sean cada vez más ciertas y certeras, y poder beneficiarnos todos de ellas, de un lenguaje que sobrepase todas las fronteras que en el día a día levantamos entre nosotros. A este tipo de cine y de cineasta pertenece Marcel Hanoun.

La clave de la obra del autor de Une simple histoire no es otra que esa búsqueda de una mirada interior, que abra el camino hacia la pluralidad de posibilidades que alberga el alma humana. Quizás así seamos capaces de reconocernos a nosotros mismos y, a partir de ahí, devolvernos la esperanza en un mundo donde el amor se despliegue en todas sus potencialidades. Solo eso nos librará de la guerra y el crimen, de la represión y la tortura. Hanoun pues cree en un cine revolucionario y utópico, pero siempre basado en la realidad de la naturaleza humana, vista esta sin idealismos bienintencionados ni mistificaciones ideológicas. El ser humano desnudo incluso en sus limitaciones.

Se trata pues de investigar en el interior, en el corazón, de nosotros mismos. Aquí caben todas las personas del verbo, desde el yo más íntimo, hasta el ellos más generalista, siempre y cuando la meta sea conocernos un poco más a nosotros mismos y que no neguemos al otro. La mirada interior en Hanoun se basa en los conceptos del fragmento y el límite, y, como él mismo dice, su significación estriba en trabajar sobre la fugacidad y la persistencia que anidan en estos conceptos estéticos. Y es una mirada que se desarrolla en dos planos bien distintos: un primer plano al que podríamos llamar psicológico; y un segundo que se encuentra en un ámbito meta-cinematográfico.

La forma de abordar los primeros planos de sus personajes, y cómo todo gira alrededor de ellos, da la pauta del estilo de Hanoun. La figura humana, y el rostro como su gran emblema, permite explorar el mundo más intimista de sus personajes, sus pensamientos, sus emociones, sus deseos, sus sueños, y el lenguaje fílmico está ahí para dar expresión a todos ellos. La voz del actor juega un papel decisivo, y para ello el texto es de capital importancia. Es normal que Nicole Brenez haya emparentado a Hanoun con Samuel Beckett. En ambos el espacio pierde sus contornos más realistas para abrirse hacia una dimensión que tiene que ver con un espacio fuera del tiempo, en el caso del irlandés, y de un espacio poético interno en el caso del francés. Hanoun no para de hacer poesía con todas esas imágenes que rodean significativamente el exterior del alma que se está expresando de cara al espectador. Las acciones de sus personajes no tienen, pues, una lógica naturalista. Si bien están resueltas de la manera más sencilla y carente de artificios de la que sea capaz Hanoun. Todo lo que pueda apartar al espectador de la expresión que se intenta cada vez es sistemáticamente eliminado. Solo queda puesto en imágenes aquello que sirva para lo que se quiere expresar. Esto obliga a Hanoun a poner en imágenes elementos que quedan fuera de campo y fuera de cuadro. ¿Para que mostrar aquello que es superfluo? Y, sobre todo, ¿para qué darle objetividad a aquello que puede ser tratado desde la subjetividad, como parte actuante pero no visible, como fantasmagoría, en la imagen fílmica (recordemos, visual y auditiva, por lo tanto)? Dejo al lector con estas dos preguntas suspendidas en el aire, como colofón a este último párrafo que ha servido de recapitulación a temas ya desarrollados más arriba en este mismo ensayo.

La cuestión con la que quisiera terminar es, precisamente, con la segunda, esto es, con las inquietudes sobre el meta-cine dentro del planteamiento de Hanoun como cineasta. Hablamos sobre sus reflexiones sobre la imagen, tanto la que se encuentra en su cine, como la que ha desarrollado como teórico y ensayista. Si el oficio del cineasta es la construcción de una mirada que nos enseñe a ver, a dirigir nuestra atención, entonces una manera de entender el mecanismo de este oficio es reconstruyéndolo. Posiblemente Hanoun es, junto a Jean-Luc Godard, el gran deconstructor de ese mecano de infinitas piezas que es el cine. Al reducirlo a su expresión mínima, pobre incluso, los elementos a combinar son muchísimo más limitados y las combinaciones no demasiado numerosas. Aquí es donde comienza la creatividad del cineasta, cuando la forma de montar estos elementos, de imagen y sonido, no corresponde con la expectativa naturalista del espectador, sino con un tratamiento, digámosle, experimental. Esto le permite al autor jugar de manera asociativa diferente, siempre que las nuevas combinaciones sigan siendo útiles a la expresión que dé unidad al conjunto, pero, al mismo tiempo, obligando al espectador a mirar, gracias a esa insólita dirección de la mirada, absolutamente nueva por personal, que le propone, le puede proponer, cada director. Claramente, esto exige un tipo de espectador diferente al de las grandes superproducciones, donde Méliès haya renunciado a Lumière, y al de un cine realista excesivamente plano, donde Lumière haya renunciado a Méliès.

¿Cómo es ese espectador? Hanoun nos da muchas señales en su cine, pero hay una que se hace muy evidente. Pasa en Jeanne, aujourd´hui, donde una espectadora ciega acude al cine a ver la película de Hanoun que estamos contemplando también nosotros. Esta espectadora, que llega la última, que a veces aparece sola en la sala, y otras acompañada por otros espectadores, que finalmente cuando acabe la película será la última en abandonar la sala, y que incluso interviene hablando y cantando en un abstracto plató, pero siempre de espaldas a nosotros, es posiblemente el espectador ideal para el cine de Hanoun. ¿Qué significa esto? ¿Tenemos que ser ciegos para ver realmente? Bueno, sí, al menos en un sentido figurado. Como podía decir Antoine de Saint-Exupéry en El principito (1943), “lo esencial es invisible a los ojos, se ve con el corazón”. Que cada espectador inventa su película es algo evidente. Pero que cuanto menos se vea más se tiene que ficcionar en cada uno de nosotros es más obvio todavía. Seguramente no hay mayor pantalla de cine que la mente de una persona, ni mayor proyección que lo que cada uno de nosotros pone de su parte. Lo que se le puede agradecer a Hanoun por encima de muchos otros cineastas es haber comprendido esto, y saber jugar, complementarse con aquello que dejándolo fuera de manera objetiva, se recuperará subjetivamente en ese espectador que ya no ve mirando hacia fuera, sino hacia su propio interior.

Una última cuestión teórica. En el debate que ahora mismo nos estamos planteando entre un cine de la representación y otro de la evidencia, ¿dónde podríamos situar a Marcel  Hanoun? Parece que un cineasta que no deja de reflexionar sobre la representación cinematográfica, sobre el estatus de la imagen fílmica, parecería caer del lado de la pura representación. Sin embargo, es esa evidencia continua de la representación y lo representado, incluso hasta el punto del distanciamiento brechtiano, de aparecer el propio Hanoun (o su voz), para dar instrucciones a su actriz, para dejar constancia de su presencia en todo el proceso de rodaje, de su método, lo que le hace ser un claro exponente de la evidencia de la representación, y, así, yo me decantaría por situarlo dentro del cine de la evidencia, incluso como uno de sus más indiscutibles exponentes. A fin de cuentas, es el rastro de aquello que ha sido formulado como una expresión lo que nos toca, lo que nos puede hacer que consigamos una conexión más lúcida, más sabia, con la realidad circundante, y esa misma representación tiene que ser parte de la realidad que nos condiciona. Para conseguir esto, Hanoun no puede dejar de hacernos notar el artificio, incluso de montarlo ante nuestros propios ojos. Así, realidad y ficción andan parejas, unidas por un proceso de alquimia.

Finalmente, ¿qué hay de fugaz, qué hay de perenne en la obra de Hanoun?

En primer lugar, podemos concluir que su cinema se hace en un laboratorio acondicionado con pocos medios. Cabe preguntarse si sería posible dentro de un cine comercial o industrial. Dependerá exclusivamente de quien esté al otro lado de la cámara, de si es capaz de hacer un cine personal. Pero para Hanoun, la pobreza de medios, casi el amateurismo, es la solución para no dejarse contaminar por todo aquello que puede hacer distraer a sus historias del cometido para el que fueron pensadas. Sacar provecho de la debilidad, de las limitaciones, de la escasez de medios. Es evidente que el status quo cultural le hace pagar cara la independencia a todo aquel que se rebela contra su maquinaria, y Hanoun no ha sido una excepción. Como él mismo dice su trabajo es de una clandestinidad transparente. Sin embargo, esta independencia es un haber en su trayectoria, lo mismo que su mirada personal. Es lo que le ha permitido, por ejemplo, trabajar con diferentes formatos, cámaras, soportes y, muy importante, con duraciones que se escapan a la simplista visión del cine comercial y que deja fuera de la cadena de distribución a cortometrajes, mediometrajes o inclusive largometrajes (si éstos últimos no llegan o se pasan de la duración estándar).

También podemos apreciar su concepción del cine como un lenguaje, su adscripción a una modernidad que reflexiona constantemente sobre su propio trabajo y el oficio del cineasta. Pero, sobre todo, a mí me gustaría resaltar su humanidad, su apuesta por un tipo de persona que se emancipe de todo aquello que lo termina por extraviar precisamente como ser humano. Es ese ser humano desnudo, libre de todo condicionamiento exterior, movido por su deseo, por su amor, por su generosidad, lo que la expresión de su cine acaba por ofrecernos. La galería de sus personajes, o de las personas por él retratadas reivindican su naturaleza humana en lo que tiene de disfrute de la vida, aunque en muchas ocasiones sean víctimas sufridoras de un trágico destino. Es ahí, en esa condena de tinte existencialista, donde se deciden los conflictos de sus personajes. La tortura, física y psíquica, o la muerte, dan fugacidad a nuestras vidas. Pero el amor y la cultura nos sirven para conjurar esas fuerzas que actúan sobre nosotros para que sucumbamos ante lo transitorio. Hanoun nos presenta estos conflictos siguiendo muy de cerca a esos personajes que solitarios ante la cámara, deambulan por la pantalla, o las pantallas, que reproduzcan su imagen, hablándonos, o hablándose a sí mismos, en un monólogo sin fin que plano tras plano nos devuelve una imagen contemporánea de nuestras pasiones más profundas y eternas.




CINE, CINEASTA
NOTAS SOBRE LA IMAGEN ESCRITA
Marcel Hanoun

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17x23cm. - 156 páginas
ISBN: 978-84-941753-3-6