Botonera

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9.4.12

BANDA APARTE - LA INCOMPRENSIÓN, EL ORIGEN

COORDINADOR: JESÚS RODRIGO


LA INCOMPRENSIÓN, EL ORIGEN
LUIS ALONSO GARCÍA

"Si parecemos inquietos por el tratamiento reservado a lo único, no es por pensar que sea necesario proteger la existencia subjetiva, la originalidad de la obra o la singularidad de lo bello contra la violencia del concepto. Ni inversamente, cuando parecemos lamentar el silencio o el fracaso ante lo único, es que creamos en la necesidad de reducirlo, de analizarlo, de descomponerlo rompiéndolo aún más."
Derrida, 1975: 240. La palabra solapada.

I. DE LOS METATEXTOS
El film, el análisis

Un filme en un buen objeto, “más homogéneo, más monolítico, más global que el filme en la realidad de su proyección” [Aumont, 1983: 23. ‘Estética del cine’]. Uno siempre recuerda el filme (la novela, la obra de teatro, pero ¿por qué no?, también su propio pasado) mejor de que era, más coherente, más acabado. En el caso que nos ocupa, Andrei Tarkovski y sus películas, dicho buen recuerdo es imprescindible si uno quiere retener algo. Vemos uno de sus filmes; a duras penas podemos trazar una línea que la imagen siga; por fin lo pillamos, salimos del cine, reconstruimos una imagen del mismo. Podemos resumirlo, contarlo a los demás, explicarnos su significado. Y al volver a ver la película –cuestión de gusto, cinefilia u oficio-, estamos como al principio. El buen objeto se nos quiebra entre ceja y ceja, regresa el desorden de la primera vez: la armonía de las imágenes –la desconexión de los encuadres-, el equilibrio de los objetos –la incoherencia de las escenas-, el sentido del texto –el sinsentido del filme-.

Pero para recordarlo tan bien, primero hay que haber sido engañado. Toda apreciación nace en el cine a partir de una sugestión, de una confusión primera:

“Lo que sirve de criterio de apreciación no es nunca la verdad del fondo o la belleza de la forma, sino más bien el poder de sugestión de la obra. Haber sido o no sugestionado es, en definitiva, lo que cuenta para valorar el espectáculo” [Ayfree, 1960: 49, ‘Cine y presencia personal’]

Si uno no es saciado no puede digerir lo visto. El juicio estético nace de la emoción subjetiva, y no de la valoración objetiva alguna. De ahí los fallos de tantas críticas, tantos análisis, que vieron lo que nunca estuvo en la pantalla: el beso, el movimiento de cámara, el color o el blanco y negro, el final feliz que nunca fue. De ahí la ineficacia de esos trabajos que basan su juicio en la técnica (la cuidada fotografía, la esmerada interpretación, el estructurado guión…) cuando de lo que se quiere hablar es de una obra estética y no de un objeto de consumo.

Condición paradójica la del cine. Para apreciarlo, debemos ser sugestionados; tras apreciarlo, recordaremos otra cosa que aquella que vimos. Engaño del visionado y mentira del recuerdo se configuran como los bordes de cualquier acercamiento al texto. Pues la imagen y el sonido siempre escapan en algún punto, se vuelven indecibles (Bellour), infilmables (Gerstenkorn), en definitiva, intratables. Por eso existe una literatura sobre cine. Para asegurarnos de lo visto, para asegurarlo.

El cine es un arte fácil, es decir, debe ser fácilmente legible. Por su universalidad, mito del cine mudo que el sonoro no logró romper; su naturalidad, en la continua comparación de la percepción fílmica y estándar, equívoco cuya constante denuncia sólo sirve para delatar que aun no siendo así, no deja de parecerlo; su mecanicidad, al ser un arte basado en el registro automático de un aparato de dominio público. De ahí –de esa supuesta facilidad del cine, o lo que es lo mismo, de esa supuesta competencia connatural del espectador-, que ante un filme tarkovskiano, el espectador inadvertido pase rápidamente de un juicio sobre sí (“no entiendo”), a un juicio sobre el filme (“no dice nada”).

El espectador espera entender siempre, a no ser que algo se oculte, por una causa externa (la censura política, social o económica) o interna (el disimulo, la timidez, el juego). Es aquí donde aparece la figura del escritor (crítico, historiador o teórico), para restituir el valor de la obra maestra (“por supuesto que la obra dice algo”), situándose en cualquiera de los dos momentos; en la incomprensión del espectador (“yo se lo voy a explicar”), en la ininteligibilidad del filme (“lo que él quería decir era esto”). El escritor explica la obra, a veces hasta el límite absurdo de resumir lo que es un fútil argumento, quizás en la secreta esperanza de encontrar en el resumen lo que no existe en el visionado. La descripción de esta práctica puede resultar bastante educativa: el escritor –que nada vio y por eso resume- le señala al espectador –que hubiera visto de no haber leído- lo que la película dice para un espectador que en ella nada ve. Y el autor negándolo todo.

La infancia de Iván, 1962


Significación y sensación

“Si buscas un sentido al filme durante la proyección, perderás todo lo que allí pasa. Los pensamientos pueden formarse en vuestro espíritu durante ese momento, pero no son sino interferencias: es más tarde cuando se ponen en funcionamiento. El espectador ideal para mí, ve una película como un viajero el paisaje desde el tren” [Tarkovski, 1981, (tl): 56].

No estamos lejos de ver en esa necesidad de escribir sobre ciine un deslizamiento entre las funciones que Barthes señalara para la relación palabra/imagen de los pies de foto. Sólo hay que dar un sentido más amplio a su formulación: la sensorialidad audiovisual (la dificultad del anclaje) invoca una abundancia de palabreo (un fácil relevo de la imagen/sonido por la palabra). Movimiento incesante en el texto Tarkovski, verbal donde los haya, por la abundancia y densidad de los diálogos –“Discursos y palabras forman parte del mundo que nos rodea. ¿Por qué renegar de esta parte del mundo y elegir hacer un filme mudo. Eso sería puro formalismo” (Tarkovski)-. También, en los mismos pasillos de la sala, la conversación tras el visionado, compulsiva en su derroche: callarse da miedo. Finalmente, la lectura de otro texto (la crítica, el ensayo, el estudio) que nos diga –por fin, por favor- lo que allí vimos.

Un  estudio sobre Tarkovski debe comenzar ahí. No se deja agarrar donde uno suele deshacerse del cine: la narración, el mensaje, la belleza formal. Si no lo hiciéramos así, si empezáramos por anuniar nuestra pretensión de explicar -¡por fin! (una vez más)- lo que el texto Tarkovski esconde, quizás pudiéramos decir algo coherente, pero no algo que interesara al texto tratado. Si alguien se propone desvelar EL sentido del filme, es muy difícil que no le encuentre algún sentido, aunque no sea el del filme. Porque el interés del texto Tarkovski –como una y otra vez lo ha afirmado su autor al negar las búsquedas simbolistas- es precisamente el de la incomprensión que suscita. Su negativa a ser interpretado no es tanto por el fastidio de lo hallado como por so consciencia de que interpretar significa perder “lo que allí pasa”. No ataca la interpretación en sí, aunque buenas razones tendría para ello, sino la pérdida del objetivo de sus filmes, la sensorialidad de sus imágenes y sonidos:

“Así exactamente fue mi niñez… Pero, ¿cómo se ha enterado usted? Un viento idéntico hubo entonces, y una tormenta similar… ´Galka, echa al gato –me grita la abuela… Oscuridad en la habitación… Y también se apagó la lámpara de petróleo, y el alma estaba invadida por la espera de la madre… Dios mío, ¡qué verdadero es todo eso!... Realmente no conocemos el rostro de nuestra madre” [Una espectadora de Gorki, citado en: Karkovski, 1984, (et): 27].

Al leer este párrafo, sabemos que la espectadora supo, y sabemos cuan lejos se halla este saber del comprender teórico:

“Esas películas de vanguardia o de experimentación que el público avisado ya sabe que hay que comprender y a la vez no comprender, que no comprenderlas es la mejor manera de comprenderlas, y que excederse un poco en comprenderlas sería el colmo de la incomprensión” [Metz, 1973: 107, ‘el Filme de ficción’].

Metz supo dibujar –aunque fuera un poco en broma y sin darse cuenta- el circuito socio-cultural donde lo que se juega es lo incomprensible y no tal o cual mensaje. Comprender, entender, estos términos se sitúan en la interacción del uso de los media, en un circuito cerrado que sólo la entrada de un tercer término puede romper: “La verdad que el texto encierra sólo puede encontrarse donde cesan las evidencias de lo que se percibe como entendible y emerge una palabra densa junto a una áspera hendidura” [Requena, 1992: 17. ‘Eisenstein’]. Tarkovski niega precisamente esa evidencia (la interacción comunicativa), invoca esa densidad, esa hendidura (el intercambio simbólico). Su enfado con los críticos no se origina en sus interpretaciones – por más delirantes que éstas sean (Farago y Pangon son un buen par de ejemplos)-, sino por aquello que no saben al entender demasiado.

El texto artístico se vuelve comprensible pues ya nada hay –en el discurso reducido dado por el escritor a su espectador- de la experiencia originaria, el filme. En esta interacción social ya no se habla del texto. La relación estética sobre la vida –como le gustaba a Tarkovski- es sustituida por una relación comunicativa sobre el arte, pero que nada tiene en sí de estética, pues sólo a partir de la incomprensión puede saber el espectador algo, no sobre el filme, sino sobre sí en relación al filme:

“No parece que la reflexión sobre la estética debe orientarse prioritariamente hacia la contemplación ejercida por el espectador ante el objeto estético; y en este sentido, llamaremos experiencia estética a la experiencia del espectador. Entre la cosa y el que la percibe hay un entente previo a todo logos” [Dufrenne 1953. ‘Fenomenología de la experiencia estética’].

Entre la imagen/sonido y su espectador hay una relación previa a toda palabra y que la palabra del escritor o del espectador anula. Esta es la radicalidad del cine tarkovskiano, el primer límite que cualquier análisis debe asumir: la falta de mediación verbal entre el espectador y la imagen/sonido.

Es obvio que el cine clásico es un arte de la palabra –no en el sentido teatral, pero sí en el de la palabra dramática-, ya sea en los diálogos, en la voz en off de un narrador, o en la verbalización de determinada imagen. El “No Trespassing” de ‘Ciudadano Kane’ (Welles, 1940) queda como gesto –inocente por más que rabioso en su tiempo- de una modernidad que zse creía que todo era cuestión de burlar a las palabras. El problema, tal como lo plantea Tarkovski, es ¿qué ocurre cuando no hay palabra posible?, ¿Cuándo la palabra ya no tiene relación con el mundo? ¿Cuándo la palabra es sólo –es decir, un sonido más- parte del mundo?

El secreto Tarkovski es la anterioridad de su imagen y sonido respecto a toda palabra, su exterioridad a toda formalización expresiva y de contenido. Su obra se ve así cosificada por un discurso crítico, histórico y teórico que aceptando su maestría, quiere desentenderse de él por el recurso de la artisticidad. Pero la relación con el arte (en la creación y en la recepción) ya no es la misma (primero el romanticismo, después las vanguardias, hicieron imposible la ingenuidad). Por eso, a pesar de toda interpretación, la incomprensión del texto Tarkovski no se reduce.

Andrei Rublev, 1966


El autor, el sujeto

“Cuando descubrí los primeros filmes de Tarkovski, fue para mí un milagro. Me encontré de repente ante la puerta de un cuarto del que hasta entonces me había faltado la llave. Un cuarto al que yo siempre había querido entrar, y donde él se sentía perfectamente cómodo. Aquello me envalentonó y me estimuló; alguien acababa de expresar lo que yo siempre había querido decir sin saber cómo. Si Tarkovski es para mí el más grande, es porque aporta al cinematógrafo, en su especificidad, un nuevo lenguaje que le permite tomar la vida como apariencia, la vida como sueño” [Bergman, 1986, Positif; 303]. “Cuando el cine no es documento, es sueño. Por eso, Tarkovski es el más grande de todos. Se mueve con naturalidad absoluta en el espacio de los sueños; él no explica, y además ¿qué iba a explicar? Es un visionario que ha conseguido poner en escena sus visiones” [Bergman, 1986: 84. ‘la Linterna Mágica’].

Las citas son extensas, del mismo autor (Bergman), sobre el mismo tema (Tarkovski): de un cierto lugar, entrevisto por uno, visitado por el otro. Una variación notable en la segunda cita: una alusión al otro (“él no explica, y además ¿qué iba a explicar?”). ¿Qué más se puede decir? Bergman sitúa el texto Tarkovski fuera de nuestro alcance; él, Bergman, ha visto, en el mismo sentido en que el otro, Tarkovski, ve. Parece quedarnos el recurso de asentir con el primero sobre el milagro del segundo: creemos sin haberlo visto, sin necesidad de verlo. Es éste el mecanismo básico de la fe. El enunciado de la profesión (“le plus grand”) se superpone así al de la censura (“el disidente”), al de la crítica (“el hermético”). Reconocemos una diferencia. Bergman habla de una sensación fuerte, brutal. Incita a ella. Habla de la visión, d elo único importante (la segunda cita es un añadido que no añade nada). Nos señala (“he ahí la visión”), pero no la explica. El cineasta sueco sabe de qué habla; Tarkovski también:

“Al terminar ‘la Infancia de Iván’ sentí por primera vez que el cine estaba cerca, en algún lado… El cine estaba en algún lugar… Y aquí es donde surgió la idea del tiempo esculpido, sellado… Ahora podía decidir yo mismo qué era imprescindible para una película y qué era contrario a ella” [Tarkovski, 1984 (et): 120].

Despacio. ¿Qué es ese cine del que habla, que no sabe dónde está? Recordemos el lugar visitado/entrevisto (Bergman); ¿qué tienen que ver el esculpido y el sellado? (las dos palabras, indistintamente según las ediciones y países dan título al libro). Más que final de una etapa de formación, el filme es el origen de una búsqueda de algo perdido. Así entendido la cita del autor es lo contrario de una visión negativa sobre su obra. La infancia es el lugar donde se desata un doble discurso –fílmico y escrito- que intenta restituir una falta:

“Si supiéramos lo que queremos decir, no sabríamos si realmente no decimos más que eso. Lo que sobre todo me interesa, es lo que he puesto sin saberlo, es parte del inconsciente que desearía llamarla parte de Dios… Esperemos del público la revelación de nuestras obras” [Gide, en: Agel, 1960: 74. ‘Victoria sobre la pasividad’].

La mayor parte de lo que Tarkovski dice en entrevistas y escritos, se refiere a su negativa a la interpretación, negación del valor de signo y de la comunicación en pro de una relación directa emocional con el filme, sin símbolos ni claves:

“En lo que concierne a la significación alegórica de mis filmes, hay que ser muy prudente. Toda obra de arte se presta a una interpretación alegórica: es imposible evitarlo; renombrados críticos lo hacen sin cesar con mis películas; el objetivo es encontrar en ellas algo que yo he disimulado… Todo depende de nuestro mundo interior –del mundo interior del espectador-. Yo soy incapaz de penetrar en el espíritu de cualquiera de vosotros. ¿No practico la vivisección! (…) Mi objetivo es crear mi propio mundo y las imágenes que creamos no tienen otra significación que ser lo que ellas son. Ya no sabemos, creo, comunicar emocionalmente con la obra de arte: nosotros la traicionamos si buscamos eso que el artista hubiera escondido (…) Creemos que el arte demanda un saber especial; exigimos de un autor significaciones más profundas, pero la obra de arte debe tocar directamente nuestros corazones, so pena de quedar totalmente negados a su sentido” [Tarkovski, 1981 (tl): 56].

Y, sin embargo, la extrema densidad de los filmes de Tarkovski suscita un afán incontenible por interpretar, por reducir el magma visual y sonoro a un contenido verbalizado que poder manipular; es decir, del que poder hablar, opinar, criticar… desentenderse. Cada vez es más difícil no contemplar la tertulia tras el visionado como una especie de ajuste de cuentas, un control sobre lo que el filme nos ha dado. Un intento de volver transitables los textos –comunicables, decibles, apropiables, significables-. Esta extraña relación con el texto Tarkovski, tanto en el nivel sensorial como en el verbal, ya había sido apuntada por Chion:

“Se puede decir incluso que si había un malentendido –imputable a una caga reputación de místico y disidente que Tarkovski tiene en Occidente como director-, este malentendido tendría ventaja: el espectador que se atiene al mensaje humanista y religioso está sin defensa ante la extraña orquestación de ritmos, visiones y sensaciones que es un filme de Tarkovski; recibe el shock con una gran frescura. A la salida de la sala, quizás difícilmente podrá hablar de ello y comentará más bien el contenido, el mensaje. No habrá por eso dejado de recibir dicha simpresiones fuertes y extrañas en las que su propia experiencia de la vida, así como el arte cinematográfico, estarán profundamente implicadas” [Chion, 1984 (mp): 37].

El problema es pensar “la compleja orquestación” desde un planteamiento teórico que no sólo sea capaz de detectarlo –todo espectador despistado lo hace-, sino que, aceptándolo, pueda explicitar el modo en que se produce.

Solaris, 1972


El sujeto, el espectador

Para la semiología fílmica (Requena. Company)     que surge del estructuralismo (Lacan, Barthes, Levy-Strauss), la Subjetividad es el lugar del re/encuentro del sentido, fin último del contacto entre el lenguaje y el cuerpo. Se destaca que el sentido nada tiene que ver con la significación, con los significados del discurso. El sentido se desvela como un concepto metasemiótico, inaccesible a la interpretación –en tanto ésta sólo da cuenta de los procesos de significación-, accesible a la experiencia –en tanto es aquí donde el espectador encuentra el nexo entre el texto y el mundo-. Hablar de “fisicidad” en Tarkovski (Baecque) significa estar en el terreno d ela metáfora mientras no pueda nombrarse ese “apego a la tierra” (Chion) como algo conceptualizable. La materialidad ya no es una bella cualidad de la imagen sino un funcionamiento especial de los signos –en un sentido más lato- dentro de un espacio global que es el texto. Allí donde se espesa y se funda todo discurso (lo simbólico), allí donde el discurso se vuelve espejo de evidencias, esas que tanto gustan a la semiótica comunicacional (eje de semio-imaginario), allí donde se rasga y aparece lo insostenible (lo real).

El cine tarkovskiano se sitúa de una forma lúcida en ese lugar donde los signos nacen, trabajan, crecen:

“Para Andrei Tarkovski, el mundo está reventando en la materialidad en la cual se complace, y es la espiritualidad la única que podrá salvarle. Contradicción aparente entre un discurso espiritualista militante, cada vez más marcado en el cineasta, y la materia, en el sentido más palpable, que es del que nace su inspiración poética” [Baecque, 1986 (ht): 24].

Baecque, Chion, Petric, los escasos autores que toman en cuenta –al menos ven y hablan de lo visto- la materialidad del cine de Tarkovski, aunque no puedan formalizarla, aunque para ellos (Baecque en la cita) tanto el símbolo como la materia sean una cuestión poética. Tarkovski pone en escena la significación como semiosis (por hacer) y no como semicidad (lo hecho). En sus imágenes y sonidos, los objetos significan (en el orden de lo semiótico), fascinan por su figuratividad (en el orden de lo imaginario), supuran la materialidad que subyace bajo toda imagen (en el orden de lo real) y aluden por último a una palabra que no acude (en la dimensión simbólica). La figura tarkovskiana es así la puesta en escena de un fracaso, la sacralizada de una cifra que no atraviesa la discursividad del signo, la intratabilidad de la huella, la especularidad de la Imago. El magma visual  y sonoro, pero no ya como desorden y cúmulo de imágenes y sonidos, sino como explosión del proceso mismo del sentido.

De ese magma proceden las ganas incontenibles del espectador, ante un filme de Tarkovski, por hablar, por leer sobre lo visto, por escribir como forma segunda del hablar. Para cerrar no una multiplicidad de significaciones sino una ausencia de sentido. Por eso toda interpretación acaba errando, porque pone lo que allí nunca estuvo. Nos interesa esa incontinencia del espectador –no poder dejar de hablar- sometido a un cierto texto. Prueba del miedo ante su propia disolución y, por tanto, desintegración de esa identidad social que tan estable cree. Lo que el espectador persigue en la tertulia, en los escritos, es lo que el texto no le ha dado: un discurso donde inscribirse como YO, donde poder enunciar un significado para lo que ha no ha tenido sentido. De esta manera, la distancia entre el filme y la tertulia (la crítica, el análisis…) se convierte en la distancia entre la relación estética y su reducción comunicativa. De la obra de arte sólo queda un resumen (de su contenido) y un repertorio (de sus formas): tal o cual bella metáfora, tal o cual difícil o pasmoso movimiento de cámara.

Asumir el análisis textual como experiencia del Sujeto significa hablar de la experiencia como intimidad –por más que la intimidad de cada uno se parezca a la de ciento-. Hay un momento en el que el Texto se vuelve personal. Eso no quiere decir que se oculte nada –no se oculta igual que no se entiende, se ignora igual que se sabe-, o que el análisis debe depositarse de forma singular. Sólo desde la intimidad –no como parcialidad del gusto, sino como implicación de la experiencia- puede comenzar el análisis.

“En el arte, el hombre se apropia de la realidad por su vivencia subjetiva… El conocimiento y el descubrimiento artísticos surgen cada vez como una imagen nueva y única del mundo, como un jeroglífico de la verdad absoluta… Una imagen se puede crear y sentir, aceptar o rechazar, pero no se puede comprender en un sentido racional (…) Uno tiene el maravilloso sentimiento de la promesa: cree que ahora se le explicará lo inexplicable” [Tarkovski, 1984 (et): 61,71].

El filme no interesa como un todo resumible, sino como un recorrido, un corte efectuado en el análisis. Un corte por tanto entre otros posibles, pero si la elección no ha sido mal hecha es capaz de hablar del sentido como no podría una mirada más general y panorámica. Un filme de Andrei Tarkovski supone enfrentarse a un texto límite de la historia del cine y del arte. No sólo conceptos como representación, narración o poesía son profundamente inadecuados para su filmografía –otro concepto reductor-, sino que se hace necesario explicar desde algún lugar la capacidad de sus filmes para crear una visión que de otro modo sólo suscita un pensamiento autorreflexivo sobre el acto de la contemplación (las buenas críticas de Baecque, Petric, Chion, Turovskaya). La filmografía de Tarkovski trabaja sistemáticamente sobre la subjetividad, y por tanto, de todo posible sentido. Podemos denominar entonces cada uno de sus filmes como texto peligroso, pues en el texto artístico contemporáneo encontramos cierta experiencia del desgarro que es siempre desgarro del sujeto.

“Un texto, cualquier texto, es siempre un acto fallido de escritura. Si podemos en pie ese acto es, indefinitiva, porque aquello de lo que deseábamos hablar no está. Tan sólo nos queda la huella del objeto irremediablemente perdido” [Company, 1985: 27. ‘la Realidad bajo sospecha’].

Dicho desgarro no es un efecto (simulado) de discurso sino un efecto (real) de experiencia provocado en el espectador por los textos. Si la teoría y el análisis fílmico quieren hablar de lo que realmente importa en el texto fílmico, deben asumir que tienen que hablar desde la experiencia estética. No de aquello que alguien parece querer decirnos en el filme, sino de aquello que nos habla –es decir, habla en mí- en el texto.

El espejo, 1974


II. DEL CONTEXTO

“J’ai tourjours les Films que j’ai voulu”
[Tarkovski, 1986 (ea): 38]

El discurso tutor

La productora suspendió –por la mala calidad de lo filmado- el rodaje de un director anterior (un tal Abalov) y decidió buscar un nuevo director para llevar a la pantalla el best-seller Ivan del novelista Vladimir O. Bogomolov, sobre el papel de la resistencia en el río Dnepier, en la II Guerra Mundial. Tras los infructuosos intentos de Mosfilm de encontrar un director de primera línea, Tarkovski acepta el encargo. El director conseguirá (y lo repetirá una y otra vez a la prensa desde entonces) hacer de ‘la Infancia’ un proyecto suyo [Tarkovski, 1986 (pc): 106].

A cambio de realizar el filme con la parte del presupuesto restante –algo reconocido por la estricta productora en sus informes internos, al tiempo que alaba la precisión y profesionalidad del trabajo del “joven” director [Turovskaya, 1989 (cp): 29-31]-, Tarkovski no utilizó el material rodado por Abalov (ni siquiera lo vio), escogió a los actores (conocer a Butliayev, el actor que interpreta a Iván, fue la razón decisiva para aceptar el proyecto [Tarkovski, 1984 (ert): 54], y reescribió el guión completamente a partir de las conversaciones con el novelista –que ya había planteado problemas en el rodaje anterior-, eliminando el final feliz que el guionista Papava había incluido (1).

1. Tarkovski no sólo introduce en el guión un material original (los sueños), sino que cambia su estructura al hacer que sea narrada desde la perspectiva de Iván y no de Galtsev (el joven teniente), lo que provoca un cambio radical en el texto: la historia ya no es flash-back de un superviviente (lo cual da un cierto sentido al sufrimiento) sino el flash-back delirante de una de sus víctimas (de donde nace todo el sinsentido del filme, y por ende, de la guerra).

la Infancia de Iván’ se sitúa en la estela soviética de las nuevas olas, gracias a la política del estado de dejar hacer a sus jóvenes directores en lo formal, mientras siguieran con fiel respeto los contenidos marxistas: [Christie, 1988 (tt): 7]. Sin embargo, el filme molestó profundamente a la crítica de izquierdas (italiana y francesa), que la acusaba a un tiempo de pequeñoburguesa (por centrarse en la vida de un personaje) y anticuada (por la inclusión de los sueños y la simpleza de la intriga narrativa). Sólo Sartre defendió el filme en la polémica con Alicata en l’Unità [Sartre, 1963 (dc)]. Retrospectivamente, desde la filmografía completa, La infancia se verá como filme de aprendizaje [Fanu, 1987 (ca): 32], el virtuosismo principiante abandonado por el comedimiento de la madurez [Baecque, 1989 (at): 39], el filme de encargo, o la gratuidad visual del “ejercicio de estilo” [Martin, 1986 (ge): 19] (2). Estos tópicos –constantes en la bibliografía sobre el filme- se ven reforzados por las propias palabras del autor:

“Ha terminado todo un periodo, concluido un proceso que quizá se pudiera denominar de toma de conciencia. Un proceso que abarcó mis estudios en el VGIK, el trabajo de un cortometraje como proyecto fin de carrera y finalmente siete meses de trabajo en mi primer largometraje” [Tarkovski, 1984 (et): 33].

2. El hacer crítico es siempre –y parece que necesariamente por su insistencia- un arma de doble filo: cada enunciado sirve igualmente para la loa y para el derrumbe de una obra y su director. No es difícil ver ese funcionamiento en el “virtuosismo” como meritorio tras la primera obra y execrable a partir de entonces en los juicios que han merecido obras tan distantes y diferentes –a pesar de ser recientes- como ‘Sangre fácil’ (Hnos. Cohen, 1984) o ‘Alas de Mariposa’ (Bajo Ulloa, 1991).

Nada hay en la biografía del autor que nos señale como “ese joven principiante” que tanto gusta a la crítica. Un vistazo al documental del director sobre el rodaje de Nostalgia (‘Tempo dei viaggio’, Andrei Tarkovski, 1983) o al realizado sobre Sacrificio (‘Regi, Andrej Tarkovskij’, Michael Leszcylowski, 1983), muestran que Tarkovski tenía poco que ver con esa imagen que le gusta hacerse a la crítica exegética y hagiográfica.

Una crítica española, a partir de la reposición en 1991 de La infancia de Iván [Egido, 1991 (pg)], puede ser un buen ejemplo de estas solidificaciones. Tras juzgar la “asombrosa madurez de un principiante inverosímil” (sic), hace una crítica negativa del filme, de ese modo en el que se hacen las malas críticas de los “grandes maestros”, echando la culpa a cualquiera excepto al que la tiene (Tuffaut) (3):

“Hay un sentimentalismo dulzón, un pacifismo de editorial y un desarrollo narrativo superficial que no son propiamente suyos y que trata de salvar con la dureza de su cámara y el rigor conceptual de las situaciones” [ibid]

3. “Me parece que el realizador es el único miembro del equipo cinematográfico que no tiene el derecho de quejarse ni de sentirse defraudado; es él quien ha de conocerse a sí mismo para estimarse en su justo valor y decidirse a ser capaz de soportar tal o cual constricción y hacerla virar a su favor –a favor del filme-, o si tal o cual constricción llegara a ser una concesión, y como tal nociva en el resultado” [Truffaut, 1960 (nt): 142].

¿Puede merecer la pena ver un filme así? El autor excusa la calidad de la obra mediante la sarta completa de rumores creados por la propia prensa. Tarkovski no eligió el tema, el guión era impuesto, no escogió a los actores, los productores eran perversos, había ya partes rodadas. Un perfecto ejemplo de ese discurso que llena las páginas de los periódicos. El filme es malo porque el director era un principiante; el filme es absolutamente personal porque el director era un genio; narrativamente es defectuoso aunque acaba emocionando; visualmente es gratuito aunque nos arrastra hacia el éxtasis. ¿Hay que decir más? Pedro Crespo también se había hecho eco del tópico de que gran parte del filme correspondía a otro director, eso sí, asumiendo tanto el carácter construido de dicho tópico –“una teoría relativamente extendida”- como su causa última“tal circunstancia explicaría muchas cosas de ‘la Infancia’, y contentaría a sus seguidores, entre los que me encuentro” [Crespo, 1986 (II)]-.

¿Por qué la insistencia de esa práctica que reduce ‘la Infancia’ a film primero, encargo, ensayo, exceso, promesa? Práctica extendida donde ya no existen las “premuras y urgencias” de la crítica. Por un lado, el trabajo historiográfico que se pretende lectura fílmica, pero que cierra la posibilidad de una relación estética:

“El poder visual del filme y la magia que irradia Nikolai Burliayev no logran ocultar las debilidades de un guión un tanto simplificador que se limita a comprimir la novela, obligando a efectuar un montaje mecanicista que corta las escenas antes de que éstas desarrollen todas sus posibilidades y los actores secundarios puedan definir sus personajes. Esta falta de correspondencia, entre la construcción visual plenamente lograda y la narrativa, parcialmente fallida, no hace sino manifestar la existencia de dos filmes paralelos dentro de ‘la Infancia’. Uno, formado por las escenas de los sueños y por todas aquellas en que aparece Iván, llenas de creatividad y poesía, puede ser considerado como el auténtico filme que Tarkovski quiso hacer, mientras que el resto, filmado de una manera distante y turinaria, sería el filme Papava/Bogomolov” [Zicavo, 1993 (ca): 12].

El historiador cuenta, además de con su juicio, con la documentación anterior. Su comentario es compendio de lo que el habla cinematográfica ha dictado sobre Tarkovski y ‘la Infancia’. Y junto a la historiografía, el material de prensa del propio aparato soviético:

“Este joven héroe -Iván-, el pequeño muchacho ruso- ha sacrificado su vida por la paz, por el bien de los hombres, para que jamás haya una guerra más sobre la tierra. Con mucha fuerza artística y brillantez, con pasión y poesía, este filme retrata la vida heroica de Iván y sus camaradas de regimiento” [Sovexportfilm, 1962; Venecia (material de prensa)].

Nada más lejos de la realidad (del filme) el resumen aquí descrito. El intento por reducir la intriga, la rebeldía del texto, llegar a ser risible. Una forma de censura de la distribuidora soviética que aceptando su exhibición intentó imponer una lectura. ¿Pero es tan diferente este resumen de las lecturas críticas?, ¿no hay una misma intención?, ¿una misma obligación de sentido? Hacer leer el filme no desde el filme mismo, sino desde un discurso que se superpone (político, crítico…).

El resumen de distribución es siempre citado como muestra de la ceguera del aparato estatal soviético ante el filme [Baecque, 1989 (at): 10. Gauthier, 1987 (at): 16. Zicavo, 1993 (ca): 11], y por tanto, rechazado tajantemente por la crítica. Pero el problema no es si el Goskino se creía lo que dice su resumen –los famosos goles a la censura (la situación española de la época no anda muy lejana)-, sino que la crítica –y el espectador tras ella- cae en sus redes al discutir el filme en los términos mencionados. Aceptar el diálogo con tal discurso es aceptar su modo de pensar los objetos. Conformista o rebelde, la crítica construyó la imagen de Tarkovski a partir del ideal de disidencia creado por el estado (4). Si el espectador entra en el juego de la interacción comunicativa sobre el filme como reflejo de la situación social no asume esa otra radicalidad del texto Tarkovski, que comienza en su incomprensibilidad, en la dificultad de encontrar una palabra para sus imágenes y sonidos.

4. La disidencia indica, a fin de cuentas, un cierto grado de libertad. Paradójicamente, un estado que tiene disidentes es una sociedad esclava de individuos libres. De ahí la perpetua sospecha sobre el paraíso de la libertad, Estados Unidos, que sólo cuenta con Noam Chomsky y una decena de intelectuales en la nómina de la disidencia. De ahí, la baza jugada por el Ministerio de Información y Turismo en España en los años ’60 y su liberalismo con las películas premiadas en Europa pero no estrenadas ni vistas en España.

Stalker, 1979


Del filme a la filmografía

Al mismo tiempo que ajena a lo que se reconoce como estilo Tarkovski, ‘la Infancia’ es para la crítica el lugar donde se apunta una “latencia”, un “germen”, o directamente, la apertura de un “stock” del cual el director se surtirá a lo largo de su vida:

“Nada más difícil que escribir sobre un primer filme en su estreno –cuando las imágenes están frescas y las impresiones son fuertes-, a no ser escribir sobre el mismo filme cuarto siglo más tarde, cuando el director ha realizado una obra que afirma o niega las promesas latentes de un trabajo por venir” [Gauthier, 1987 (at): 85].

“Ver ‘la Infancia de Iván’ después de los otros filmes de Tarkovski es encontrar la última prueba de la coherencia de su obra y constatar que ésta estaba toda entera, en germen, en este primer largometraje” [Kral, 1988 (ei): 76].

“El filme está sembrado de detalles que pueden aparecer como premonitorios para los siguientes: los frescos y la campana de ‘Andrei’, los grabados y las actualidades de ‘el Espejo’. Puede ser que Tarkovski las haya sacado de un stock de imágenes e ideas que alimentaron sus siguientes filmes” [Martin, 1986 (ge): 20].

Lo interesante no es defender la maestría del primer filme de A.T. ante el descrédito provocado por la crítica, ni compararlo al resto de su filmografía -¿a la altura de ‘Nostalgia’, de ¿Sacrificio’, de ‘Solaris’?, detrás de ‘Andrei’, ‘el espejo’, ‘Stalker’?-, sino denunciar la jerarquización medida en estrellitas desde los conceptos de filmografía, autor y generación (5).

5. A pesar de su brevedad y ligereza, un artículo de Méndez Leite es el mejor manual que hemos leído sobre “cómo calificar a través de las estrellitas”, y supone un demoledor autoanálisis de la función crítica en el cine. Una sola perla: “Los editores no son partidarios de la hermosa bola negra. Y sin embargo, los críticos nos sentimos más hombres y mujeres cada vez que ponemos un cero” [Estrellitas calificadoras/Méndez Leite; Madrid/’el Mundo’. 1993/Oct/09. (Cinelandia; 8-p.].

Y sin embargo… sólo por la fuerza del término de filmografía en la crítica (“mejor o peor que otra”) y la historia (“continuación, semejante o dispar a la anterior”) estamos obligados a pensar dicho concepto, Máxime, cuando nos servimos del estudio y análisis de una sola obra, la primera, aquella que cualquier biógrafo estaría tentado de pasar por alto. ‘La Infancia’ sólo se mantiene como obra mayor –y en cierto modo, ordenadora de toda la filmografía- en el libro de Turovskaya, cuyo origen es la emoción provocada por el preestreno de ‘la Infancia’ –organizado por Room nada más terminarse, sin que nada se supiera ni del filme ni del director-. La descontextualización (no saber nada del filme) provoca una textualización exacerbada.

Suele partirse de la obviedad de ciertos objetos. El filme, como objeto dado y definido, consumible, cerrado; objeto de intercambio entre espectadores y críticos, fuente del gusto, de la anuencia, el prestigio. Cuando Mitry rechaza la filmografía o el autor, aún le queda el filme como objeto al que agarrarse. El autor, ese ser que siempre guarda algún secreto importante para la interpretación de la película (los pequeños vicios de Hitchcock en el rodaje, la dipsomanía nunca declarada del por otro lado gran cineasta). Si no fuera así, casi no merecería la pena que existieran críticos; incluso ciertos directores –Tarkovski el que más, aunque lo niegue- son especialistas en el arte de “esconder claves” de sus filmes. Por último, la filmografía, donde el crítico busca las pruebas irrefutables de la interpretación de cada filme. Así, la clara obsesión por la infancia en Tarkovski; poco importa que poco antes se haya dicho que era un filme de encargo y en cuya elección poco tuvo que ver el director.

Pensemos la obra y el autor como esos objetos tan bien definidos que los escritores de cine pretenden. A fin de cuentas, al primero siempre se le puede resumir (toda crítica de cine sobre Tarkovski empieza por la dificultad de hacerlo); al segundo entrevistar (sobre si realmente él es el “único autor” de ‘la Infancia’). En 1986:

[a una pregunta sobre el origen de ‘la Infancia’] “A.T.: -Puse varias condiciones. Quería releer la novela de Bogomolov, origen del guión, para reescribirlo totalmente. Rehusé visionar un solo metro de todo lo rodado anteriormente. En fin, exigí, la sustitución de los actores y de todo el equipo técnico, para comenzar absolutamente de cero. ‘De acuerdo, me dijeron, pero no tendréis más que la mitad del presupuesto’. Si me dais carta blanca, lo haré con esa mitad, respondí. Así es como se hizo aquel filme. Cossé: -¿’la Infancia’ es entonces un filme enteramente de Andrei Tarkovski, excepto el argumento? A.T.: -Sí” [Tarkovski, 1986 (pc): 106].

Lo que determinados autores buscan es, más que una autoridad artística, una responsabilidad: ¿civil? (“¿es realmente suya esta obra que no se parece en nada al resto?”, “¿realmente la filmografía A.T. comienza por una obra menor?”), ¿penal? (“¿no podemos evitarle esa deshora al maestro?, ¿por favor, díganos que ‘la Infancia’ no es suya?”).

Los conceptos de obra y autor, provienen de la crítica y la historia general, por lo que su calco participa de la esclerosis común de los escritos sobre arte. Pero la filmografía como esa totalidad invocada es una creación neta del cine, y abre la obra su integración en lo social. Además del conjunto de películas de un director –en una perspectiva documental y legal- es un hipertexto informático, por el cual sólo el crítico y el cinéfilo mitomaníaco son capaces de navegar con brazo firme en una doble dirección. De un lado, las cuestiones de género, temas, estilos, así como lo propio del cine: guión, escena, encuadre, montaje y serie, que constituyen la eterna especificidad fílmica. De otro, todo lo que es anterior, posterior, coetáneo aunque lateral, al filme en particular [Metz, 1971 (lc)]: origen del argumento (adaptación, versión, remake), selección de los actores (un pequeño grupo familiar, el actor no-profesional, el actor-fetiche (6) ), los problemas de rodaje y producción, al interrelación –por acabar en algún lugar-, entre la obra y la vida.

6. Anatoli Solonitsin para A.T.: él es ‘Andrei Rublov’, Sartorius de ‘Solaris’, el Paseante de ‘el espejo’, el Escritor de ‘Stalker’; era el protagonista del guión de ‘la Bruja’, antecedente de ‘Sacrificio’; debiera haber sido el Gortchakov de ‘Nostalgia’, pero el estado soviético le negó el pase de salida. Su muerte en la U.R.S.S. durante el rodaje de Tarkovski en Italia, fue una de las razones para que éste decidiera no volver.

Nostalgia, 1983


De la técnica y la estética

¿Cómo es posible –a cien años vista- que aún pueda juzgarse un filme por su fotografía, su guión, su interpretación? ¿no estábamos hablando de cine? ¿Cuándo se asumirá que no se puede juzgar la puesta en escena tarkovskiana con los modos del cine clásico?, ¿qué sus fallos de raccord no son fallos de raccord?, ¿Qué sus larguísimos planos no es que no sean aburridos porque son hermosos, sino que son aburridos, torpemente largos y, por todo ello, profundamente estéticos?

En los términos en que se suele plantear la estética, responde a una práctica que asume la técnica fílmica sin asumir la experiencia artística. De ahí su formalismo (su atención al específico fílmico) sea formalidad, es decir, aceptación de una normativa establecida por la costumbre de críticos y cineastas:

“[hablando de los sueños] aparecen como ejercicios de estilo que dependen más de la experimentación visual que la necesidad narrativa. Es lo mismo, a lo largo del filme, que la posición insólita, ciertamente gratuita, de ciertos ángulos y movimientos de cámara, utilizados subjetivamente” [Martin, 1986 (ge): 19].

La cita no es inocente. Pertenece al análisis de un teórico metido a crítico. ¿Cómo puede ser tan clara la diferencia entre necesidad narrativa y experimentación visual? Si no porque el filme es referido a un modelo exclusivamente narrativo, donde la imagen sirve en tanto que ilustra.

Analizar la imagen no debe ser poner desde el exterior lo que en ella falta:

“Cine crudo, muchas veces descarnado, que huye de toda envoltura retórica para no perder fuerzas ni energías, para no distraerse de su objetivo esencial. Ci,e por tanto, directo, sin mediaciones. De lo primero que logró desembarazarse, sin esfuerzo, de una manera casi natural, fue de la vestimenta narrativa. Los filmes de Tarkovski cada vez se fueron distanciando más y más de toda excusa o pretexto diegético, de tal modo que el relato se fue estrechando, encogiéndose, llegando incluso a desaparecer por completo; siempre en beneficio de las imágenes, de las sensaciones, de la pura mostración” [Arias, 1992 (bv): 3].

El trabajo de Arias sobre Tarkovski es un buen principio o el fin del trabajo crítico anterior. Nada de narración –fin de la narratología-, nada de significación –fin de la poética-. ¿Cómo seguir en el análisis textual cuando lo que se evidencia es el fin del texto?

He ahí la particularidad de ‘la Infancia’ en la filmografía de A.T. Es en ‘la Infancia’ donde Tarkovski logró “desembarazarse, sin esfuerzo, de una manera casi natural, de la vestimenta narrativa” (Arias). No se olvide sin embargo la operación discursiva llevada a cabo en ‘Andrei Rublov’ (1966). Lo que supuestamente es un relato histórico se convierte en una descripción -¿geográfica? ¿del alma?- que, aun perteneciendo al orden de la narración, no es dominada ya por el relato. De ahí la fuerza, la pureza, con la que el relato nace en la última parte del filme, la fundición de la campana. No hay mejor didáctica del guión, de la construcción de un relato, el Relato.

Que ‘Solaris’ (1972) vuelva a una estructura narrativa (la novela de Lem) sirve para indicar el fracaso de la opción, fracaso cuyo valor estético es inimitable. Es absolutamente imposible contar una historia: la fuerza de un océano de colores que nos mira barre todos los efectos especiales del ‘20011 (Kubrick, 1968). ‘El Espejo’ (1974) asume, a partir de esa imposibilidad del contar, la pureza del cine como dispositivo de la mostración. Ya no hay coartadas narrativas ni significativas; la sensación de la imagen/sonido es lo único que resta. El sujeto no puede llegar más hondo en su desaparición. ‘El Espejo’, centro geométrico de la filmografía, revela el máximo nivel de profundidad a la que ha llegado el (inter)texto Tarkovski. A partir de ahí, era necesaria una cierta recuperación, aunque fuera en la evidencia del fracaso.

‘Stalker’ (1979) –la más fílmica de sus películas- devuelve el relato a su posición central, aunque en la forma de una ausencia, la de su imposibilidad. Todo el filme gira en torno a un lugar señalado pero inmostrable, lugar del deseo que nadie quiere ver cumplido. El concepto fuera de campo se queda estrecho para un filme que habla de una exterioridad más radical en cada uno de sus planos.

‘Nostalgia’ (1982), film del exilio, es la asunción de un destino, el del sacrificio sobre la cordura. Es necesario creer, es imposible. Sólo queda el rito, el cruce de la piscina con la vela encendida. ¿Será bastante? La reiteración, ‘Sacrificio’ (1986), parece negarlo, y sin embargo, lo afirma en tanto que cambia de medio expresivo. Del mismo modo que ‘la Infanciarevienta la narración haciendo como que la respeta, ‘Sacrificio’ reinventa el teatro haciendo como que lo transgrede:

[Sobre el teatro clásico] "La escena es teológica en tanto que esté dominada por la palabra, por una voluntad de palabra, por el designio de un logos primero que, sin pertenecer al lugar teatral, lo gobierna a distancia” [Derrida, 1966 (tc): 322].

Tarkovski reniega de la sensación para devolver a la palabra su lugar en la construcción de lo sagrado. Este era el papel que durante toda su filmografía buscó para el diálogo –en contra del gusto crítico-, y que sólo halló en sus dos últimos filmes.

En ‘la Infancia’, un relato permanece (la historia de Iván), no ordenando imagen y sonido –es incapaz-, pero sí al menos construyendo un cierto anclaje para lo que de otro modo sólo sería desorden. Pero no estamos ante un filme narrativo. A pesar de la permanencia narrativa, falta aquello que la fundamenta, la significación. Tenemos así los elementos del relato (personajes, escenarios…), pero no lo que los mantiene cohesionados (el significado claro y preciso de una intriga). De ahí el espesor de la historia, la pesadez de cada imagen (la campana, la espalda de Iván, los dos cadáveres, el avión del río…) todo ello dando más de lo que el relato pide, forzando siempre a un detenimiento de la mirada. No hará falta esperar a sus grandes filmes (‘Andrei’, ‘el Espejo’, ‘Stalker’) para hablar de materialidad, de fisicidad (Baecque, Chion, Petric).

La Infancia’ posee además una ventaja respecto a la obra posterior. En dejando de ser relato –perdóneseme la locución, pero es la que mejor expresa el acto de estar haciéndolo-, no es aún el poema que la crítica verá en sus posteriores filmes. La campana de las escenas centrales ha dejado de funcionar en una estructura narrativa, pero no hay manera de adjudicarle un significado poético. En este salto al vacío, surge el menosprecio de la crítica por el filme (“la gratuidad visual, la plenitud narrativa”), pero también, el saber de Tarkovski sobre el cine:

“Al terminar ‘la Infancia de Iván’ sentí por primera vez que el cine estaba cerca, en algún lado… El cine estaba cerca, en algún lugar… Y aquí es donde surgió la idea del tiempo esculpido, sellado… Ahora podía decidir yo mismo qué era imprescindible para una película y qué era contrario a ella” [ibid: 120].

Su lucidez es sorprendente. “El cine estaba cerca”. Nada hay de primerizo. Todo lo contrario: la espantosa evidencia de haber descubierto algo en la imagen de lo que es mejor no hablar (¿Wittgenstein?), algo que existe entre el vacío narrativo y el espesor poético. El cine de Tarkovski será a partir de entonces la búsqueda de ese instante (el tiempo esculpido), de su captura (el tiempo sellado). Entendemos ahora la distancia entre las dos palabras –esculpir, sellar- con las que indistintamente se ha publicado su primera monografía sobre el cine.

Madrid, 1994


Sacrificio, 1986


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Andrei Tarkovski


Este texto se publicó originariamente en
Banda Aparte. Revista de cine - Formas de ver nº 2

Ediciones de la Mirada, Valencia, abril 1995.

La reproducción es fiel al texto publicado
en su momento: se ha conservado las normas de estilo que tenía
.


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