Botonera

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22.8.13

DERIVAS Y FICCIONES: LA GRANDE BOUFFE: COMER HASTA REVENTAR Y ASÍ MORIR Y OLVIDAR LA PENA

COORDINADORES: MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET


LA GRANDE BOUFFE
COMER HASTA REVENTAR Y ASÍ MORIR Y OLVIDAR LA PENA





POR MARIEL MANRIQUE



¡Ave, César!, los que van a morir se comerán primero todas las aves. No te saludarán. Los que van a morir han decidido controlar su propia muerte y comerán primero, dada su básica condición de carnívoros hambrientos, toda la carne. Masticarán hasta quedarse tiesos. Nuestro equilibrio es precario y nos pesa la cabeza. 

Una cabeza de cerdo ha eclipsado y deshecho la legendaria calavera que una vez alzó Hamlet. Aguantar o no aguantar, es esa la cuestión. Los que van a morir deciden suicidarse para abreviar el agónico trámite de la pena y saltear el calvario de la agonía. No nos alcanzan los narcóticos, Dr. Freud, ni las poderosas distracciones. Ni el láudano ni el opio ni Tahití. Las cajas de ansiolíticos guardan la llave de nuestra visión terrenal del paraíso. 

El juez tiene un retraso madurativo importante y no ha escapado aún de los pechos de su nodriza. Le cuesta salir de la cama, por molicie o temor. No encarna la ley pero la aplica: la ley habla por la boca del juez. El juez pone a disposición, para la bacanal suicida, su aristocrática y decadente mansión en las afueras, en la que regirá un estado de suspensión de la ley. 

Es la mansión pasoliniana de Saló, estrictamente invertida y transformada en parque de diversiones desbocadas. Nada nos cierra la boca y no nos frena ni el juez, que amablemente cede el predio donde descarrilar. Marco Polo no mintió al Kublai Khan al asegurarle que estábamos en el infierno, según narra Calvino. Aquí está, Sr. Juez, como prueba que no admite presunción en contrario, la mansión insoportablemente visible de Saló.

Hemos dejado toda esperanza atrás al venir al mundo, tal como indica el cartel que Dante vio en los umbrales del infierno. Y nadie nos cazó para ponernos la correa al cuello. Nos la pusimos solos y solos resolvimos tapar nuestros agujeros con un exceso homicida de placer. No quedará energía sin usar y agotar, Sr. Bataille, en compensación por toda aquella que la prohibición y su hijo dilecto, el azote mental, nos ha robado. 

Llegan los camiones cargados de animales muertos. Nuestras espléndidas viandas. Es otoño y crepúsculo y niebla, la meteorología espectral del condenado. Proliferan los utensilios de cocina. Dentro de la mansión habrá intermitentemente un cadáver nuevo y, afuera, cada vez más animales vivos que acabarán disputándose a mordiscos las últimas viandas, colgadas de los árboles raquíticos de lo que fue un jardín. Proliferarán los perros. 





Bajo el mismo tilo a la sombra del cual discurrió el poeta, caerá redondo el juez, literalmente redondo, luego de succionar dos tremendos pasteles con forma de teta, cual sustitutos de nodriza con pasaporte directo al coma diabético. Mezclaremos la comida con el sexo, en turnos rotativos. Las prostitutas acabarán huyendo, espantadas. Quedará como única sobreviviente la cándida y modosita institutriz que viró a ninfómana, la prima cinematográfica de la vendedora de tabaco en Amarcord, la Gran Ubre.






Será porque el futuro es mujer, porque que se necesita a la Gran Ubre para reproducir la prole, esto es, las condiciones sociales de existencia. Será porque la Gran Ubre debe quedarse a esperar a los que llegan, los que invariablemente necesitarán una Madre-Maestra, una Infancia y un Pecho (un pecho del que succionar y sobre el que caer, exhaustos) y verán cómo la Madre-Maestra se pone, en baby-doll transparente,en cuatro patas, mientras deglute bestialmente una pata de pollo con la mano y la infancia se torna reino perdido o cuento de terror y no hay regazo donde descansar la psiquis.

Conste que empezamos usando los cubiertos y proyectando nuestra colección privada de fotografía erótica. Pero el orden nos había enfermado. Henos aquí. El juez y sus amigos que hacen girar la industria. La industria cultural, la gastronómica, la de la aviación. 

El productor de TV se calza en la mansión túnicas hasta el piso, un sweater de lana rosa o una malla de bailarina clásica, y ejercita en la barra un pas de deux como una damisela; duerme en una cuna de sábanas níveas, custodiada por una muñeca de porcelana que en cualquier momento podría comenzar a hablar. El chef se especializa en el acopio mayúsculo de reservas y la diversificación inagotable de platos. El piloto de avión tiene más sed que hambre; tiene sed de orgasmos, sed que se sacia sobre la carrocería de un automóvil, la sublimación habitual del falo. El piloto penetra a una de las prostitutas invitadas con un caño de escape, montado simultáneamente sobre la prostituta y una antigua Bugatti. 





Tomasso Marinetti se espantaría; no es esta la belleza rugiente de la máquina que declaró superior a la belleza en pliegues de la mítica Victoria de Samotracia. ¿Se espantaría Marinetti o callaría, resignado? La Bugatti no logra arrancar. Ellos no pueden detenerse. Los Sres. Deleuze y Guattari les avisaron: el secreto reside en entrar y salir, en circular sin anclarse, hasta atrofiarse, en un punto de la red. La vida quema los manuales teóricos. Ellos repiten como autómatas sus movimientos, con esa manera de moverse equivalente a la parálisis.





Si la obsesión es un desplazamiento, una idea fija posada en el lugar de otra cosa, habrá que ver qué otra cosa nos condujo a esta autodestrucción basada en el consumo. Volvemos a ser niños, huérfanos y sin límites: niños-monstruos fijados a la ingesta, que vomitan y cagan sin parar. Acostumbrados progresivamente al olor a mierda. 

Las ráfagas no son aquéllas que imaginó poéticamente Marinetti: son ráfagas atronadoras de pedos, salidos de metralletas humanas atestadas de calorías, que acaban imponiéndose al sonido de un solo melancólico de piano. La burguesía vuelve hacia atrás atrapada en su edad adulta. Es para reír y es para llorar. La burguesía no sabe exactamente por qué llora y tampoco sabe de qué se ríe. Para estos cuatro se ha detenido la ruleta y el croupier grita: "no va más". A escondidas en la mansión de lujo, empujan enloquecidos el plato de la ruleta, con la bola estancada en el doble cero.

Si vamos a morir, que no sea con elegancia sino con humor. El chef imita a Vito Corleone y prepara tortas en las que estampa el culo gigantesco de la Gran Ubre. ¿Qué esperabas? ¿Que vieran películas de Bergman con un pie en la tumba? ¿Qué niño no se ha obsesionado con los culos? ¿Cuál era la primera palabra cuyo significado buscabas en el diccionario? Todos ponen, todos juegan. No hay quien no meta la cuchara en la boca del otro para ayudarlo a morir.






El interior de la mansión es un bazar ecléctico, una versión abigarrada y en miniatura de la cultura occidental, con paréntesis burgueses de cultura asiática. Lo hemos acumulado todo, hasta consumirnos. Nada fue suficiente. 

El juez le propone matrimonio a la Gran Ubre. Es un Edipo de opereta, tristísimo. No le importa compartirla con sus tres amigos, porque "lo hace por bondad y no por vicio". Lo hicimos por bondad, mordiéndolo todo sin atesorar nada.

Antes de llegar a la mansión y en la intolerable soledad del avión detenido, rodaba un queso parmesano colosal, destinado para la ocasión. En el canal del productor de TV, una hija indiferente agradecía a papá el préstamo de un departamento y le pedía un trabajo de bailarín para su novio negro. En la casa del chef, una pareja mantenía un diálogo de sordos. El juez, ya lo he dicho, clavaba la mirada en el escote de su vieja nodriza y hacía esfuerzos notables para abandonar la cama. La institutriz, con rígido peinado de peluquería y traje sastre modelo mata-pasión, predicaba la virtud del poeta ante un pelotón de niños distraídos. Uno se muere, realmente, antes de morirse.

A los primeros dos muertos los guardan paraditos en una cámara frigorífica, como testigos oculares del final anunciado. El chef devora una catedral renacentista de chocolate y el corazón le dice basta sobre la mesa de la cocina. Lo dejan extendido allí, como una masa, en sus dominios. Para inducir el infarto, hay que comerse hasta los monumentos. 





Nos lo comimos todo, mientras la casa se venía abajo. La Gran Ubre ordena a los muchachos del camión que dejen la última vianda afuera y se adentra en la casa. La supervivencia de la Gran Ubre garantiza la continuidad de la tragicomedia. La carne cuelga de las ramas, vueltas ganchos metálicos. Dios habita una cabeza de cerdo. No deberíamos inclinarnos ante Dios, que nunca estuvo o se ha retirado o no nos mira, sino ante esa indefensa cabeza de cerdo mutilada, para ser exhibida como un botín de guerra o un trofeo. Inclinarnos y pedir perdón.





Imágenes
La grande bouffe (Marco Ferreri, 1973).