Botonera

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9.4.12

BANDA APARTE - LOS MUNDOS CERRADOS DE ATOM EGOYAN

COORDINACIÓN: JESÚS RODRIGO


LOS MUNDOS CERRADOS DE ATOM EGOYAN

POR LUIS ALONSO GARCÍA

El retorno de lo clásico. El Liquidador (1991)






“He hecho un filme que va de un liquidador de seguros, algunos censores cinematográficos, un exjugador de rugby, un aspirante a jefe, un podólogo, una actriz, un vendedor de lámparas, un coleccionista de mariposas y de la devota gente de un gran motel. Cada uno de ellos está convencido de las cosas que hacen. Ninguno sabe porque las hacen. Quería hacer un filme sobre gente creíble que hace cosas creíbles de un modo increíble” (Atom Egoyan, 1991, en el dosier de The Adjuster).

He aquí un buen resumen de autor sobre su película. En esta descripción borgiana de El Liquidador, Egoyan evita contar la sucesión de acciones, rechaza verbalizar el paso de las imágenes. Dicho intento –llevado a cabo fiel y torpemente en los resúmenes de prensa- sólo desvelaría las incongruencias y las insignificancias de una imagen que no quiere plegarse a su relato. O mejor, de un relato diferente de aquel dominado por una palabra plena –el conocido cine clásico de antaño- y de aquel otro dominado por una palabra huera –el denostado cine estándar de hoy en día-.

El cine de Egoyan reniega de la concatenación de acciones teledirigidas hacia un fin previsible. Hasta la mitad de la película no estamos seguros de los personajes: ¿quiénes son?, ¿cuáles son sus atributos?, ¿cuáles sus relaciones?... A partir de la mitad del filme, empezamos a comprender que su problema es precisamente el sinsentido de la existencia, la falta de atributos, la pérdida de relaciones (con los otros, con el mundo).

¿Debemos esperar entonces al ‘the end’ para obtener una respuesta, un resumen, una palabra?

“Es al final cuando El Liquidador adquiere su verdadero sentido, cuando se desvela la coherencia (estructural y visual) de los noventa minutos anteriores, cuando el texto –en definitiva- se cierra y se abre simultáneamente a múltiples posibilidades de lectura.” (Carlos F. Heredero, 1992; Logroño/’Cine Actual’, 1992/Feb/2-19.


¿Cómo decirlo? No sé si el crítico –lo que describe es el funcionamiento de cualquier texto, y no sólo del de la película de Egoyan- o si el crítico solamente anota lo que es un error del texto en sí. Hablar de error en un texto artístico es arriesgado. Pero no por ello menos necesario. Podría haber traído a colación la palabra “concesión” –es la preferida de la crítica cuando denosta- o evolución del autor –se trata de lo mismo. De una pérdida de algo que había en sus filmes anteriores.

El Liquidador no se deja coger en el sentido explícito. Su película –como tantas otras del cine moderno- “no va de nada”, es decir, no va de personajes importantes que realizan acciones significativas. De ahí el fracaso de resumir el filme: lo significativo y lo insignificante adquieren la misma importancia.

Pero al mismo tiempo que se niega lo explícito –aquello que va construyendo una historia en su desarrollo- en la película hay una afirmación tácita de un sentido implícito (1). Es ese sentido implícito el que el autor reconoce en la cita inicial, y su calidad es la de encerrar el sentido ‘oculto’ de su película en el sentido ‘literal’ de una taxonomía imposible. Es ese sentido implícito del que el crítico dice que no puede saberse nada hasta el punto final y cuya calidad es precisamente no decirlo. El crítico dice que el sentido está allí, al final, pero no lo nombra.

1. Descubierto laboriosamente por los interpretadores en toda la filmografía de Egoyan y casi siempre en torno a la desintegración del hogar y la familia en un mundo dominado por las imágenes audiovisuales.




Podemos situar entonces el “error” del autor y del crítico. Las incongruencias narrativas de superficie –los sinsentidos de la obra pantalla (allí donde soy incapaz durante la proyección de reconocer lo que ocurre en la historia)- acaban creando una coherencia textual de profundidad –el sentido del texto en el espectador (allí donde el final acaba sorpresivamente reconociéndome en la trama)-.

El Liquidador acepta la modernidad –la dificultad de los relatos- y propone una salida de la misma –la puesta en escena de la creación del relato mismo-. ¿De donde si no esa constante sensación de que la historia empieza cuando la película acaba?, ¿la posibilidad del reencuentro, del hogar, del origen? Noah, el liquidador, mirando la mano al trasluz del incendio de su casa, esa mano que él posa sobre el hombro de las víctimas, es mano de otro liquidador posada sobre el hombro de la mujer del primero ante la casa incendiada.

El sentido catártico de esta operación de demora y falta es evidente por más rebuscado que sea. Si el cine clásico situaba en su origen una promesa y en su final un cumplimiento, el cine moderno sólo es capaz, a lo largo de una hora y media, de situar una promesa en su final. Pero esa promesa es suficiente (2).

2. Hubo un autor al que le costó conseguirlo toda una filmografía y una vida; ese, y no otro, fue el ‘Sacrificio’ de Tarkovski.

Pero esta infinita apertura de la obra –en su final- indica al mismo tiempo un cierre del texto –en su recorrido-. El autor corre el riesgo de explorar el sinsentido de la existencia a través de la incongruencia de sus personajes y acciones, pero elude el peligro dotando a la obra en su final de una coherencia que hace releer la película desde su fin. La película pide un segundo visionado –donde las imágenes se ordenan-, exige una segunda lectura –donde el significado se cierra-. Y he aquí el problema de la filmografía de Egoyan a partir de El Liquidador. Pide una segunda lectura que haga comprensibles sus imágenes, pero esa segunda lectura –hecha desde el conocimiento del final de la obra- agota las imágenes al tiempo que las explica.

Atom Egoyan es calificado por la crítica como un autor “hermético, fascinante, diferente” (Ángel Fernández Santos; ‘El País, guía’; 126, 1992/ Abrr/24:5). Podemos jugar un poco con los calificativos y pensar que el hermetismo se refiere a la narración (allí donde el espectador no se entera), la fascinación a la imagen (allí donde el espectador sigue enganchado a pesar de su incomprensión), y la diferencia a su semejanza con toda una hornada de autores que aceptan el dominio de la imagen sobre la palabra. Pero lo que nos interesa es mostrar cómo el hermetismo y la fascinación son en El Liquidador directamente proporcionales, y ante la caída del primero, la segunda se afloja.

Ya hemos dicho que hay dos maneras de ver la película: una es sin haberla visto; otra, una vez ya vista. Pero aquí no se trata del argumento barthesiano de que ‘toda lectura es relectura’, pues ésta no es sino la propuesta de la infinitud de un texto. No se trata de una obra abierta (Eco) por la riqueza de su enciclopedia, sino de un texto abierto (Barthes), por la inagotable experiencia del espectador. Aquí, ya lo hemos dicho, la revisión explica y agota la imagen.

Un ejemplo, en el principio absoluto del filme. Los títulos de créditos iniciales se extienden sobre un fondo negro cuarteado de vetas naranjas. Una imagen abstracta sin exigencia alguna de reconocimiento. Las palabras, los créditos –las firmas que apuntan a una responsabilidad civil y artística de la película- se imponen sobre un fondo neutro que funciona como telón que oculta y separa el mundo real del mundo cine. En la segunda lectura, el filme comienza y el juego de negros y naranjas se figurativiza. Lo que era una imagen abstracta se convierte de repente en una imagen figurativa: la mano de Noah iluminada desde la parte posterior por una linterna. La duda es imposible. La siguiente toma -¿realmente esta imagen estaba aquí en el primer visionado?- es el personaje que acaba de mirarse al trasluz la mano con una linterna.









De acuerdo, puede haber un espectador que se percate del significado del fondo de los créditos en el primer visionado, del mismo modo que hay espectadores ‘especializados’ en reconocer y fijar instantáneamente a cada uno de los infinitos personajes de una película coral. Pero eso no invalida de lo que estamos hablando.

El juego entre la irreconocibilidad y el reconocimiento de la mano –uno de los ejes semánticos de la película- es una metáfora exacta del funcionamiento general de la película. Hay una pretensión de abstracción –hacer irreconocible cierta imagen- al mismo tiempo que una salvaguarda de figuración –hacer caer al fin al espectador en el reconocimiento de la imagen-.

Y dicho juego es elaborado tanto en el nivel visual (representativo) como en el nivel verbal (narrativo) de la película. En el segundo visionado nada queda ya del hermetismo. Una vez que sabemos el final –de los personajes y de la trama- no se nos escapan sus movimientos. Pero aquí aparece el problema: lo que era una imagen densa, irreconocible –no saber donde mirar, sin nadie que guíe nuestra atención- se convierte en una imagen ligera, reconocible. La densidad no era una especial cualidad de la imagen, sino de la relación entre la imagen y la palabra (narrativa o simplemente significativa) que ponemos sobre ella. Pero una vez que el hermetismo se disuelve la fascinación decrece. La imagen se hace cada vez –cada visionado- más y más blanda ante la aparición de esa palabra en la que el autor nos compromete.

Esto es un análisis, no una crítica. El Liquidador es una buena película, pero aquí nos interesa en cuanto renuncia a un camino diferente emprendido en las obras anteriores del autor.

Tal como más de una vez ha dicho el autor, él pretende contarnos algo pero que no quiere guiarnos (‘el Mundo, cinelandia’;85,1995/03/11:2). Hay por tanto una falta de instancias narrativas, y es en esa falta donde podemos reconocer la dificultad del espectador para seguir la historia en una primera lectura.

Esta ausencia de narrador implícito en el cine clásico, explícito en el cine moderno- marca la cesura entre el cine de Egoyan y las viejas nuevas olas, lo sitúa en un nuevo territorio que bien podemos llamar –a pesar de la sorpresa de algunos- cine post-clásico, pues su referencia no es la modernidad sino la recuperación de una cierta clasicidad.

Si algo define el cine clásico es su sometimiento a la palabra por vía del relato, lo que no fue óbice para que esa palabra surgiera de una imagen plena y potente –o quizás la imagen tenía tal potencia gracias a la plenitud de la palabra que se escondía detrás-. Del mismo modo, la marca del cine moderno viene del rechazo de una narratividad siempre puesta en duda, sospecha o quiebra.

Egoyan ha heredado la libertad visual y narrativa de la modernidad, pero quiere recuperar la fuerza verbal del clasicismo, y eso a pesar de la certeza sobre la invalidez de los relatos. La imagen post-clásica de El Liquidador es por tanto una evolución –aquello que antes llamamos error- de la imagen post-moderna de Family Viewing. El problema, la interrogación, es saber si ese retorno al clasicismo no es una claudicación, si ese abandono de la modernidad en crisis no es una renuncia… del autor, del espectador, de nuestra cultura.


La imagen como pérdida. Speaking Parts (1989)



“He trabajado en un hotel durante cinco años: en el cine desde hace diez. Ambas profesiones alimentan la creación de una ilusión. En una el territorio de la ilusión es una habitación; en la otra, el territorio es una pantalla. La gente entra y sale de las habitaciones; los actores entran y salen de la pantalla. Speaking Parts explora un territorio que se mueve entre las habitaciones y las pantallas, un terreno de la memoria y el deseo. Algunas veces, en el paso de una habitación a una pantalla, una persona se transforma en imagen” (Atom Egoyan, 1989, en el dossier de Speaking Parts).

Guiones cambiados (Speaking Parts, S.P.) y La Familia en Vídeo (Family Viewing, F.V.) son erróneas traducciones, y El Liquidador equívoca, de los títulos originales de los filmes de Egoyan –es curioso que Exótica sea un título de innecesaria traducción-. Speaking Parts (partes habladas) es un término cinematográfico que hace referencia a los papeles con diálogo. El sentido de Family Viewing es imágenes o vídeos domésticos.

Es evidente por tanto que estamos hablando de la imagen y su producción. El cambio de tono del comentario del autor es bastante claro. Su interés no se cifraba por aquel entonces en la narración y en las ganas de contar algo, sino en las relaciones entre ciertos mundos, el de los medios audiovisuales (una pantalla de cine) y el de la realidad (una habitación de hotel). Pero cuidado. Egoyan no plantea el cine como una ficción a partir de la realidad –lo que nos devolvería a la narratividad-, sino un reconocimiento primero de que tanto la realidad como los media originan o son fruto de una ilusión. La representación (audiovisual, artística) no es sino una ilusión montada sobre otra ilusión llamada realidad.

No hay disparidad sino concordancia entre ambos mundos. Y el punto de ignición, aquello sobre lo que basculan medios y realidad es la imagen: “algunas veces, en el paso de una habitación a una pantalla, una persona se transforma en imagen”. ¿Por qué el sentimiento que suscita esta frase –al igual que las imágenes de S.P. y F.V.- se sitúa entre el miedo y la pérdida?:

“La imagen en general, lo que incluye obviamente el cine, es ante todo, pérdida. Por ejemplo, cuando alguien toma una fotografía, intenta capturar el momento, algo fugitivo por definición. Por eso hay en toda película ese sentimiento de pérdida (…) Ese intento de relacionar la imagen con la pérdida estaba presente en mis primeras películas de una manera muy evidente. Utilicé, por aquel entonces, la técnica del vídeo, pero me resultaba muy frustrante. Por eso he prescindido de ella” (‘el Mundo, cinelandia’;85,1995/03/11:2).

Toda una teoría y praxis de la imagen. Por un lado la reflexión sobre la fotografía como un ‘haber sido’ (Sontag), como un ‘haber estado allí’ (Barthes), los dos polos de la sensación de la pérdida, no sólo de aquello mirado en la fotografía sino también de aquel que la mira y que mientras la mira está en otra parte. Por otro lado la utilización de la imagen vídeo en sus primeras películas, incluida Next of Kin (1985), y su posterior y “frustrante” abandono no explicado, hacen que debamos pensar la imagen vídeo como algo más que una especial “marca de la casa” de Egoyan (Antonio Weinrichter; ABC,1992/Abr/24).

S.P., el videotanatorio. Clara, la guionista, ha perdido a su hermano. Sólo le queda la huella de la pérdida. Una cinta de vídeo repetida una y cien veces en el cementerio electrónico que ella visita. Un plano fijo en el monitor inmóvil donde el hermano se acerca desde un gran plano general a un primer plano, sin perder nunca la mirada a cámara, a su hermana, al espectador.

¿Por qué esa imagen es una imagen de la pérdida?, ¿por qué el personaje, el autor, el espectador, sienten esa imagen como la de algo perdido?






En primer lugar, porque la imagen de registro declara siempre un ‘haber sido’ (del objeto); pero ese ‘haber sido’ no se refiere tanto a un tiempo pasado como a un tiempo otro. Su lejanía corresponde a un doble pretérito: el de ser pasado respecto al presente del que lo mira –Clara en el tanatorio- y el de ser pasado respecto al propio acto de registro –Clara cámara en mano grabando-.

Si algo nos dice la imagen de registro –incluida la polaroid, el directo televisivo- es que cada vez que captamos un instante lo sacamos del curso de la temporalidad. El instante es siempre algo irreconciliable con la continuidad temporal. Ese es el gran engaño de la fotografía: captamos para apresar algo y en la captación se nos escapa la cosa. Lo fotografiado excluye al fotógrafo en el mismo instante de apretar el botón.

Al final de la película. Clara en el tanatorio, el hermano en la imagen. Un plano fijo en el monitor inmóvil donde el hermano se acerca desde un gran plano general a un primer plano, imagen vídeo, y de repente, por el borde derecho de la imagen en el monitor, aparece Clara grabando cámara en mano.

La imagen es también siempre un ‘haber estado allí’ (del sujeto). Ahora es la imagen quien nos captura, quien nos traslada al instante del acto registro. Pero no es de un recuerdo (un viaje al pasado) sino una rememoración, un retorno a aquel pretérito fuera del tiempo.

Clara alucina, se ve en el interior del vídeo cuando grababa a su hermano. No es un recuerdo, porque nosotros seguimos fuera, al lado del personaje, mirando la cinta que ella se supone ve. Pero ella no pudo estar grabando a su hermano (fuera de la imagen) y a la vez siendo grabada por ella misma (dentro de la imagen).

¿Cómo explicar la potencia de ese traslado, de esa inmersión del espectador en una alucinación aurovisual? Egoyan lo plantea como ficción –no tiene otro remedio, estamos en el cine-,  pero la ficción estalla en la propia materialidad de las imágenes. Lo lógico, lo diegético, hubiera sido pasar –en el instante en que ella entra en campo- de la imagen vídeo a la imagen cine, del registro del acto (lo grabado) al acto del registro (la grabación). Veríamos sucesivamente lo que ella grabó (en vídeo) y cuando lo grabó (en cine).

Pero no ha habido tal corte, sino un continuo. ‘Haber sido’ y el ojo (del personaje, del espectador) se abisma, capturando en ese instante ucrónico del registro. ‘Haber estado allí’ y el cuerpo sigue al ojo en esa doble pérdida, del objeto sin pasado, del sujeto sin presente.






Por supuesto el espectador lo tiene fácil para escapar de la captura. Sólo hace falta asignar al personaje una alucinación en la que no nos queremos reconocer: “Ella alucina y yo lo sé, no me engaña, sé que ella no está allí, en el interior del vídeo”. La ficción es un dispositivo tan poderoso que cuando falla en la obra, el espectador la suple automáticamente en la sala. La ficción no es sólo el régimen del cine, es también el estatuto de la realidad. El trabajo del espectador se convierte en un continuo relleno de los agujeros –fallos- de la historia.

Pero esa labor es siempre una corrección. Primero caemos, luego decimos que no ha sido nada; algunos, incluso, dirán que ni siquiera cayeron. Pero Egoyan lo plantea con una pureza tal que el espectador no tiene escape, algo de la rozadura de la caída queda. ¿Por qué? La escena, tal como se plantea, sólo da dos opciones: o dejamos que nuestro ojo se arrastre al interior de una alucinación o nuestro ojo se queda pegado al objetivo del artefacto. No hay posibilidad de asignar la posición de cámara desde la que vemos a ella grabando a ningún personaje. Sabemos que era ella quien grababa. Si ella no está allí, es porque está dentro de la imagen. ¿Quién, qué, se esconde entonces tras la imagen? Mejor decir que el personaje alucina –que está en los dos sitios- a pensar cual es el lugar vacío que ella (nos) ha dejado.

El abandono de la imagen vídeo que Egoyan proclama puede resultar engañoso. Tanto en El Liquidador como en Exótica se podría hablar de un proceso de narrativización progresiva y acelerada de los media. En la primera, la imagen está presente como contenido narrativo múltiple (las fotos del primo de Armenia que la hermana quema ritualmente, las diapositivas y el simulacro de rodaje del paranoico Bubba y su mujer, las proyecciones en la oficina de censura, las fotografías que Noah examina para tasar las pérdidas de sus clientes…).

Pero a pesar de esta abundancia de motivos mediáticos, la imagen en sí ha perdido su poder visual. Ninguna imagen que no sea la del mundo estable de la ficción llena y encuadra nunca la pantalla. La imagen como tal –es decir, una imagen que nos dice serlo- ha desaparecido. Sólo se permite como objeto escenográfico, fuente de iluminación parpadeante en la oficina de censura o sombra proyectada sobre el cuerpo de la mujer de Bubba y de la esposa de Noah.

En Exótica nada hay ya en un nivel superficial de esos motivos audiovisuales. Y sin embargo, el espacio central de la película es el doble escenario de un strep-tease y de un locutor microfónico. La reflexión sobre la imagen está sublimada, elevada a categoría de ‘tema’. Exótica va de una relación de voyeurismo/exhibicionismo entre un padre que perdió a su hija y una hija que nunca tuvo un padre. Exótica va de la propia relación voyeurismo/exhibicionismo que es el del cine. Lo más alucinante, por poco habitual, es que esa relación se explora en los dos canales fílmicos: visual (la chica que enseña en el escenario) y aural (el chico que habla en el locutorio).

Hay por tanto una continuidad evidente en la filmografía de Egoyan resumible en el tema de la reflexión sobre la desintegración social a partir de los medio audiovisuales (en un sentido tan laxo como para incluir el streep-tease y las líneas eróticas). Pero mientras que la desintegración es el tema explícito de El Liquidador y Exótica, en las primeras películas la desintegración formaba parte de la imagen misma que se mostraba. De ahí que el concepto de renuncia con el que catalogábamos a El Liquidador deba entenderse en un sentido profundo. F.V. participa de la desintegración. Exótica sólo habla de ella.


En busca del sujeto. Family Viewing (1987)




F.V.: Primeras imágenes. Título en blanco sobre un fondo negro. Corte. Tras una torre de bandejas de hospital, Van, el muchacho protagonista, junto a la cama de su abuela. La banda sonora cubierta a medias por una música de percusión y por el sonido de un documental sobre el oso polar. Corte. La abuela, tumbada en la cama y con la mirada clavada en el objetivo de la cámara, justo allí donde se encuentra el monitor de televisión. Se abre el plano mediante un movimiento de retroceso. Van, a su lado, pasea su mirada entre su abuela y la televisión que su abuela mira. Se acerca a la televisión –que ocupa exactamente la posición de encuadre de la toma-, alarga su brazo –al borde del televisor, al borde de la cámara-, y cambia de canal. Interferencias. Elefantes en la selva. Interferencias. Un plano en tonos fríos de su padre –risas y admiraciones de concurso en la banda sonido-. Interferencias. Crédito en blanco sobre fondo negro (David Humblen)…













La ráfaga –interferencias, imagen, interferencias, créditos- se repite amenazando infinitamente. La única vía de escape es la inversión de la frase pivote sobre la realidad y los media: “algunas veces, en el paso de una pantalla a una habitación, una imagen se transforma en persona”.

…Interferencias. Una mujer que camina por una calle. Interferencias. Créditos (Arsinée Khanjian). Interferencias. ¿Un plano detalle de una película pornográfica? Interferencias. Unas manos manejando una baraja. Interferencias. Créditos (un filme de Atom Egoyan).  Interferencias. La mujer parada ante una puerta mira a cámara; es una imagen encuadrada en un monitor. El encuadre retrocede, estamos en un interior, un hombre con unos papeles mira el monitor donde está la mujer, aprieta un botón, una puerta se abre. Hera (Arsinée Khanjian) entra en la habitación. Estamos en un locutorio erótico.
















Hay por tanto dos pasos. Uno, la conversión de una persona (Arsinée Khanjian), la mujer de Egoyan) en imagen (una forma, una gestalt, en la pantalla). Dos, la conversión de una imagen en personaje (Hera, la chica de la película). Persona, imagen, personaje, esa es la transformación que parece operar el dispositivo cinematográfico. Pero los diversos modos de representación de la historia del cine inciden preferentemente en uno o en otro lugar.

* El cine antiguo –aquel que se despegaba del cine primitivo en su camino del cine clásico- es un cine de personajes. La teatralidad no es un defecto de los actores sino un recurso del dispositivo. En todo momento debe reconocerse que el actor interpreta un papel.

* El cine clásico marca por primera vez el valor de la imagen, de la figura. Es el sentido tan querido del star system. Una estrella es antes que nada imagen, despegada tanto de la persona que le da cuerpo –de ahí todas las hagiografías del sufrimiento de las estrellas de la época- como distante de los personajes que interpretan. El papel siempre se plega al poder de la estrella que le da vida.

* Por último, el cine moderno se plantea ingenuamente el lugar de la persona. De ahí los juegos de cámara fuera de cuadro de las nuevas olas, los errores de filmación, los momentos ‘verdaderamente’ sentidos de las actrices, la intromisión del director en las ficciones.

Egoyan persigue esa captura de la persona, pero sin nada de la ingenuidad modernista. Sabe que la persona se escapa. Detrás primero del personaje, y de ahí su insistente deconstrucción de las estructuras narrativas. Oculta después en la imagen, y de ahí, esa práctica reconstructiva aplicada no al estatuto ficcional del cine, sino al propio estatuto representacional de la imagen.

Una vez denunciada la ficción que toda película es –incluido el ancho campo de la documentalidad- queda aún la denuncia de la ilusión que el cine quiere imponer. ¿Dónde encontrar entonces la esencia o existencia del sujeto? Egoyan lo pone fácil. El único lugar donde encontrar a la persona es en las interferencias, en los cortes entre imágenes. El problema, claro está, es saber si en esos cortes ‘sucios’ hay algo más allá de la suciedad que muestran. Si la persona –en el sentido esencialista o existencialista del concepto- no es otra cosa que esa suciedad, la imagen de una forma diluida.

La secuencia inicial de F.V. es una declaración de principios. En ella se encuentra toda la teoría y praxis que sustenta el primer cine de Egoyan: la mezcla de diversos tipos (cine y vídeo) y usos de la imagen (teledifusión, vídeo doméstico, espía y vigilancia) (3).

3. F.V. y S.P. son un catálogo completo de los usos audiovisuales existentes y posibles (videoconferencias, líneas eróticas, pruebas de actores, un vídeotanatorio público y un vídeofuneral doméstico…). Quizás el caso más paradigmático sean los hábitos sexuales del padre de Van. Su sexualidad pasa por la combinación del registro videográfico y la conexión telefónica con una línea erótica.




La intromisión de las imágenes y los encuadres mediáticos afecta a la ‘esencia ilusionista’ del dispositivo cinematográfico. Ni siquiera los créditos se salvan del cuestionamiento de su estatuto. Las risas enlatadas en la secuencia de los créditos nos hablan de un cierto modo de ver cine, aquel que se juega en el reconocimiento de sus actores, sus firmas.

Desde el visionado de esta primera secuencia se comprende qué lejos y blandengue queda una película y un autor con el que siempre se compara al canadiense, Steven Soderberght –Sexo, mentiras y cintas de vídeo (1989)- se aprovecha de la popularización de la imagen videográfica para utilizarlas como elemento escenográfico. En manos de Soderberght la imagen vídeo se “cinematografiza”, del mismo modo que en manos de Egoyan la imagen cine se “videografiza”.

Soderberght no llega a altura de reflexión sobre la imagen alcanzada por Llobet Gracia hace casi cuenta años -Vida en sombras (1948)-. El canadiense se sitúa un punto más allá del Arrebato (1980) de Iván Zulueta. Ese punto más allá –a pesar de la evidente radicalidad vanguardista del español- viene dado porque el movimiento de sobreficcionalización de Zulueta –su película pertenece necesariamente a la ciencia-ficción- se corresponde a una desficcionalización de la película de Egoyan, situada entre el vídeo doméstico y el docudrama.

Hay que distinguir entonces entre el uso de diversos tipos de imágenes y la manera en que dicho uso afecta a la recepción de la película, al texto. Una mirada a cámara de cualquiera de las mujeres que se confiesan en vídeo ante el protagonista de Sexo, mentiras… es siempre una mirada al personaje. Esas miradas, por más puntuadas o escenográficas que estén nunca atraviesan la pantalla, no llegan nunca al espectador. Cualquier mirada a cámara de F.V. taladra la pantalla, toca al espectador que de repente se sabe mirado. Y esto es así, precisamente porque en las primeras miradas a cámara de la película –la abuela en la cama, Van ante el televisor- se hace estallar el dispositivo.

La abuela mira a cámara, pero todo espectador sabe –el sonido lo indica- que dónde ella mira es al monitor de televisión. La cámara desaparece sustituida imaginariamente por el televisor. El dispositivo y la ficción funcionan, y el televisor se transforma en el contracampo posible del campo que vemos –la abuela mirando-. Pero el equilibrio es débil, en una debilidad que podemos graduar en tres momentos.

* Uno, toda mirada escenográfica suscita una reflexión sobre el acto de mirar en cine –sólo gracias a esta reflexión inconsciente el espectador enlaza el campo del que mira al contracampo mirado.

* Dos, toda mirada a cámara hace que debamos hacer un esfuerzo para rellenar ese lugar mirado con un personaje de la ficción. Esa es la precaria definición del plano subjetivo (veo desde donde ve cierto personaje, y por eso, cuando alguien le mira, parece que me está mirando). Pero este juego de miradas a cámara no desborda la pantalla. Las miradas, aunque apunten al exterior de la imagen, vuelven a él por el juego de su interiorización en un cuadro general –la diéresis- en el que los personajes se miran excluyendo siempre al espectador.

* Tres, hay ciertas miradas a cámara que rompen el cuadro, la diéresis, pues somos incapaces de rellenar ese contracampo posible con algo que pertenezca a la ficción. Habitualmente, aceptamos colocarnos en el lugar del personaje mirado. Incluso admitimos ocupar el lugar de un objeto y no ya de un personaje –el recurso más barato del cine de terror-. Pero aceptar que ese objeto sea un monitor –es decir una imagen- nos coloca en una situación peligrosa. Demasiada reflexividad: vemos que nos miran estando en el lugar de una imagen.





La abuela mirando al televisor. La cámara retrocede, y por más lento que sea el movimiento, el espectador se resiente, es incapaz de adjudicárselo al televisor que la abuela tiene enfrente. Van se acerca al televisor hasta casi pegarse con el límite de la pantalla. Se trata de un plano de alto riesgo: demasiado cerca, mirando demasiado (el espectador suele ser más pragmático: “demasiado feo”). Pero la ficción lo soporta: Van está cambiando de canales.

Y de repente la ráfaga: interferencias, planos vídeo, interferencias, créditos… El contracampo posible se hace presente. Pero no un televisor con imágenes sino las imágenes de un televisor. O mejor dicho, ya no es la imagen sino los cortes, los sucios, las interferencias. El texto nos ha situado ahí, en el lugar donde la imagen se produce y desvanece.

Claro está que esa serie de imágenes y sucios se pueden hacer corresponder a un plano subjetivo de Van cambiando de canales. Pero es que esas imágenes y sucios son precisamente el texto que engloba al personaje. El no puede estar viendo lo que nosotros vemos: planos de los protagonistas, los créditos del filme; una imagen de vídeo espía (Hera en la calle) que se ‘colocará’ posteriormente en la historia (Hera y Van son grabados por un detective); una imagen de vídeo vigilancia (Hera ante una puerta) que Van no puede conocer y que sin embargo nos introduce de nuevo en la ficción.

Podríamos pensar esta secuencia como una cierta relectura de la fantasía orwelliana –un omnipresente monitor/cámara que a la vez es mirado y mira-. Pero no nos interesa el significado producto del filme –eso es de lo que va la película- sino la producción del significante, la manera en que el espectador es enredado en un cierto texto.

La manía  (espectorial, crítica y teórica) por reducir una película a un contenido verbalizable hace que el espectador pierda lo que realmente ocurre en la pantalla. “Por supuesto” que en F.V. hay una crítica a los media. Aunque en realidad Egoyan no juzga, muestra: es el espectador predispuesto el que realiza los juicios de valor. Pero lo interesante es como el texto nos sitúa en el centro de esa reflexión, no desde una perspectiva intelectual, sino desde una posición sensorial.

Colocados desde el inicio en el lugar de la producción de imágenes (el televisor) nos convertimos en una imagen entre infinitas. Nuestro estómago se resiente en cada sucio, en cada interferencia, pues nos sabemos allí, en los cortes. Nos gusta pensarnos en el otro lado de la imagen: las identificaciones imaginarias (con los personajes y los objetos) y narrativas (la propia trama del relato). Pero en algún lugar sabemos que estamos de este lado de los cortes, en el lugar donde el sentido se produce o destruye, en la concatenación de las imágenes.

Egoyan borra nuestra memoria, nuestra identidad, y nos coloca en el lugar de la cámara. No se puede hablar de F.V. sin pensar en el otro extremo de la imagen, aquel que la produce. Un extremo que en la primera –y luego, en la difícil y nada natural construcción que es el cine clásico- era ocupado por un lugar ideal imaginario: el punto de fuga y vista. Pero que tras el derrumbe de la imagen clásica, ese lugar –no ya de la creación sino del registro- se ha desvelado como un lugar demasiado lleno, demasiado concreto, demasiado material, un artefacto mecánico e inhumano.

Pero esa colocación del espectador en el extremo de toda imagen no sirve de nexo entre los media y la realidad –allí donde las nuevas olas pretendían establecer un “diálogo” que transformara la sociedad-. La aparición del artefacto –esa presencia constante del lugar desde el que se mira una película- no conecta lo textual con lo social, sino que compromete al individuo con el texto. No hay juego en la llamada al espectador, sino sólo riesgo.


La alucinación del origen

F.V. escena final. Tras haber perdido a la abuela, Van y Aline la buscan por diversos refugios sociales, entran en uno de ellos. Una larga panorámica que recorre la estancia, la abuela parece estar al fondo junto a otra señora (cine). La abuela y la madre en un vídeo familiar. Van niño al fondo (vídeo). La panorámica sigue por la estancia hasta quedarse enfrentada a una cámara de vídeo vigilancia (cine). Van niño se acerca mirando directo a cámara (vídeo). La cámara de vídeo vigilancia, en plano detalle, gira: Van y Aline se acercan a la abuela, Van mirando a la señora que está al lado, su madre; la abuela dice algo, Van y la madre mirándose (cine). Van niño en primer plano, enfrentado a la cámara de su padre; le deslumbra la luz (vídeo). Primer plano de la abuela y la madre (cine). Van niño mirando (vídeo). Imagen congelada en P.P. de la madre (cine). En otro vídeo familiar, la madre y el niño en el jardín de la casa. El padre, tras una ventana y delante de la cámara, enfocando, llama al niño para que se acerque (vídeo). Van, Aline, la abuela y la madre (cine). El padre sigue enfocando, la madre y el niño en el jardín (vídeo). FIN.






















El concepto que mejor define lo que es la narratividad es el de ‘mundos posibles. Una narración es eso: la construcción de un universo –más o menos relacionado con el mundo que llamamos realidad (el más solidificado de los mundos posible)-plagado de personajes que someten su acción –en determinado espacio/tiempo-, a una serie de elecciones que van abriendo y cerrando al mismo tiempo el desarrollo de la historia.

Apertura y cierre indican los límites de la posibilidad. Cualquier acción, cualquier elección es en principio posible. En principio. Eso quiere decir que el comienzo de un relato estándar está lleno de posibilidades de máxima entropía- y paso a paso las acciones y elecciones van cerrando el campo de las posibilidades.

Evidentemente, los relatos de Egoyan –a partir de la herencia modernista. No se pliegan a este esquema. La apertura deviene infinita, y el cierre parece hacerse imposible. Es aquel difícil de fijar la historia del que hablábamos en El Liquidador. Hasta la mitad de la película el espectador no puede decir de que va, el relato no se decide a un recorrido estable.

Resumiéndolo mucho, dos son los mecanismos de este tipo de ‘obra abierta’, tal como se configura en el cine contemporáneo. En el lado del discurso, la renuncia a la figura de un narrador, ese delegado del autor que va escogiendo los mejores puntos de vista desde los que contar una historia. En el lado de la historia, la denuncia de toda elección como igualmente significativa –pues nadie parece decidir en el texto cual es la mejor elección-, lo que acaba transformando toda acción en igualmente insignificante.

El mejor modo de comprobar este doble mecanismo es –tal como decíamos al principio- contrastar la película con sus resúmenes. El que habla de la película escoge un punto de vista –normalmente pegado a uno de sus personajes-, y elige unas determinadas acciones –normalmente las más cargadas de movimiento-. El que escucha el resumen –si ha visto la película- percibe inmediatamente la subjetividad del recorrido de su interlocutor. Es más, suele denunciar sus errores, ofrecer un resumen alternativo.

Bien, en esto el texto de Egoyan es igual que otros muchos del cine contemporáneo. Vivimos una época de la obra abierta. El Liquidador y Exótica son películas abiertas y herméticas a un tiempo, aunque al final –y esto distingue el post-clasicismo del post-modernismo- un sentido surja de la propia relectura.

Pero en S.P. y F.V. hay algo más y algo menos. Por un lado, las historias parecen plegarse a una estructura narrativa más lineal. A pesar de sus rarezas, estas dos películas se dejan resumir muy bien. Aquí cabría la explicación de un gradual dominio del autor de los trucos fílmicos –a la crítica le gusta el concepto gremial de ‘oficio’-, opción negada por el autor:

“No tengo elección. No puedo contar una película de manera lineal. Y no es que tenga un interés particular en hacerlo así. Simplemente sale” (‘el Mundo, cinelandia’;85,1995/03/11:2).

Hay otra doble explicación mucho más certera. Por un lado, el hermetismo de sus últimas películas viene dado por un interés en el relato al mismo tiempo que por su desconfianza. El descrédito de la narración es coetáneo de una urgente necesidad de recuperar la narratividad. Esta es la doble marca del fin de siglo. S.P. y F.V. son narraciones más o menos claras porque la opacidad si sitúa en la imagen.

Miremos la última escena descrita. El encuentro con la abuela –el lazo con el pasado, la madre-, tan celosamente guardado por el protagonista, implica dos cosas. Primero (la imagen vídeo) la rememoración de aquel tiempo feliz de la infancia (Van niño mirando) a cámara, al lugar del espectador, del futuro). Pero inmediatamente después (la imagen cine) –tan inmediatamente que en realidad ya estaba antes-, esa rememoración se instala en el presente. La madre está allí, como siempre, junto a la abuela. La imagen congelada lo atestigua (aunque muchos espectadores ni siquiera la/lo reconocen).

No podemos evitarlo. La imagen de la madre es una alucinación. El problema es que narrativamente no hay indicios para tal argumento. El relato dice que eso no puede ser. El reencuentro con la madre nunca ha sido una posibilidad barajada. Y sin embargo, la madre está allí, en una imagen congelada, traída al unísono por la rememoración del personaje/un niño enfrentado a una cámara) y por el registro de un artefacto (una cámara pública e impúdica).

La imagen es pérdida, y los vídeos familiares que Van atesora lo atestigua. La imagen sólo puede transformarse en reencuentro aceptando su independencia respecto a la realidad, aceptando la alucinación que supone creer real y verdad –vreal (Kristeva)- las imágenes. En el mundo posible de un relato el encuentro con la madre es imposible si no ha sido previsto, intuido, sospechado. En el mundo posible de F.V. la madre es sólo un objeto inalcanzable –como todo real objeto de deseo- sólo acariciado en otros objetos –la abuela, los vídeos-.

Pero si uno acepta que el mundo es sólo imágenes (de retina, conciencia o materia), el contacto con el objeto es posible a través de los artefactos de registro. La cámara de vídeo aficionado que capturaba y perdía las escenas familiares –un niño feliz junto a su madre-, se convierte en la cámara de vídeo vigilancia que registra y devuelve (la imagen de) la madre a su hijo. Y el espectador, inscrito en ese mundo cerrado de imágenes audiovisuales, en el eje exacto entre un proyector y una pantalla, aceptando la alucinación aurovisual que proponen, reencuentra algo de un origen olvidado.




Este texto se publicó originariamente en
Banda Aparte. Revista de cine - Formas de ver
nº 3
Ediciones de la Mirada, Valencia, octubre 1995.

La reproducción es fiel al texto publicado en su momento:
se ha conservado las normas de estilo que tenía.


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