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10.7.13

LA MIRADA ESQUINADA: DOBLE(S) SENTIDO(S). LECTURAS Y REFLEXIONES SOBRE EL CINE Y EL MUNDO: POR DÓNDE COGERLO

COORDINADORES: FRANCISCO JAVIER GÓMEZ TARÍN / AGUSTÍN RUBIO ALCOVER




Mayo 2013
POR DÓNDE COGERLO





Pasan los meses y el tiempo va cambiando, pero el clima moral no mejora; si acaso, cada día que pasa, y conforme va subiendo la temperatura, el ambiente sigue caldeándose. A la vista de cómo se desarrollan los acontecimientos, superada la capacidad de sorpresa y el límite personal de indignación soportable, uno se pregunta si esto hay por dónde cogerlo. La respuesta no está en absoluto clara, y menos aún que sea afirmativa; pero lo cierto es que tenemos, como poco, que intentarlo. Y, aunque haya nuevo Papa (¡argentino! –ya se verá si no todo se queda en las formas, porque el obispo de Alcalá, valga como ejemplo, sigue erre que erre sin inmutarse diciendo estupideces una tras otra sin que nadie le pare los pies), como no es cuestión de encomendarse a Dios, estamos condenados a tratar de buscar soluciones constructivas y adultas a un problema que nos involucra globalmente, a instituciones, empresas, organizaciones sociales e individuos.

Echemos un vistazo a algunos de los asuntos más controvertidos de la actualidad, empezando por la crisis europea. La salida que se ha visto forzado a tomar Chipre, y una eventual imitación en otros países, resulta de todo punto inadmisible: decretar un corralito con findesemanidad y alevosía y practicar onerosas quitas al ahorro privado supone una forma de incautación tan impresentable y anacrónica que la respuesta de la ciudadanía, entre la alarma y el escándalo, se nos ha antojado, por una vez, incluso moderada (suponemos que todavía estarán estupefactos: ¡ahora ser cliente de un banco se convierte en pagar sus desafueros y perder parte de los ahorros!). Otro tanto sucede a propósito del dilema en que se encuentra Portugal, cuyo gobierno, después de que el Tribunal Constitucional le tumbara sus medidas de austeridad, se dispone a sajar en sanidad y educación. Y pongamos las barbas a remojar porque ya se dice que somos los siguientes y que nuestras medidas son “insuficientes”, aunque es de sobra sabido que, si el dinero que está en los paraísos fiscales tributara debidamente, tendríamos superávit.

Frente al atropello, el primer impulso es, lógicamente, echarse al monte. El inconveniente es que, cuando se ve adónde conduce esa ruta, se comprueba que dista de ser deseable. Véase, por ejemplo, Italia, donde la gracieta de tantos irresponsables de hacerle el juego a la antipolítica de Berlusconi o de Grillo ha llevado a una parálisis total. Tras la humillación en las urnas que ha sufrido Mario Monti (ganada, todo sea dicho, a pulso, por buscar una fórmula perifrástica para perpetuarse en la jefatura del gobierno, en lugar de presentarse bajo las siglas de un partido, como corresponde a un sistema democrático), otro gabinete técnico resulta inviable. Y, como los grillos de este mundo no pueden apoyar a un Bersani, la república continúa rodando por la pendiente.

Habrá quien piense que todo esto se debe solo a la peculiar idiosincrasia italiana. Volvamos, entonces, la mirada hacia Francia, donde François Hollande no gana para disgustos. El afloramiento de escándalos de cuentas en Suiza y en otros paraísos fiscales por parte de ministros socialistas recién nombrados puede servir de espejo del enorme descrédito en que el establishment político español se hunde cada día más: no se trata tanto de un mal asociado a unas siglas, ni a una casta; afecta más bien a un sistema en el que la corrupción no es universal, sino que está extendida, y acerca de cuyos males la mayoría de la población se ha concienciado de la noche a la mañana. Hasta ayer no dolía, se toleraba o se festejaba (¿no se intuye por ahí un atisbo de culpa compartida?); hoy se impugna todo, y se concentra toda la animadversión en un único punto, el que refuerza los prejuicios de cada cual: el adversario. Judicializados o no, el caso es buscar culpables, en el PP (Feijoo, los escraches); CiU (los Pujol); el PSOE (más los sindicatos UGT y CCOO, por los ERE)…

Frente al revanchismo, no cabe sino insistir en el cumplimiento estricto del estado de derecho. Y, para contribuir a la regeneración democrática, un poquito de mesura y de sutileza en la crítica, cualidades que no están reñidas, sino todo lo contrario, con ser incisivos. Motivos no faltan, ni contradicciones flagrantes, obscenas: tras la imputación de la Infanta Cristina y el anuncio de la marcha de Urdangarin a Qatar, salta la noticia de que el Rey habló varias veces con el emir en los días previos. La excusa que se da consiste en que contactó con él para interceder a favor de una sociedad pública española que se presenta a un concurso. Lo alucinante es que nadie ponga el grito en el cielo frente a la presuposición de que la monarquía cumple con su función cuando lleva a cabo contactos tan equívocos con un Estado tan sospechoso (verbigracia, se ha denunciado recientemente que Qatar compró el Mundial de Fútbol de 2022, y no digamos nada de su “sistema” claramente dictatorial).

Da la impresión de que, al igual que se dice que dentro de cada paisano hay un seleccionador nacional, en tiempos de crisis todos nos transformamos en inquisidores, de los demás y de nosotros mismos. Los resultados son paranoia y esquizofrenia, agresividad y miedo, ansiedad y depresión.

Por lo que atañe al cine, las lecturas en clave de parábola de estas dialécticas son tanto más rentables; sobre todo, en la medida en que, hasta los films más adocenados, o con menos pretensiones autorales, están siendo diseñados para propiciar esta clase de interpretaciones. El reciente remake del clásico del terror contemporáneo Posesión infernal (The Evil Dead, 1981), con el que acaba de debutar en Hollywood el uruguayo Fede Álvarez (2013), toma como pretexto la desintoxicación de una muchacha adicta a las drogas para plantear una cruenta purificación (¡y vaya si es cruenta!). Lo mismo ocurre con la adaptación de la última chorrada de la autora de la saga Crepúsculo, Stephanie Meyer, La huésped (The Host, Andrew Niccol, 2013); una película ultracomercial, para consumo de adolescentas con las hormonas aceleradas, que el guionista de El show de Truman (Una vida en directo) (The Truman Show, Peter Weir, 1998), y director de algunos films muy interesantes, como Gattaca (1997), S1m0ne (2002) o El señor de la guerra (Lord of War, 2005), lleva a un terreno lúdico e inteligente, y convierte la irresolución de una pazguata entre dos amores a cuál más pánfilo en una reflexión acerca de la identidad y el respeto al otro. Por eso, casi son preferibles estos dos títulos, salvando distancias, a la ampulosidad de la Anna Karenina de Joe Wright (2012), que reviste este mismo tema de una apariencia tan soberbia que ahoga a Tolstoi, aunque resulte reivindicable la secuencia del baile y una cierta connivencia de fisicidad en las relaciones que por momentos llega a transmitir sensaciones contrapuestas, y a Un amor entre dos mundos (Upside Down, Juan Solanas, 2012), cuya pretenciosidad también la hace muy antipática, y eso que la idea de partida es brillante y hubiera dado juego en otras manos más expertas y/o imaginativas. Tampoco alcanzan un nivel suficiente de interés When the Lights Went Out (Pat Holden, 2012), que no encaja como una más de terror (lo cierto es que hay desvíos que por momentos apuntan a líneas interesantes de la trama que luego no se confirman) y donde lo tópico acaba imponiéndose, o Extracted (Nir Pariny, 2012), que, al rebufo de Origen (Inception, Christppher Nolan, 2010), nos brinda otra historia de incorporación en la memoria de las personas que solamente cumple las expectativas de espectacularidad pero poco más.



 Posesión infernal, Fede Álvarez, 1981


Anna Karenina, Joe Wright, 2012


En una línea ligera menor, no carece de atractivo Le guetteur (Michele Placido, 2012), un dislocado thriller francés del director de Romanzo criminale (2005), en el que un psicópata se cruza en el cara a cara entre un francotirador y un policía, y pone patas arriba lo que se esperaba de un polar tradicional, pero que es una muestra más –enésimo intento– de recuperar la grandeza del negro francés de otros tiempos que no llega ni siquiera a inmutarnos, pese a los guiños.



Le guetteur, Michele Placido, 2012


El cine americano, como nos tiene acostumbrados, nos ha otorgado de nuevo la consabida ración de mamporros, espectáculo y propaganda pura y dura. En el primer caso podemos situar la nula Jack Reacher (Christopher McQuarrie, 2012), donde la pequeña denuncia de corrupción en las altas esferas suena casi a chiste por lo inane. En el segundo, más flagrante, postales a mayor gloria de los surfistas en Persiguiendo Mavericks (Chasing Mavericks, Michael Apted y Curtin Hanson, 2012); bondades policiales en Sin tregua (End of Watch, David Ayer, 2012); y virguerías ciclistas en Sin frenos (Premium Rush, David Koepp, 2012), a cual de ellas más insípida.



Jack Reacher, Christopher McQuarrie, 2012

Sin frenos, David Koepp, 2012


En España hemos asistido a algún estreno bastante esperado, como Los últimos días (David y Álex Pastor, 2013). La vuelta de estos dos hermanos catalanes, tras su frustrante experiencia en la meca del cine, ha dado como resultado una película tan pulcra, e incluso virtuosa como espectáculo, como cargada de clichés, y, sobre todo, ilustrativa de la empanada mental que el nacionalismo ha impuesto. El desenlace, con una Barcelona de ensueño en el que lo que queda de los charnegos venturosamente difuntos, como Enrique (José Coronado), es el nombre –traducido: Enric– del hijo del catalán puro Marc (Quim Gutiérrez), en agradecimiento por haberlo salvado, es un reflejo nítido de la Barcelona arcádica que se presume para después del hachazo. Ay, el inconsciente.



Los últimos días, David y Álex Pastor, 2013


Por desgracia, el estruendo con que se lanzan cintas mediocres como esta, convenientemente respaldada por Antena 3, ensordece y perjudica a otras mucho más discretas y profundas, como A puerta fría (Xavi Puebla, 2012), una de las películas que más valientemente han atacado los estragos que están causando en el mercado laboral, y en las mentes de los acobardados trabajadores, las reformas de las últimas décadas.



A puerta fría, Xavi Puebla, 2012


Este mes, hemos decidido centrar nuestras respectivas reflexiones en ese asunto que sobrevuela el presente: el sentimiento de culpa, justificado o no, que está recayendo sobre todos los sujetos, sometidos a escrutinio externo y abocados a hacer examen de conciencia. No son pocas las películas que encajan en tal parámetro y ello, nos tememos, al igual que acontece con los filmes apocalípticos, es el signo de los tiempos y de la mala conciencia inevitable que nos salpica a todos. La culpa social se puede rastrear, pues, en títulos vistos recientemente, tales como Bedevilled (Kim Bok-nam salinsageonui jeonmal, Chul-soo Jang, 2010), violento hasta lo indecible, pero con una apuesta por la reivindicación del mundo personal y la lucha de género que tiene interés, al tiempo que deja claro que "mirar hacia otro lado" acaba corroyendo a la persona y a la sociedad; en un nivel más elevado destacan Dark Horse (Todd Solonz, 2011), que no alcanza la virulencia de anteriores films de su director, pero que sorprende y encamina de forma extraña la lectura espectatorial (la música aparentemente no diegética, que sí lo es, es un ejemplo) y en sus intersticios refleja el mal de vivir y la esencia de una sociedad que no es capaz de dar alternativas; también Wymyk (Courage, Greg Zglinski, 2011), una buena historia y mejor realización, muy sobria, que plantea un pecado irredimible cometido por un hermano al no ayudar a otro ante una afrenta de unos gamberros y que consigue elevar el tono del mediocre conjunto habitual. Como vemos, la culpa se abre paso por doquier.



Bedevilled, Chul-soo Jang, 2010


Dark Horse, Todd Solonz, 2011


Wymyk, Greg Zglinski, 2011


Para analizar esta cuestión, uno de nosotros va a examinar Érase una vez en Anatolia (Bir zamanlar Anadolu’da, Nuri Bilge Ceylan, 2011) y Tesis sobre un homicidio (Hernán Goldfrid, 2013); el otro, Barbara (Christian Petzold, 2012) y La caza (Jagten, Thomas Vinterberg, 2012).



LA PRIMAVERA, LA SANGRE: ÉRASE UNA VEZ EN ANATOLIA Y TESIS SOBRE UN HOMICIDIO
Agustín Rubio Alcover



Érase una vez en AnatoliaNuri Bilge Ceylan, 2011

Tesis sobre un homicidio, Hernán Goldfrid, 2013


Érase una vez en Anatolia se desarrolla en las horas posteriores a la comisión de un asesinato, el intento de ocultación del delito y la captura del asesino, que reconoce el crimen. En un silencio cargado (aparentemente) de remordimiento, el acusado conduce a los agentes de la ley al lugar perdido en medio del campo donde ha enterrado el cadáver. Lo escoltan varios policías, un médico que ha de certificar el fallecimiento y un fiscal que tiene la misión de ordenar el levantamiento del cadáver. La trama se desarrolla desde que cae la noche, el cortejo se pierde y es acogido con hospitalidad interesada por un alcalde pedáneo; a la mañana siguiente, en que se produce el hallazgo, se traslada al difunto al punto de origen, y hay un intento de linchamiento contra el presunto culpable; hasta la tarde, en que el doctor Cemal (Muhammet Uzuner) practica la autopsia.

El film pertenece a esa categoría festivalera que los críticos suelen (o solemos) encarecer, con epítetos acerca de su esencialidad, su solemnidad sin afectación o su despojamiento. Ocurre –y esto sí resulta excepcional– que, por una vez, esos tópicos no se quedan cortos, ni el analista (al menos yo) tiene la sensación de manejar fórmulas gastadas, sino las únicas adecuadas. Nuri Bilge Ceylan, que atesora una carrera relativamente corta y muy prestigiosa, que incluye el premio al mejor director en Cannes por Tres monos (Üç Maymun, 2008), ha logrado equilibrar de manera impecable el formalismo extremo de trabajos anteriores con la apariencia de naturalismo, la emotividad y la complejidad intelectual. Sin ningún énfasis, y a base de sobreentendidos que no irritan, pues en ningún momento cae en el retorcimiento ni en el cripticismo, el realizador, que trabaja siempre con un equipo de guionistas y técnicos estable y con el que le unen lazos de afecto, lleva de la mano al espectador, quien va reconstruyendo el crimen; o, mejor dicho, creando una hipótesis, con un móvil, pasional, y un chivo expiatorio, que se habría querido inculpar para salvar al verdadero asesino, un hermano suyo disminuído psíquico. Cuando, en el último momento, el examen del cuerpo del difunto pone en evidencia que el fallecimiento pudo sobrevenir por asfixia, después de ser inhumado prematuramente, tiene lugar un giro decisivo: el médico ordena que se suprima esa sospecha del informe, para que al hombre que ha cargado con el muerto por voluntad propia le quede al menos el consuelo de creerse inocente.
Ese gesto, de índole moral pero que contraviene su ética profesional, cierra un discurso que invita a compaginar rigor, distancia y compasión. De hecho, la elección del personaje del galeno, que se acaba por erigir en protagonista y portador de los valores que la película defiende, es consecuencia del aprendizaje que ha hecho en las horas previas: su conversación con el fiscal Nusret (Taner Birsel), en quien en todo momento se intuye una quiebra (que se desvela cuando confiesa indirectamente que su mujer se suicidó para vengarse por engañarla), le ha recordado hasta qué punto víctimas y victimarios están unidos, sin que ello implique una negación perversa de las categorías del bien y el mal. Así, su decisión postrera, desconcertante en apariencia, constituye un apartamiento de la norma (otra afrenta, de la que Cemal se hace cargo a sabiendas), en aras de un bien mayor: evitar que el dolor siga extendiéndose, y pase a la siguiente generación.

La producción hispanoargentina Tesis sobre un homicidio adopta un estilo mucho más convencional, genérico. Cuenta el duelo psicológico que se establece entre Roberto Bermúdez (Ricado Darín), un abogado y profesor de derecho que acaba de publicar un ensayo, titulado La estructura de la justicia; y un alumno suyo, Gonzalo Ruiz Cordera (Alberto Amman), a quien conoce desde niño (y que en un momento dado le deja caer que siempre ha sentido que era hijo biológico suyo). La investigación de un misterioso asesinato, ocurrido en las inmediaciones de la universidad en la que el uno imparte y el otro recibe las clases, lleva a Bermúdez a obsesionarse con la posibilidad de que el joven lo cometiera con el propósito de lanzarle un desafío, intelectual y axiológico.

A diferencia de Érase una vez en Anatolia, Tesis sobre un homicidio no trasciende el esquematismo más elemental, sino que se limita a magnificar artificiosamente el choque entre el profesional de mediana edad, instalado en un cinismo respetable y autocomplaciente (“A los treinta, laborás por un puesto; a los cuarenta, por la guita; y a los cincuenta, por el prestigio”); y el estudiante, carcomido por el descreimiento tras una máscara de bella inocencia, cuyo único horizonte vital parece consistir en provocar que el mundo perezca por su propio pecado de relativismo (“Vivimos en la anarquía total, y nadie parece darse cuenta”; “Mi tesis es que todas las tesis están equivocadas. No: mi tesis es que no hay forma de saber cuál de todas las tesis posibles es la buena”).

Tanto el curso que toma la narración, como la forma, a base de flashbacks subjetivos y desenfoques, refrendan que, a lo máximo que alcanza el criminalista, que acaba destruido, es a hilvanar un relato sobre lo que pudo ocurrir, verosímil pero peliculero, con su guiño al Rosebud de Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941) y todo. Así que, por más que la película sea sabedora de su propia banalidad, no deja de ser significativa la conclusión: el mal gana, porque queda impune; y la verdad es incognoscible.

Arriesgaré un paralelismo entre Érase una vez en Anatolia y Tesis sobre un homicidio, y dos novelas españolas actuales: la distancia entre la culpa según Binge Ceylan y Goldfrid es similar a la que media entre los conceptos de Rafael Chirbes en su demoledora En la orilla, que habla desde la ficción y no se reafirma a costa de los demás; y de Manuel Vicent en El azar de la mujer rubia, donde condena a todo bicho viviente: desde la atalaya, con nombres y apellidos, con imputaciones reales o fantásticas, tras la doble coartada de la literatura y de la mente trastornada de Adolfo Suárez; es decir, con las peores artes.

Parece lo mismo, pero no es igual.


TODOS SOMOS CULPABLES: BARBARA y LA CAZA
 Francisco Javier Gómez Tarín



Barbara, Christian Petzold, 2012


La cazaJagten, Thomas Vinterberg, 2012


La casualidad ha hecho que de nuevo uno de los protagonistas de las películas que comentamos sea Mads Mikkelsen, ya presente el mes anterior con Un asunto real (En Kongelig Affaere, Nikolaj Arcel, 2012), y de nuevo soportando el peso de la culpa ajena. Un actor que, sin duda, nos representa metafóricamente en tanto ciudadanos de un mundo a la deriva. Sin embargo, ¿cuál es el pecado que deben redimir los protagonistas de Bárbara y La caza, toda vez que son víctimas y no verdugos?: un pecado original, el de nuestras sociedades, en plena descomposición, que iguala en la culpa al conjunto de ciudadanos. Por ello, resulta de sumo interés poner en relación la situación pretérita de Alemania del Este (R.D.A.) en la era del Telón de Acero (Bárbara), años ochenta, con la inmediatez del linchamiento moral que sin duda se da en nuestra cotidianidad más rabiosamente actual y que juzga, condena y no perdona incluso al inocente (La caza).

La sensación de culpa es algo innato, arrastrado como una rémora de la imposición cultural colectiva de un pecado original que, en esencia, nos es desconocido. Quizás nuestro pecado es existir y que nuestros cuerpos no puedan transformarse en beneficio inmediato para las élites financieras (vía conversión de la sangre en oro, de lo que poco a poco vamos en camino, aunque nos tememos que el desgaste hará que ese oro se transmute en latón y arrastre consigo a los propios gerifaltes) y sus lacayos institucionales (tres poderes –ejecutivo, legislativo, judicial– más un superpoder –económico). Pero, como decíamos unos meses atrás, todos somos culpables de las pequeñas o grandes transgresiones éticas e incluso de esa actitud tan nuestra que es “mirar hacia otro lado”. Una culpa determinada por un acto (incluso un asesinato) puede ser redimida, por muy traumática que devenga; pero aquella que se agazapa de forma soterrada, que no llega  a emerger, no admite redención pese a ser sentida (entronca en el terreno de lo siniestro, Umheimliche). Cuando sentimos esa culpa, aplicamos la redención de forma indiscriminada y socializamos el pecado.

Los protagonistas de Bárbara y de La caza viven en unas sociedades que impregnan en sus ciudadanos un sentimiento colectivo de culpa, haciéndolos así dependientes y vigilantes unos de otros, de tal forma que la inocencia se contemple como algo imposible: la apariencia de culpabilidad determina la exclusión social. Si Bárbara siente la amenaza tenebrosa de esa opresión e intenta huir, construye una espiral de culpabilidad cuya única redención posible es la toma de conciencia y la asunción hipotética de que una nueva generación pueda liberarse del yugo. Actuando en consecuencia, redime una culpa colectiva. 

Por su parte, el profesor protagonista de La caza sufre las consecuencias de un linchamiento moral que no es fruto sino de la mala conciencia de una sociedad que desea ver el mal en todos los rincones (quizás porque es parte de su propia esencia: un mal consuetudinario, intrínseco e inherente) y ante una falsa denuncia cree ciegamente en la culpabilidad, pues siempre es más sencillo creer en la maldad que en la bondad. No basta con que institucionalmente el reo quede liberado de su culpa, al demostrarse su inocencia, puesto que el juicio colectivo permanece implacable y gesta su odio en la propia raíz, se retroalimenta y crece en la sombra. Sociedad, pues, enferma y sin posibilidad alguna de redención de cuyos cimientos emergerá más pronto que tarde la violencia y la destrucción (recordemos La cinta blanca (Das weisse Band, Michael Haneke, 2009) como ejemplo paradigmático).

Para tales edificios discursivos, efectivos precisamente por su gran sobriedad, Bárbara se aplica en suministrar la información a partir de elementos mostrativos (showing) que actúan como catálisis y dejan huecos solamente rellenables por el espectador, de acuerdo con su bagaje cultural, una vez puesto este en relación con las partes de la historia representadas. De ahí que la planificación suprima todo barroquismo y la elipsis se convierta en la fórmula narrativa por excelencia, a la par que la iteración.
La caza, por su parte, se reviste de un armazón clásico, que respeta las normas de la fragmentación y la transparencia enunciativa, para hacer más poderosa la mirada espectatorial, claramente sentenciada como co-partícipe en ese plano cercano al final en el que el amigo desvía su mirada y la fija en la cámara (en el espectador) interpelando, sin decir palabra alguna, para aflorar el mal de fondo que ya irremediablemente se ha hecho y que corroe a su comunidad. La secuencia final, en este sentido, no es sino la constatación de que todo ha cambiado para que nada lo haga. En el fondo, aunque la superficie se haya pulimentado, todos somos culpables y la sociedad nos lo demanda.

Por otro lado, y merece la pena decirlo brevemente, por una vez nos encontramos con un filme capaz de colocar sobre la mesa un problema esencial: la falsa denuncia de un niño. Esto, que en principio pudiera parece poco rentable socialmente, ya que es necesario propugnar la tolerancia cero con los acosadores, hace emerger una realidad que en más de una ocasión se ha producido, aunque sea minoritaria. No obstante, el filme es delicado en este sentido y transmite a los adultos la responsabilidad porque la niña que miente niega su cargo, y son los padres quienes lo mantienen y lo multiplican en su entorno. Como decíamos, una sensación de culpa colectiva que abre brecha por donde puede (la mala conciencia), y esto es un síntoma del mundo en que vivimos. Lo demencial es que nos hemos hecho a él y asumimos sin cuestionarla nuestra culpabilidad como un pecado original (¡cuánto daño hizo la iglesia y cuánto han reproducido hasta la saciedad los poderes públicos!).


Francisco Javier Gómez Tarín
Agustín Rubio Alcover
Universitat Jaume I de Castellón






Esta entrega de La mirada esquinada se publicó
en la revista El Viejo Topo nº 304, mayo 2013.


Agracedemos a El Viejo Topo la autorización
para reproducir e incluir la sección con el mismo título en
Textos en red (Shangrila Textos Aparte).


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