Botonera

--------------------------------------------------------------

31.8.13

DERIVAS Y FICCIONES: ANDRÉ KERTÉSZ - UNA MIRADA PROPIA

COORDINADORES: MARIEL MANRIQUE - HERNÁN MARTURET



ANDRÉ KERTÉSZ
UNA MIRADA PROPIA




POR JAVIER M. TARÍN




En las fotografías de André Kertész destaca una aparente simplicidad de las imágenes que, sin embargo, supuso una radical renovación del arte fotográfico en términos de construcción del discurso narrativo de la imagen. Kertész entiende la fotografía como un lenguaje moderno que se separa de la mera representación pictórica, con posibilidades expresivas inexploradas que él transitará a lo largo de su obra. Por esta razón, sus imágenes se sitúan en un lugar primordial de la historia de este discurso artístico, dotadas de un carácter tan sencillo y desnudo como el lenguaje de su compatriota y escritor Imre Kertész. André fotografía, entre otros territorios, la vida cotidiana de los soldados en el frente de la Primera Guerra Mundial, en la que combatió. Imre registra por escrito los temblores del Holocausto.

Como combatiente en la Primera Guerra Mundial, André Kertész fue herido en el brazo derecho. Este acontecimiento estuvo a punto de condicionar totalmente su vida porque se temió que no pudiera volver a hacer fotos. Algunas imágenes de la guerra ilustran claramente que el artista tiene ya una mirada definida en términos de lenguaje fotográfico personal. De hecho, algunas de estas imágenes sorprendían a compañeros de trinchera por la originalidad de los encuadres y los extraños momentos elegidos para lo que se presuponía que debía ser la fotografía documental de guerra.

Letrina (1915) es un claro ejemplo de la vocación de Kertész por mostrar aquellos instantes que no habían sido tema central de la fotografía hasta entonces. Incorporar esta imagen al acervo fotográfico implica una personalidad por parte del fotógrafo, que pasa por encima de determinadas convenciones para elaborar su discurso a través del tema elegido. Soldado escribiendo (1915) transmite la misma idea de vida cotidiana y temática ajena al belicismo propio de una fotografía de guerra. De hecho, la imagen puede interpretarse incluso como antibelicista por el propio acto de la escritura desde el frente a aquellos que componen la vida alejada del mismo. La escritura es la posibilidad de diálogo como vía de resolución de conflictos y por eso, quizá, se convierte en el instante elegido para ser centro de la foto. 




La larga marcha (1915) es otra de las imágenes de este período que permite vislumbrar las vías de análisis que irán desarrollándose progresivamente en la obra de Kertész. Una diagonal de soldados atraviesa la imagen de un extremo a otro en un paisaje desierto. No se trata de un ejército en formación sino más bien derrotado y en retirada del frente. Un elemento común a estas tres fotos sería la ausencia de una pretensión de generar un discurso nacionalista y militarista que sirva a la justificación del enfrentamiento armado.

A esta época pertenecen otras dos fotografías de gran belleza formal. La primera de ellas, Gitanos (1917), retrata a dos niños pequeños desnudos dándose un beso cariñoso en un paisaje en mitad del campo. Kertész capta este momento tierno que contrasta con la desnudez y pobreza de ambos niños, lo que puede situar la imagen dentro de la fotografía periodística o social.  La otra imagen es la famosa Nadar bajo el agua (1917), que capta la deformación de un cuerpo bajo el agua y anticipa la serie de distorsiones ante espejos que llevaría a cabo en París y muestran las influencias del surrealismo en su obra. Esta fotografía pertenece a una serie más amplia pero solo ella ha permanecido. El impulso por capturar el cuerpo deformado por el efecto del agua singulariza a Kertész como fotógrafo. Estas fotos de su primera época constatan la mirada especial y única de Kertész para articular un discurso fotográfico muy particular, con encuadres novedosos y temas inverosímiles nunca tratados de esa forma; y, en segundo lugar, indica algunos caminos que posteriormente transitará en otras imágenes tanto en París como en Nueva York.




Una serie de fotos de gran interés son aquellas que tomó de su hermano en el campo, tal como Jenö Kertész como Ícaro (1919). En esta fotografía, la construcción del encuadre aporta una narratividad a la imagen muy elaborada porque intenta relatar el mito clásico más que capturar un instante. En ella podemos ver solo las piernas del personaje Ícaro en la parte superior. Esta metonimia permite imaginar el vuelo de Ícaro hacia el sol que, finalmente, quemará sus alas. El fuera de campo y la composición de la imagen son recursos para una expresión original del mito de gran fuerza visual. Kertész consigue con esta imagen que la fotografía pueda entenderse como un discurso narrativo. Este desarrollo literario es un leitmotiv en la obra del fotógrafo al que se considera, sobre todo, como padre del fotoperiodismo, pero que merece un reconocimiento mayor por sus aportaciones en términos de composición y desarrollo del lenguaje fotográfico hacia la narración.




Con su hermano, Kertész desarrolla una serie de imágenes en las que el cuerpo humano deviene el centro de sus composiciones y que le permiten experimentar con libertad contrastes lumínicos como el de  El fauno danzante (1919). Se trata de un plano general que recoge a Jenö saltando en contraluz, lo que deja su cuerpo oscuro como si se tratara de una sombra recortada sobre un cielo gris y la vegetación. Se trata de una foto de gran belleza por el efecto lumínico alcanzado.




En definitiva, en estas fotografías de momentos cotidianos de su tierra natal y de su familia la mirada del fotógrafo construye un encuadre personal más allá de los convencionalismos estéticos que limitan la expresividad y la evolución del lenguaje fotográfico. La utilización de una cámara pequeña posibilita este tipo de experimentación artística que, en ocasiones, se asemeja al tipo de lenguaje que las cámaras digitales han propiciado en los últimos años. Las fotografías de su hermano Jenö concretan su propio lenguaje fotográfico con encuadres inesperados y fuertes contraluces. Destaca, asimismo, en esta época, el retrato que realiza a su madre, en el que evidencia, nuevamente, su mirada personal.

Kertész entiende la fotografía como un arte en evolución limitado por cuestiones ajenas a sus posibilidades expresivas. Las manos de mi madre (1919) es una muestra de su capacidad de innovación y creatividad. La metonimia, que ya había aparecido en otras fotos, es el recurso literario utilizado a fin de conseguir una expresión concentrada de la figura de la madre. Las manos son lo único que aparece en cuadro y mostrándolas se nos ofrecen las caricias y los cuidados que estas una vez dieron al hijo. Las manos no sustituyen a la madre sino que la restituyen en cuanto madre que cuida a sus hijos. Este retrato tan peculiar, que quizá hoy no nos sorprenda tanto, es, sin ningún género de dudas, una novedad artística para el año en el que fue realizado, lo que sitúa a Kertész en un lugar destacado en el arte fotográfico y el desarrollo de este lenguaje artístico.




En 1925, Kertész se traslada a París y frecuenta el Café de Dôme, lugar de reunión de la vanguardia. Inicia una relación con el mundo artístico de Montparnasse, donde se instala como fotógrafo e ilustrador, retratando a diferentes artistas como Leger, Mondrian, Chagall, Brancussi, Colette.... Con este giro biográfico se produce una evolución paralela en la manera de mirar el mundo a través de su objetivo, dando lugar a una fotografía y retrato de una calidad y originalidad enorme que construyen el discurso fotográfico moderno. Parte de los retratos que hace de los artistas que le rodean partirán de la misma idea que el retrato de su madre antes comentado. 

Como ya hemos visto, la metonimia es una figura retórica que Kertész utiliza como recurso de una manera novedosa para captar la esencia del retratado que, paradójicamente, quedará fuera de campo. A esta época pertenece una serie de fotografías realizadas en el estudio del pintor Mondrian. La casa de Mondrian (1926) es una elaborada imagen que expresa el espíritu de la obra del pintor a través de los objetos que cotidianamente lo rodean. Esto, sin embargo, no significa que la imagen sea captada aleatoriamente sino que la puesta en escena y el encuadre están muy trabajados en la búsqueda de la complejidad del retratado.




La combinación entre las formas geométricas de la puerta y la mesa contrastan con las curvas del florero, el sombrero y el pasamanos de la escalera. A este aspecto formal se añade otro de mayor profundidad que busca reflexionar sobre la relación interior-exterior que marcaría la puerta del fondo. De 1928 es otra foto muy famosa del autor que ha sido imitada hasta la saciedad. Es su sencillez y cotidianidad lo que la han convertido en un ícono. En ella Kertész indaga en la línea de reflexión abierta en aquellos años, en la que un objeto representa la totalidad y el fuera de campo completa el sentido de la imagen. Nos referimos a la foto titulada Tenedor, cuya composición diagonal e iluminación suave y contrastada la han convertido en una obra maravillosa e indispensable.




De ese mismo año es la foto Las manos de Paul Arma, que pone en marcha, nuevamente, el recurso de escoger una parte del personaje para representar su totalidad. A diferencia de las manos de la madre, estas se encuentran en una disposición reflexiva. Las gafas son un elemento externo que agregan un sutil toque intelectual y refuerzan la idea de meditación. Son unas manos cuidadas que ponen en relación dos sentidos tan elementales como tacto y vista para el pianista, que debe leer la partitura para interpretarla con sus manos. Dos componentes básicos sirven para sintetizar al pianista en tanto que artista y músico. Es otro ejemplo del discurso fotográfico elaborado por Kertész, que pretende, en última instancia, expresar la complejidad del retratado sin mostrar lo obvio. De hecho, este retrato se aleja de la imagen esperada del pianista junto a su piano, tocando o en actitud de tocar. Y construye como alternativa una potente imagen que sintetiza lo fundamental del músico. Kertész tiene la facultad de narrar al personaje desde el fragmento y consigue, sin embargo, construir su totalidad como músico.




Posteriormente, Kertész comienza una de sus series más famosas (Distorsiones - 1930) en la que experimenta con el cuerpo a través de su deformación en espejos. El surrealismo reflejado en sus imágenes de desnudos rompe la representación habitual del cuerpo. De nuevo el fotógrafo inventa una forma de mostrar que se aleja de lo esperado o al menos de lo que la fotografía había hecho hasta entonces. Este componente de sorpresa para el espectador constituye un elemento que define su obra. La innovación vanguardista se mantiene intacta en esta serie de 200 imágenes en las que el cuerpo femenino se deforma con espejos en un juego de representación. Kertész explora un campo de expresión diferente a sus propuestas metonímicas anteriores para adentrarse en lugares inexplorados que conectan su obra con la estética del surrealismo.




Por último, se destaca en esta etapa el retrato de Kertész junto a su mujer. Bajo el título Elisabeth y yo (1933), la fotografía muestra una forma muy personal de afrontar el retrato familiar de una pareja. En ella se encuentran algunos elementos esenciales de la mirada de Kertész. El fuera de campo adquiere de nuevo una importancia enorme en el significado completo de la imagen. Este encuadre original que evita el rostro del fotógrafo y divide el de su mujer  es sorprendente e implica una originalidad que sustenta la mirada personal al afrontar de una manera tan poco ortodoxa un género tan definido como el del retrato. El rostro partido de su mujer es un hallazgo formal que viene subrayado por la mano que suavemente descansa en su hombro. La fusión de esas dos mitades sería la síntesis de la unidad de la pareja. Otra vez, lo que queda más allá de los márgenes es, paradójicamente, esencial para entender la imagen. Y el espectador es así interpelado para completar el significado y a la vez sorprendido ante la novedad expresiva de un recurso que el fotógrafo ha hecho suyo pero que no es mero formalismo ni repetición.




Tras su período francés, Kertész emigró a Nueva York en 1936, donde no fue tan reconocido como en Europa. Allí trabaja para diferentes revistas como fotógrafo pero es un trabajo con el que se gana el sustento y por el que no tiene demasiada estima. En estos años no hay tantos ejercicios estéticos como en su época parisina pero seguimos encontrando imágenes que apuestan por la evolución del lenguaje fotográfico. En Dirigiendo el barco (1944), en la que juega con el reflejo de los charcos y unas piernas que parecen surgir de la maqueta del barco, la imagen tiene resonancias surrealistas por la extrañeza del espectador ante un barco con piernas que parece andar por un camino del parque mojado tras la lluvia. 




En este período, Kertész explora las posibilidades de la fotografía arquitectónica, que tiene tintes de abstracción muy sugerentes. Salida de incendios (1949) contrasta la mínima presencia humana frente a la arquitectura y el juego de diagonales de las escaleras de incendios sobre la pared de ladrillo desnudo. Durante estos años, las imágenes de Kertész retratan la ciudad de Nueva York desde un prisma personal a través de las estaciones del año. Su objetivo encuadra detalles que para otros pasan totalmente inadvertidos pero que él convierte en aspectos de la realidad dignos de ser fotografiados, como un banco roto o las sillas de un parque. Los encuadres de sus fotos siguen siendo sorpresivos porque no tienen en cuenta las convenciones del lenguaje fotográfico que rigen las imágenes de la época y se han convertido en norma.





Un detalle biográfico para cerrar este recorrido personal. El final de sus días en Estados Unidos tras la muerte de su pareja es conmovedor. A esta época pertenecen fotos tomadas desde la ventana de su casa, porque ya prácticamente no puede salir. Sin embargo, Kertész sigue aportando su punto de vista. En esa época usa una polaroid que le regalan y fotografía los objetos de su esposa o las fotos que le hizo en vida.  Sus últimas imágenes,  objetos de la persona a la que amó, imágenes de quien no puede fotografiar otra vez, intentan captar algo tan complejo como la ausencia. Con estas últimas obras, el fotógrafo húngaro hace una última aportación para subrayar la capacidad mágica de evocación estética de lo ausente que tiene el arte fotográfico, al cual dedicó su vida y su alma.